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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Cazadores de Dune (3 page)

BOOK: Cazadores de Dune
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Su mente siguió divagando, y las facciones de Murbella cambiaron. Como una imagen de fondo grabada en su retina, otra mujer había empezado a cobrar forma, y Duncan se sobresaltó. Aquella era una presencia externa, una mente inconmensurablemente superior a la suya, y le buscaba a él, envolviendo con delicadas hebras el
Ítaca
.

Duncan Idaho,
llamó una voz, tranquilizadora y femenina.

Duncan sintió una avalancha de emociones, y tuvo una aguda conciencia del peligro. ¿Por qué no había detectado su llegada su sistema de vigilancia mentat? Su mente compartimentalizada pasó a modo supervivencia y Duncan saltó sobre los controles de los motores Holtzman, con la intención de arrojar la no-nave a lo desconocido, sin una guía.

La voz trató de disuadirlo.
Duncan Idaho, no huyas. No soy tu enemigo.

El anciano y la anciana le habían dicho frases similares. Aunque no tenía idea de quiénes eran, Duncan comprendía que ellos eran el verdadero peligro. Pero aquella nueva presencia femenina, aquel vasto intelecto, había accedido a él desde el exterior del universo extraño y no identificado donde la no-nave vagaba en aquellos momentos. Duncan trató de zafarse, pero no podía huir de la voz.

Soy el Oráculo del Tiempo.

En varias de sus vidas, Duncan había oído hablar del Oráculo, la fuerza rectora de la Cofradía Espacial. El Oráculo del Tiempo, benevolente, que todo lo ve, una presencia benefactora de la que se decía que había velado por la Cofradía desde su formación hacía quince mil años. Duncan siempre lo había considerado una extraña manifestación de religiosidad entre los navegadores hiperagudos.

—El Oráculo es un mito. —Sus dedos estaban suspendidos sobre los mandos táctiles del panel de mando.

Soy muchas cosas.
A Duncan le sorprendió que la voz no negara su acusación.
Muchos son los que te buscan. Y aquí te hallarán.

—Confío en mis propias capacidades. —Duncan activó los motores que plegaban el espacio. Desde su punto de vista externo, esperaba que el Oráculo no se diera cuenta de lo que hacía. Se llevaría la no-nave a algún otro lugar, huiría de nuevo. ¿Cuántas fuerzas diferentes les perseguían?

El futuro exige tu presencia. Tienes un papel que desempeñar en Kralizec.

Kralizec… la batalla del tifón… la batalla del fin del universo predicha tiempo ha y que cambiaría para siempre la forma del futuro.

—Otro mito —dijo Duncan, mientras activaba la señal para el salto sin avisar al resto del pasaje. No podía arriesgarse a que se quedaran allí. La no-nave dio una sacudida y se lanzó una vez más a lo desconocido.

Duncan oía la voz femenina cada vez más apagada. La nave había huido de sus garras, pero el Oráculo no parecía preocupado.
Ven,
dijo la voz distante.
Yo te guiaré.
La voz invasora se desvaneció, se deshizo como jirones de algodón.

El
Ítaca
surcó el espacio plegado y, tras un instante interminablemente breve, salió.

A su alrededor Duncan veía brillar las estrellas. Estrellas reales. Estudió los sensores, comprobó la parrilla de navegación y vio las chispas de soles y nebulosas. Un espacio normal. Sin necesidad de nuevas comprobaciones, supo que habían vuelto a su universo. Y no sabía si alegrarse o llorar de desesperación.

Duncan ya no intuía al Oráculo del Tiempo, ni detectaba la presencia de ninguno de sus posibles perseguidores —el misterioso Enemigo y la Hermandad unificada—, aunque debían de estar ahí fuera. No se habrían rendido, ni siquiera después de tres años.

La no-nave siguió huyendo.

3

Un líder fuerte y altruista, incluso cuando su cargo depende del apoyo de las masas, debe guiarse siempre por los dictados de su corazón y no permitir que la opinión popular influya en sus decisiones. Solo a través del valor y la fuerza de carácter es posible dejar un legado verdaderamente memorable.

P
RINCESA
I
RULAN
, de
Dichos escogidos de Muad’Dib

Como una emperatriz dragón contemplando a sus súbditos, Murbella estaba sentada en un elevado trono en la inmensa sala de recepción de Central. El sol de primera hora de la mañana se colaba por las vidrieras, salpicando la cámara de colores.

Casa Capitular era escenario de una peculiar guerra civil. Las Reverendas Madres y las Honoradas Matres se unieron con tanta armonía como dos naves espaciales al chocar. Murbella —siguiendo el plan de Odrade— no les dejó otra opción. Ahora Casa Capitular era el hogar de los dos grupos.

Ambas facciones odiaban a Murbella por los cambios que había impuesto, y ninguna tenía la suficiente fuerza para desafiarla. A través de su unión, las filosofías y las sociedades encontradas de las unas y las otras se fusionaron como espantosos hermanos siameses. A muchas la sola idea las aterraba. La posibilidad de que el odio visceral que sentían volviera a despertar estaba siempre ahí, y aquella alianza forzosa rozaba siempre el fracaso.

En la Hermandad no todas habían aceptado aquella apuesta de buena gana. «Sobrevivir a costa de destruirnos a nosotras mismas no es sobrevivir», había dicho Sheeana antes de que ella y Duncan huyeran en la no-nave. Una auténtica declaración de intenciones.
¡Duncan!
¿Es posible que la madre superiora Odrade no hubiera adivinado lo que Sheeana pretendía?

Por supuesto que lo sabía,
dijo la voz de Odrade desde las Otras Memorias.
Sheeana me lo ocultó durante mucho tiempo, pero al final lo supe.

—¿Y no me advertiste? —Con frecuencia Murbella discutía en voz alta con la voz de su predecesora, una de las muchas voces interiores ancestrales a las que podía acceder desde que se había convertido en Reverenda Madre.

Decidí no advertirte. Sheeana tomó su decisión por sus propios motivos.

—Y ahora las dos tenemos que pagar las consecuencias.

Desde su trono, Murbella vio que dos guardas llevaban a su presencia a una prisionera. Otro problema de disciplina que debía solucionar. Otro castigo ejemplar. Aunque semejantes demostraciones horrorizaban a las Bene Gesserit, las Honoradas Matres las apreciaban.

Aquel caso era más importante que la mayoría, así que se ocuparía personalmente. Se acomodó la túnica negra y dorada sobre el regazo. A diferencia de las Bene Gesserit, que entendían muy bien cuál era su lugar y no necesitaban ostentosos símbolos que indicaran su rango, las Honoradas Matres exigían llamativos signos de estatus, como extravagantes tronos o sillas-perro, capas ornamentadas de vivos colores. Por tanto, la autoproclamada madre comandante tuvo que ocupar un trono imponente con soopiedras y gemas de fuego incrustadas.

Suficiente para comprar alguno de los planetas más importantes,
pensó,
si hubiera alguno que me interesara.

Murbella había acabado por detestar los ropajes del mando, pero comprendía que era algo necesario. Mujeres ataviadas con el atuendo de sus respectivos órdenes la atendían de manera continuada, atentas a cualquier signo de debilidad. Aunque recibían las enseñanzas de la Hermandad, las Honoradas Matres se aferraban a sus vestiduras tradicionales, capas y fulares con dibujos de serpientes y mallas ceñidas que cubrían todo el cuerpo. En contraste, las Bene Gesserit evitaban los colores llamativos y se cubrían con túnicas negras y amplias. Esta disparidad era tan clara como la que pueda haber entre un pavo real y los discretos reyezuelos matühi.

La prisionera, una Honorada Matre llamada Annine, tenía el pelo corto y rubio y vestía unas mallas amarillo canario con una extravagante capa de muaré de zafiro de plazseda.

Unas ataduras electrónicas mantenían sus brazos cruzados contra el torso, como si llevara una camisa de fuerza invisible. Una mordaza le cubría la boca. Annine se debatía inútilmente contra las ataduras y sus intentos por hablar acababan convertidos en gruñidos ininteligibles.

Los guardas colocaron a la rebelde al pie de la escalinata que subía hasta el trono. Murbella miró aquellos ojos salvajes que la miraban con gesto desafiante.

—No me interesa nada de lo que quieras decirme, Annine. Has hablado demasiado.

Aquella mujer había criticado el liderazgo de la madre comandante con demasiada frecuencia, había convocado sus propias reuniones y había hablado en contra de la unificación de Honoradas Matres y Bene Gesserit. Algunas de sus seguidoras habían llegado incluso a abandonar la ciudad principal y habían establecido una base en los territorios deshabitados del norte. Murbella no podía permitir que un acto de provocación semejante quedara impune.

La forma en que Annine había manifestado su insatisfacción —­avergonzando a Murbella y desvalorizando su autoridad y prestigio protegida tras el cobarde velo del anonimato— era imperdonable. La madre comandante conocía muy bien a las que eran como ella. Ninguna negociación, ningún compromiso, ninguna llamada al entendimiento la haría cambiar de opinión. Eran mujeres que se definían a través de la oposición.

Un derroche de material humano en bruto.
Murbella miró con expresión de desagrado. Si al menos Annine hubiera concentrado su ira contra un Enemigo real…

Mujeres de ambas facciones observaban la escena desde los lados de la gran sala. Ambos grupos parecían reacios a mezclarse y permanecían separados: «rameras» a un lado y «brujas» al otro.

Como aceite y agua.

En los años transcurridos desde que había forzado la unificación, Murbella había pasado por numerosas situaciones que podían haber desembocado en su asesinato, pero ella evitaba cada trampa, adaptándose, administrando duros castigos.

Su autoridad sobre aquellas mujeres era totalmente legítima: ella era a la vez Reverenda Madre Superiora, escogida por Odrade, y Gran Honorada Matre en virtud del asesinato de su predecesora. Había escogido el título de madre comandante como símbolo de la integración de los dos rangos y, conforme pasaba el tiempo, se dio cuenta de que todas las mujeres se habían vuelto muy protectoras con ella. Por muy despacio que fueran, las lecciones de Murbella estaban teniendo el efecto deseado.

Tras la batalla de Conexión, la única forma de que la Hermandad atrincherada sobreviviera a la violencia de las Honoradas Matres fue dejar que creyeran que habían ganado. Y, antes de que se dieran cuenta, en un giro filosófico, las captoras se convirtieron en las cautivas. El saber de las Bene Gesserit, su entrenamiento y sus astucias absorbieron las rígidas creencias de sus competidoras. En la mayoría de los casos.

Con una señal de la mano, la madre comandante hizo que los guardas apretaran las sujeciones de Annine. El rostro de la mujer se crispó de dolor.

Murbella bajó los escalones pulidos, sin apartar la mirada de la cautiva. Al llegar abajo, miró con ira a la otra mujer, más bajita. Y le complació ver que sus ojos se llenaban de miedo.

Las Honoradas Matres rara vez se molestaban en ocultar sus emociones, y en general preferían explotarlas. Consideraban que una expresión fiera y provocativa, una clara indicación de ira y peligro, predisponía a las víctimas a la sumisión. En contraste, las Reverendas Madres veían las emociones como una debilidad y las controlaban con rigidez.

—A lo largo de los años he encontrado a muchas que me desafiaban y las he matado a todas —dijo Murbella—. Me he enfrentado a Honoradas Matres que no reconocían mi mandato. Me enfrenté a las Bene Gesserit que se negaban a aceptar lo que hago. ¿Cuánta sangre y tiempo más tendré que malgastar en esta estupidez cuando tenemos un Enemigo real que nos acosa?

Sin soltar las ataduras o aflojarle la mordaza a Annine, Murbella se sacó una reluciente daga de la cintura y se la clavó en la garganta. Nada de ceremonias ni dignidad… ¿para qué perder el tiempo?

Los guardas sujetaron a la prisionera mientras se sacudía y barboteaba; luego se desplomó, con los ojos vidriosos y muertos. Annine ni siquiera manchó el suelo.

—Lleváosla. —Murbella limpió la daga contra la capa de plazseda de la víctima y volvió a su trono—. Tengo asuntos más importantes de los que ocuparme.

En la galaxia, las Honoradas Matres implacables e indómitas —­que seguían superando ampliamente en número a las Bene Gesserit— operaban en células independientes, en grupos discretos. Muchas de ellas se negaban a reconocer la autoridad de la madre comandante y continuaban con su plan original de acuchillar y quemar, destruir y huir. Antes de enfrentarse al verdadero Enemigo, Murbella tendría que hacerlas entrar en cintura. A todas.

Intuyendo que Odrade estaba de nuevo allí, en el silencio de su mente Murbella le dijo a su mentora muerta:

Me gustaría que estas cosas no fueran necesarias.

Tus métodos son más brutales de lo que desearía, pero te enfrentas a graves desafíos, muy distintos a los que yo tuve que afrontar. Te confié la tarea de procurar la supervivencia de la Hermandad. Ahora es tu responsabilidad.

Tú estás muerta, relegada al papel de observadora.
Su Odrade interior rió.
Es un papel mucho menos estresante.

Durante este intercambio interior, Murbella mantuvo una expresión plácida en el rostro, puesto que sabía que muchas la observaban en la sala de recepción.

Desde detrás del ornamentado trono, la ajada y gordísima Bellonda se inclinó hacia delante.

—El carguero de la Cofradía ha llegado. Estamos escoltando a su delegación de seis personas hasta aquí con la debida celeridad. —Bell había sido acicate y compañera de Odrade. Siempre habían estado en desacuerdo en muchas cosas, sobre todo en relación con el proyecto de Duncan Idaho.

—He decidido hacerles esperar. No hay necesidad de dejar que piensen que estamos impacientes por verles. —Sabía muy bien lo que la Cofradía quería. Especia. Siempre especia.

Los pliegues de la papada de Bellonda se unieron cuando asintió.

—Ciertamente. Podemos encontrar una infinidad de formalismos si lo deseáis. Que la Cofradía pruebe un poco de su propia burocracia.

4

Cuenta la leyenda que una perla de la conciencia de Leto II permanece en el interior de cada uno de los gusanos de arena que surgieron de su cuerpo dividido. El Dios Emperador mismo dijo que a partir de entonces moraría en un sueño eterno. Pero ¿y si despierta? Cuando el Tirano vea lo que nos hemos hecho a nosotros mismos, ¿se reirá de nosotros?

S
ACERDOTISA
A
RDATH
, el culto a Sheeana en el planeta Dan

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