Y así todas estas especies se libraron por poco de perecer ahogadas.
Escaparon sólo por accidente. No hubo agua suficiente como para cubrirlo todo. Sólo alcanzó para inundar un pequeño rincón del globo. El resto del territorio se desconocía en ese entonces, y se suponía inexistente.
Sin embargo, lo que real y finalmente decidió a Noé a quedarse con las especies suficientes desde el punto de vista estrictamente práctico y dejar que las demás se extinguieran, fue un incidente ocurrido en los últimos días. Arribo un excitado forastero con ciertas noticias alarmantes. Contó que había acampado entre valles y montañas como a seis mil millas de distancia, donde había visto algo maravilloso. Cuando, de pie, junto a un precipicio, contemplaba un ancho valle, vio avanzar un mar negro y agitado de extraña vida animal. Simios grandes como elefantes, ranas semejantes a vacas; un megaterio y su harén increíblemente numeroso; saurios y saurios y saurios, grupo tras grupo, familia tras familia, especie tras especie; de treinta metros de largo, nueve de alto, y doblemente belicosos; uno de ellos azotó con la cola a un desprevenido toro Durham y lo hizo volar casi cien metros por el aire hasta caer a los pies del hombre, pereciendo con un suspiro. El forastero afirmó que estos animales prodigiosos habían oído hablar del Arca y venían en camino. Venían a salvarse del diluvio. Y no venían en pares, venían todos: no sabían que los pasajeros estaban limitados a una pareja, dijo el hombre, y de todos modos no les importaban los reglamentos; estaban decididos a embarcar o exigirían muy buenas razones para no hacerlo. El hombre afirmó que el Arca no podría contener ni a la mitad de ellos. Además estaban hambrientos, y se comerían lo que hubiera, incluyendo la colección de animales y a la familia.
Estos hechos se omitieron en el relato bíblico. No se encuentra ni el menor indicio de ellos. Se silenció todo el asunto. No se menciona siquiera a estos grandes seres. Esto les demuestra a ustedes que cuando se deja un vacío culpable en algún contrato el asunto puede disimularse, tanto en las biblias como en cualquier otra parte. Esos poderosos animales serían ahora de inestimable valor para los hombres, ya que el transporte es tan caro y difícil; pero los perdieron. Por culpa de Noé, todos se ahogaron. Algunos de ellos hace ya ocho millones de años.
Ahora bien, el forastero narró su historia y Noé consideró que debía partir antes de la llegada de los monstruos. Lo hubiera hecho de inmediato, pero los tapiceros y decoradores del salón de las moscas todavía tenían que dar los últimos toques; y eso le hizo perder un día. Otro día se tardó en embarcar a las moscas, pues había sesenta y ocho billones y la Deidad temía aún que no fueran suficientes. Otro día se perdió acumulando cuarenta toneladas de basuras seleccionadas para el sustento de las moscas.
Por fin partió Noé; y justo a tiempo, porque al alcanzar el Arca la línea del horizonte llegaron los monstruos, uniendo sus lamentaciones a la de la multitud de padres y madres que lloraban y asustaban a los pequeños que se aferraban a las rocas barridas por las olas bajo la lluvia torrencial. Elevaban sus plegarias al Ser Inmensamente Justo e Inmensamente Misericordioso que nunca había respondido a una plegaria desde que esos peñascos se formaran por la acumulación de un grano de arena tras otro, y que seguiría sin responder a una sola de ellas cuando los siglos los hubieran convertido en arenas otra vez.
A la tercera jornada, en torno al mediodía, se descubrió que faltaba una mosca. El viaje de regreso resultó largo y difícil, debido a la carencia de cartas de navegación y de brújula, y por el aspecto variable de la costa, con las altas mareas cubriendo o alterando los puntos de referencia. Después de dieciséis días de búsqueda seria y leal, se encontró por fin a la mosca, que fue recibida con himnos de alabanza y gratitud, mientras la Familia permanecía descubierta en señal de respeto a su origen divino. Estaba extenuada y el mal tiempo le había producido sufrimientos, pero aparte de eso estaba en buenas condiciones. Muchos hombres habían muerto de hambre con su familias en las cumbres áridas, pero a ella no le había faltado comida. La multitud de cadáveres se ofrecía en putrefacta y maloliente abundancia. Así fue providencialmente salvado el sagrado insecto.
Providencialmente. Esa es la palabra justa. Porque la mosca no había sido abandonada por accidente. No, intervino la mano de la Providencia. Los accidentes no existen. Todo sucede con algún fin. Está previsto desde los orígenes, desde el principio de los tiempos.
Desde la aurora de la Creación el Señor había previsto que Noé, alarmado y confundido ante la invasión de los prodigiosos, futuros fósiles, huiría al mar prematuramente dejando atrás un mal inapreciable. Noé podría contraer enfermedades y podría contagiarlas a las nuevas razas humanas a medida que, éstas aparecieran en el mundo, pero le faltaría lo mejor: la fiebre tifoidea; un mal que, si las circunstancias son especialmente favorables, puede arruinar a un paciente por completo sin matarlo; tal vez pueda incorporarse nuevamente con largas expectativas de vida, pero sordo, mudo, ciego inválido e idiota. La mosca es su principal agente. Y es más competente y calamitosamente eficaz que todos los otros distribuidores del flagelo juntos. Y así, preordenada desde el principio, esta mosca no embarcó, con el fin de buscar un cadáver con tifoidea, alimentarse de su podredumbre y untarse las patas con los gérmenes para transmitirlos como tarea permanente al mundo repoblado. Y así, en los siglos transcurridos desde entonces, billones de lechos de enfermos se han surtido por esa mosca, que ha enviado billones de cuerpos en ruinas a arrastrarse por la tierra, ya ha reclutado cadáveres para llenar billones de cementerios.
Es muy difícil comprender la naturaleza del Dios de la Biblia, tal es la confusión de sus contradicciones. Con la inestabilidad del agua y la firmeza del hierro, una moral abstracta y de bondad santurrona, compuesta de palabras, y una moral concreta infernal expresada en actos; con mercedes pasajeras de las que se arrepiente para caer en una malignidad permanente.
Sin embargo, tras mucho cavilar se llega a la clave de su naturaleza, se puede, por fin, entenderla. Con una franqueza juvenil, extraña y sorprendente, Él mismo nos da la clave. ¡Son los celos! Imagino que esto los dejará sin aliento. Ustedes saben —por que yo se los he dicho en una carta anterior— que entre los seres humanos los celos están claramente considerados como un defecto; una de las marcas distintivas de todas las mentes pequeñas, y de la cual hasta la más pequeña se avergüenzan. Niegan, mintiendo, si les acusa de tal debilidad pues la acusación hiere como un insulto.
Los celos. No lo olviden, recuérdenlo. Son la clave. Con esta clave llegamos, con el tiempo, a comprender a Dios; sin ella nadie puede entenderlo. Como he dicho, Él mismo exhibe esta clave de modo que todos puedan conocerla. Cándida, sinceramente, dice con el mayor desembarazo: “Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso”.
Es sólo otra forma de decir: “Yo, el Señor, tu Dios soy un pequeño Dios, un Dios, preocupado por las cosas pequeñas”.
Él advertía. No podía soportar la idea de que ningún otro Dios recibiera una parte del homenaje dominical de esta cómica e insignificante raza humana. Lo quería todo para Sí. Lo valoraba. Para Él representaba riqueza; exactamente como las monedas de lata para los zulúes.
Pero esperen, no soy justo; no lo presento como es, el prejuicio me ha llevado a decir lo que no es cierto. No dijo que quisiera el total de adulaciones; no dijo que no estuviera dispuesto a compartirlas con los otros dioses; lo que dijo fue: “No pondrás a otro Dios antes de mí”.
Es algo muy distinto, y lo coloca en una mejor posición, lo confieso. Había una abundancia de dioses. Los bosques, según dicen, estaban llenos de ellos, y todo lo que Él pedía era ser considerado en el mismo rango que los demás, no por encima de ellos, pero tampoco por debajo. Estaba dispuesto a que ellos fertilizaran a las vírgenes terrenales, pero no a concederles mejores términos que los que pudiera reservarse para Sí mismo. Quería ser considerado un igual. Sobre esto insistió en el más claro de los lenguajes; no permitiría otros dioses antes que Él. Podían marchar hombro con hombro, pero ninguno de ellos podría encabezar la procesión, ni reclamar para sí el derecho de hacerlo.
¿Creen que pudo mantenerse en esa recta y honorable posición? No. Podía aferrarse a una mala determinación para siempre, pero no podía mantener una buena ni por el plazo de un mes. Gradualmente descartó esta y, con frialdad, reclamó ser el único Dios del universo.
Como decía, los celos son la clave; están presentes a través de toda Su historia en lugar prominente. Son la sangre y los huesos de Su naturaleza, la base de su carácter. ¡Una insignificancia puede destruir Su compostura y desordenar Su juicio si despierta Sus celos! Y nada excita esta característica Suya tan rápida y seguramente y en forma tan exagerada como la sospecha de que se avecina la competencia. El temor de que si Adán y Eva comían del Árbol de la Sabiduría llegarían a ser “como dioses” Lo puso tan celoso que Su razón se vio afectada, y no pudo tratar a esos pobres seres con justicia o caridad, ni siquiera refrenarse de tratar a su inocente posteridad en forma cruel y criminal.
Hasta el presente Su razón no ha conseguido sobreponerse a esa sacudida; desde entonces Lo posee una loca sed de venganza, y Su ingenio natural ha llegado casi a la extenuación intentando inventar dolores, miserias, humillaciones y sufrimientos que amarguen la breve vida de los descendientes de Adán. ¡Consideren los males que ha ideado para ellos! Son múltiples; no hay libro que pueda nombrarlos todos. Y cada uno es una trampa colocada para una víctima inocente.
El ser humano es una máquina. Una máquina automática. Está compuesta por miles de mecanismos delicados y complejos, que desempeñan sus funciones con armonía y perfección, de acuerdo con leyes pensadas para su gobierno, y sobre las cuales el hombre no tiene poder, ni autoridad, ni control. Para cada uno de esos miles de mecanismos el Creador ha planeado un enemigo cuya función es acosarlo, atormentarlo, perseguirlo, dañarlo, afligirlo con dolores y miserias, hasta la destrucción final. Nada se ha pasado por alto.
Desde la cuna a la tumba estos enemigos están alertas; no conocen descanso, de noche ni de día. Constituyen un ejército, un ejército organizado, capaz de sitiar y atacar; un ejército que está alerta, vigilante, ansioso, inmisericorde; un ejército que no cede, que nunca da tregua.
Se desplaza en escuadrones, en compañías, en batallones, en regimientos, en brigadas, en divisiones, en cuerpos de ejército; en ocasiones reúne sus fuerzas y marcha ferozmente contra la humanidad. Es el gran ejército del Creador, y Él es su Comandante en Jefe. En su frente, Sus tristes banderas sacuden sus consignas cara al sol: Desastre, Enfermedad y el resto.
¡La enfermedad! ¡Esta es la fuerza principal, industriosa, devastadora! Ataca al niño en el momento de nacer; le manda un mal tras otro: croup, sarampión, paperas, trastornos intestinales, dolores de la dentición, escarlatina y otras especialidades infantiles. Sigue al niño hasta que se convierte en joven y le manda especialidades para esa época de la vida. Y sigue al joven hasta la edad adulta y al anciano hasta la tumba.
Enfrentados ante estos hechos, ¿quieren tratar de descubrir cuál es el principal apodo cariñoso de este feroz Comandante en Jefe? Les ahorraré el trabajo, pero no se rían. Es el Padre Nuestro que Estás en el Cielo.
Es curiosa la forma en que trabaja la mente humana. El cristiano parte de esta premisa, definida, radical e inflexible: Dios es omnisciente y todopoderoso.
Siendo éste el caso, nada puede suceder sin que Él lo sepa de antemano; nada puede acontecer sin Su permiso; nada puede suceder si Él desea evitarlo.
Es evidente, ¿verdad? Torna al Creador responsable de todo lo que pasa, ¿no es así?
El cristianismo lo acepta en la oración recordada más arriba. Lo acepta con sentimiento, con entusiasmo.
Después de haber hecho responsable al Creador de todos los dolores, enfermedades y sufrimientos antes enumerados, y que Él podría haber evitado, ¡el inteligente cristiano lo llama mansamente Padre Nuestro!
Es como les digo. ¡Dota al Creador con todos los datos necesarios para crear un ser maligno, y luego llega a la conclusión de que tal Ser y su Padre son la misma cosa! Sin embargo, niega que un loco malvado y el director de la escuela dominical sean, en esencia, lo mismo. ¿Qué les parece la mente humana? Quiero decir, en caso de que les parezca, que existe la mente humana.
Noé y su familia se salvaron, si puede considerarse una ventaja, —pongo el si por la sencilla razón de que nunca existió una persona inteligente que hubiese alcanzado los sesenta años que consintiera en vivir su vida de nuevo. Ni la suya ni ninguna otra—. La Familia se salvó, sí, pero no estaban cómodos, porque estaban plagados de microbios.
Cubiertos hasta los ojos; habían engordado con ellos hasta la obesidad, estirados como globos. Eran condiciones desagradables, pero no podían evitarse, porque había que salvar microbios suficientes para proveer a las futuras razas de hombres de enfermedades desoladoras, y sólo había ocho personas a bordo que pudieran servirles de hoteles. Los microbios eran la parte más importante de la carga del Arca, y la parte por la cual el Creador estaba más preocupado, que más quería. Tenían que tener buen alimento y estar bien instalados. Había gérmenes de tifoidea, de cólera, de hidrofobia, y tétanos, gérmenes de tuberculosis, y de fiebre bubónica, cientos de seres especialmente preciosos, cuál aristócratas portadores dorados del amor de Dios por los hombres, benditos regalos de un Padre amante de sus hijos, y todos ellos tenían que estar suntuosamente alojados y atendidos. Residían en los lugares más selectos que el interior de la Familia podía ofrecer: en los pulmones, en el corazón, en el cerebro, en los riñones, en la sangre, en las entrañas. En las entrañas particularmente. El intestino grueso fue el alojamiento favorito. Allí se reunían en billones incontables, trabajaban y se alimentaban, se retorcían y cantaban himnos de alabanza y agradecimiento. En el silencio de la noche, se podía oír el murmullo. El intestino grueso fue, en realidad, su Cielo. Lo rellenaron, lo pusieron tan rígido como un caño. Se enorgullecía de ello. Su himno habitual hacía grata referencia a ello: