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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

Camino de servidumbre (27 page)

BOOK: Camino de servidumbre
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La facilidad con que, en definitiva, con escasas excepciones, los universitarios y hombres de ciencia alemanes se colocaron al servicio de los nuevos gobernantes es uno de los espectáculos más deprimentes y bochornosos de la historia entera del ascenso del nacionalsocialismo
[79]
. Es bien sabido que precisamente los hombres de ciencia y los ingenieros, que habían pretendido tan ruidosamente ser los dirigentes en la marcha hacia un mundo nuevo y mejor, se sometieron más fácilmente que casi ninguna otra clase a la nueva tiranía
[80]
.

El papel que han desempeñado los intelectuales en la transformación totalitaria de la sociedad lo anticipó proféticamente en otro país Julien Benda, cuya
Trahison des clercs
cobra nueva significación cuando se relee ahora, quince años después de escrita. Hay especialmente un pasaje en esta obra que merece ser muy meditado y recordado cuando venimos a considerar ciertos casos de excursión de los científicos británicos al campo de la política. Es el pasaje en que M. Benda habla de

la superstición de considerar a la ciencia competente en todos los dominios, incluso el de la moral, superstición que, repito, es un producto del siglo XIX. Queda por averiguar si quienes enarbolan esta doctrina creen en ella, o si desean simplemente otorgar el prestigio de una apariencia científica a las pasiones del corazón, que ellos saben perfectamente que no son sino pasiones. Es de notar que el dogma según el cual la Historia obedece a leyes científicas lo predican, sobre todo, los partidarios de la autoridad arbitraria. Es muy natural, porque elimina las dos realidades que más odian ellos, a saber: la libertad humana y la actuación histórica del individuo
[81]
.

Ya hemos tenido ocasión de mencionar un producto inglés de esta especie, una obra en donde, sobre un fondo marxista, se combina la idiosincrasia característica del intelectual totalitario y el odio a casi todo lo que distingue a la civilización europea desde el Renacimiento con el aplauso a los métodos de la Inquisición. No deseamos considerar aquí un caso tan extremo, y tomaremos una obra que es más representativa y ha alcanzado extensa publicidad. El librito del Dr. C. H. Waddington, bajo el característico título de
La actitud científica
, es muy buen ejemplo de un tipo de literatura que patrocina activamente el influyente semanario
Nature
, y que combina las demandas de un mayor poder político para los hombres de ciencia con una defensa ardiente de la «planificación» en gran escala. Aunque no tan franco en su desprecio por la libertad como Mr. Crowther, difícilmente es más tranquilizador el doctor Waddington. Difiere de la mayoría de los escritores del mismo tipo en que ve claramente e incluso destaca que las tendencias que describe y defiende conducen inevitablemente a un sistema totalitario. Y, sin embargo, le resulta al parecer preferible a la, según él, «feroz jaula de monos que es la civilización presente».

La pretensión del Dr. Waddington, según la cual el hombre de ciencia está calificado para dirigir una sociedad totalitaria, se basa principalmente en su tesis de que «la ciencia puede formular juicios éticos sobre la conducta humana»: pretensión que, en la elaboración del Dr. Waddington, ha recibido de
Nature
considerable publicidad. Por lo demás, es una tesis familiar desde hace mucho tiempo a los científicos políticos alemanes, que ha sido justamente destacada por J. Benda. Para ilustración de lo que significa, no necesitamos salirnos del libro del Dr. Waddington. La libertad, explica, «es un concepto cuya discusión resulta muy dificultosa para el hombre de ciencia, en parte porque no está convencido de que, en último análisis, exista tal cosa». Nos dice, sin embargo, que la «ciencia reconoce» esta y aquella libertad, pero que «la libertad de ser singular y distinto de su vecino no es… un valor científico». ¡Al parecer, las «prostituidas humanidades», acerca de las cuales el doctor Waddington tiene muchas cosas desfavorables que decir, nos han engañado gravemente enseñándonos la tolerancia!

Conforme a lo que es costumbre encontrar en esta clase de literatura, cuando este libro sobre la «actitud científica» llega a las cuestiones económicas y sociales es cualquier cosa menos científico. Encontramos de nuevo todos los familiares
clichés
y generalizaciones sin base acerca de la «plétora potencial» y de la inevitable tendencia hacia el monopolio; pero cuando se examinan las «mejores autoridades», citadas en apoyo de estas afirmaciones, resultan ser, en su mayor parte, folletos políticos de dudosa reputación científica, mientras que los estudios serios sobre los mismos problemas son característicamente despreciados.

Como en casi todas las obras de este tipo, las convicciones del Dr. Waddington están determinadas principalmente por su aceptación de las «tendencias históricas inevitables» que se supone ha descubierto la ciencia y que él deriva de «la filosofía profundamente científica» del marxismo, cuyas nociones básicas son «casi, si no completamente, idénticas a las que constituyen el fundamento de la visión científica de la naturaleza» y cuya «aptitud para enjuiciar» supera, nos dice el Dr. Waddington, a todo lo precedente. Y aunque el Dr. Waddington encuentra «difícil negar que en Inglaterra se vive ahora peor» que en 1913, prevé un sistema económico que «será centralizado y totalitario, en el sentido de que todos los aspectos del desarrollo económico, dentro de grandes regiones, serán conscientemente planificados como un conjunto integral». Pero en apoyo de su fácil optimismo sobre la posibilidad de mantener la libertad de pensamiento en este sistema totalitario, su «actitud científica» no encuentra mejor recurso que la convicción de que «tiene que haber testimonios muy valiosos en el campo de ciertas cuestiones que se comprenden sin necesidad de ser un especialista», tales como, por ejemplo, la de si es posible «combinar el totalitarismo con la libertad de pensamiento».

Un examen más completo de las diversas tendencias totalitarias en Inglaterra debería prestar considerable atención a los varios intentos de crear alguna especie de socialismo de la clase media, que presentan un alarmante parecido, desconocido sin duda para sus autores con las tendencias semejantes en la Alemania prehitleriana
[82]
. Si nos ocupáramos aquí expresamente de los movimientos políticos, tendríamos que considerar las nuevas organizaciones como el movimiento de la
Forward March o Common Wealth
, de sir Richard Acland, el autor de
Unser Kampf
, o las actividades del «Comité de 1941», de Mr. J. B. Priestley, que en un tiempo estuvo asociado con el primero. Pero aunque sería imprudencia despreciar el significado sintomático de fenómenos como éstos, difícilmente pueden ser contados entre las fuerzas políticas importantes. Aparte de las influencias intelectuales que hemos ilustrado con dos ejemplos, el impulso del movimiento hacia el totalitarismo proviene principalmente de los dos grandes grupos de intereses: el capital organizado y el trabajo organizado. Probablemente, la mayor amenaza de todas está en el hecho de apuntar en la misma dirección la política de estos dos grupos, los más poderosos.

Lo hacen a través de su común y a menudo concertado apoyo a la organización monopolista de la industria, y esta tendencia es el mayor peligro inmediato. Si bien es cierto que no hay razón para creer que este movimiento sea inevitable, apenas puede dudarse que, si continuamos por el camino que hemos venido pisando, acabaremos en el totalitarismo.

Este movimiento, por lo demás, está deliberadamente planeado, sobre todo por los organizadores capitalistas de monopolios, que son, por ello, una de las principales fuentes de este peligro. Su responsabilidad no se reduce por el hecho de no ser su objetivo un sistema totalitario, sino más bien una especie de sociedad corporativa, donde las industrias organizadas aparecerían como «estamentos» semiindependientes y autónomos. Pero son tan cortos de vista como lo fueron sus colegas alemanes al suponer que se les permitiría, no sólo crear este sistema, sino también dirigirlo durante algún tiempo. Las decisiones que los directores de una industria así organizada tendrían que tomar constantemente son de las que ninguna colectividad dejaría mucho tiempo en manos de particulares. Un Estado que consienta el desarrollo de tan enormes agregaciones de poder no puede soportar que este poder quede enteramente bajo el dominio privado. No es menos ilusorio creer que en estas condiciones se consienta a los empresarios gozar largo tiempo de la posición de favor que en una sociedad en régimen de competencia está justificada por el hecho de ser sólo unos cuantos los que alcanzan el éxito, en cuya persecución son muchos los que corren los riesgos. No es para sorprender que los empresarios quisieran disfrutarlos altos ingresos que en una sociedad en régimen de competencia ganan los que, de entre ellos, tienen éxito, y a la vez gozar la seguridad del funcionario público. En tanto exista un amplio sector de industria privada junto a otro dirigido por el Estado, es probable que un gran talento industrial consiga sueldos altos, incluso en posiciones muy seguras. Pero si los empresarios pueden ver confirmadas sus aspiraciones durante un período de transición, no transcurrirá mucho tiempo antes de que se encuentren, como les sucedió a sus colegas alemanes, con que ya no son los dueños, sino que tienen que contentarse, en todos los aspectos, con el poder y los emolumentos que el gobierno quiera concederles.

A menos que la argumentación de este libro haya sido muy mal interpretada, el autor no se hará sospechoso de ternura hacia los capitalistas si subraya aquí que, con todo, sería un error inculpar del moderno movimiento hacia el monopolio exclusiva o principalmente a aquella clase. Su tendencia en esta dirección, ni es nueva, ni por sí podría llegar a ser, probablemente, un poder formidable. La fatalidad fue que lograron asegurarse la ayuda de otros grupos en número cada vez mayor, y con su apoyo obtuvieron la protección del Estado.

En cierta medida, los monopolistas han ganado esta protección, o permitiendo a otros grupos participar en sus ganancias, o, quizás más frecuentemente, persuadiéndolos de que la formación de monopolios convenía al interés público. Pero el cambio en la opinión pública, que, por su influjo sobre la legislación y la jurisprudencia
[83]
10, ha sido el factor más importante en esta evolución, es sobre todo el resultado de la propaganda que contra la libre competencia han realizado las izquierdas. Con mucha frecuencia, incluso las medidas dirigidas contra los monopolistas no han servido, de hecho, más que para reforzar el poder del monopolio. Toda participación en las ganancias del monopolio, sea en favor de grupos particulares o del Estado mismo, tiende a crear nuevos interesados, que contribuirán a reforzar el monopolio. Un sistema en el que amplios grupos privilegiados se beneficien de las ganancias del monopolio puede ser políticamente mucho más peligroso, y allí el monopolio es ciertamente más poderoso que otro sistema donde los beneficios vayan a unos cuantos. Pero aunque debía ser evidente que, por ejemplo, los altos salarios que puede pagar el monopolista son tanto el resultado de la explotación como una ventaja para él mismo, y sin duda empobrecerán, no sólo a todos los consumidores, sino aún más a los restantes asalariados, lo cierto es que, no ya los beneficiados de ello, sino el público, acepta ahora generalmente la capacidad para pagar altos salarios como un argumento legítimo en favor del monopolio
[84]
.

Hay serias razones para dudar si, aun en los casos en que el monopolio es inevitable, el mejor camino para dominarlo consiste en ponerlo en manos del Estado. Si sólo fuera cuestión de una industria, podría ser así. Pero cuando se trata de numerosas industrias monopolistas diversas, mucho puede decirse en favor de dejarlas en diferentes manos particulares antes que combinarlas bajo el control único del Estado. Aunque los transportes por ferrocarril, carretera y aire, o el suministro de gas y electricidad fueran todos monopolios inevitables, el consumidor está indiscutiblemente en una posición mucho más fuerte si permanecen como monopolios separados que si son «coordinados» bajo un control central. El monopolio privado casi nunca es completo y aún más raramente de larga duración o capaz de despreciar la competencia potencial. Pero un monopolio de Estado es siempre un monopolio protegido por el Estado, protegido a la vez contra la competencia potencial y contra la crítica eficaz. En la mayor parte de los casos significa que se ha dado a un monopolio temporal el poder para asegurar su posición indefinidamente; un poder que, sin duda, será utilizado. Cuando el poder que debe frenar y controlar el monopolio llega a interesarse en el amparo y defensa de sus administradores, cuando el remedio por el gobierno de un abuso significa admitir su responsabilidad en ello, y cuando la crítica de las actividades del monopolio significa una crítica del gobierno, poca esperanza puede ponerse en que el monopolio esté al servicio de la comunidad. Un Estado que se enredase por completo en la dirección de empresas monopolistas poseería un poder aplastante sobre el individuo, pero, sin embargo, sería un Estado débil en cuanto a su libertad para formular una política. El mecanismo del monopolio se identifica con el mecanismo del Estado, y el propio Estado se identifica más y más con los intereses de quienes manejan las cosas y menos con los del pueblo en general.

Lo probable es que, allí donde el monopolio sea realmente inevitable, un fuerte control del Estado sobre los monopolios privados, método que solían preferir los americanos, ofrezca más probabilidades de resultados satisfactorios, si es mantenido con continuidad, que la gestión directa por el Estado. Al menos parece ser así si el Estado impone una rigurosa intervención del precio, que no consienta espacio para beneficios extraordinarios de los que puedan participar quienes no sean los monopolistas. Incluso si esto tuviera por efecto (como ha sucedido a veces con los servicios públicos americanos) que los servicios de las industrias monopolistas fuesen menos satisfactorios de lo que podrían resultar, sería un precio barato por un freno eficaz de los poderes del monopolio. Personalmente, yo preferiría con mucho tener que soportar alguna ineficiencia de esta clase que ver intervenidos todos los caminos de mi vida por el monopolio organizado. Este método de tratar el monopolio, que rápidamente podría hacer de la posición del monopolista la menos elegible entre todas las posiciones de empresario, podría contribuir tanto como cualquier otra cosa a reducir el monopolio a las esferas en donde es inevitable y a estimular la invención de sustitutivos que pudieran hacerle la competencia. ¡Bastaría convertir otra vez la posición del monopolista en cabeza de turco de la política económica para que sorprendiese la rapidez con que la mayoría de los empresarios capaces redescubriera su gusto por el aire saludable de la competencia!

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