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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

¡Cómo Molo! (6 page)

BOOK: ¡Cómo Molo!
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—¡Y ahora lo mismo, pero en el agua!

Todos los chicos se tiraron sin dudarlo dos veces. Yo lo dudé dos y tres y cuatro veces. Yo no me tiré. Sólo de pensar que debajo de mí había tres metros de agua me daba un síncope. Mi madre y la Luisa me miraban con ojos de ansiedad. La mirada de la Luisa me decía:

«Piensa en Arquímedes.»

La mirada de mi madre me decía:

«Hijo mío, ¿por qué te tienes que distinguir siempre del resto de la humanidad?»

Supermúsculo miró muy para abajo, muy para abajo (es que me estaba mirando a mí) y dijo extrañado:

—García Moreno, ¿a qué esperas?

García Moreno, o sea yo, se tiró por la presión mental a la que le estaban sometiendo. Y García Moreno notó su propio cuerpo que caía —¡cataplof!— al fluido y que, por más que se empeñara Arquímedes, el cuerpo de García Moreno no salía a flote sino que bajaba y bajaba y bajaba.

García Moreno sólo recuerda que lloró cuando por fin pudo respirar al borde de la piscina. Su madre, bueno, mi madre me abrazaba. Tenía todo el vestido mojado. Era ella la que se había tirado a salvarme de aquella muerte tan pública, a ojos de muchas personas Y eso que mi madre también es de las que no se separan de la escalerilla, pero tiene madera de héroe.

El socorrista dijo que había sido contraproducente que mi madre y la Luisa estuvieran en la primera clase y que no debían tenerme tan mimadito y que nunca me haría un hombre. Deseé con todas mis fuerzas que algún día a aquella bestia humana le fallara también el famoso principio. Aquel superbíceps no tenía sentimientos, eso es lo que le soltó la Luisa en su propia cara:

—Recemos para que el chiquillo no se haga nunca un hombre como usted.

La Luisa se había puesto de mi parte. Y lo sentía por el monitor, porque por muy fuerte que sea un monitor, una pelea con la Luisa desemboca en una muerte segura. En la muerte del monitor, se entiende.

Con un hilo de voz yo pedí mis gafas. Si en unos momentos tan difíciles como ésos, en los que casi acabas de perder la vida, eres miope y encima te encuentras sin gafas, el mundo mundial se hace insoportable. Cuando te has encontrado a un paso de la muerte como yo me encontré, recapacitas mucho sobre tu última voluntad: Quiero que quede bien claro que muera en las terribles circunstancias que muera quiero que me pongan mis gafas.

No quiero ni pensar que me pueda encontrar en el otro mundo habiéndome dejado las gafas en la vida terrenal. No se conoce ningún caso en que un muerto haya vuelto a su casa porque se le habían olvidado las gafas. No soy el único de mi familia que tiene ese tipo de manías: mi abuelo, por ejemplo, nos repite una y otra vez que no se nos ocurra enterrarle sin su flamante dentadura.

Cuando llegué a casa, la Luisa y mi madre me tranquilizaron, me cuidaron mucho. No parecía importarles que nunca me hiciera un hombre y no parecía importarles que fuera toda mi vida un niño sin estilo al nadar. Seguiría con mi estilo de siempre: el estilo perro al lado de la escalerilla. Dijeron que nunca habían visto a un cuerpo hundirse en un fluido con tanta pesadez.

Por la tarde Yihad le tuvo que buscar la clásica explicación asquerosa a lo que me había pasado. Dijo que yo me hundía en el agua porque era un plomo. Ja, ja. Qué gracioso.

Según mi padre, el principio de Arquímedes no funciona en la piel de los García Moreno. García Moreno que se tira al agua. García Moreno que desaparece. Lo cierto es que se ha corrido la voz de este extraño suceso y, en estos momentos, científicos de todo el mundo se dirigen a Carabanchel (Alto) para conocer en persona a ese niño singular que tiró por tierra un principio tan antiguo. Ese niño singular, que no te enteras, es Manolito Gafotas: yo.

«Que me quiten lo bailao»

Si a mi abuelo le hicieran una operación bestial de cirugía estética que le dejara la cara estirada y suave como el culito del Imbécil, yo lo seguiría reconociendo entre una fila de miles de habitantes de este Planeta, porque por mucho que quisiera esconderse, hay una prueba crucial que le delataría en el último momento, mucho más que una cicatriz o que una verruga secreta (que las tiene):

Tú pones una cinta de casete de pasodobles variados, te colocas delante de la fila multitudinaria y esperas con emoción los resultados. Siempre habrá un tío que se saldrá de la formación bailando, con una sonrisilla delatora en los labios y con las manos como si estuviera cogiendo a una chica invisible y superpotente. Ese tío será, sin lugar a dudas, Nicolás Moreno: mi abuelo. Él lo sabe y lo confiesa públicamente:

—Yo oigo un pasodoble y se me van los pies.

Allí donde hay una orquesta, ahí está mi abuelo. Algunos domingos por la mañana se baja a la calle misteriosamente con el Imbécil. No cuenta dónde va. Mi madre, que debe de ser pariente lejana de James Bond, dice:

—Ya va tu abuelo a buscar a los de la cabra.

Los de la cabra son unos que van los días de fiesta al parque del Ahorcado con un órgano portátil y una cabra a tocar pasodobles. Mi madre y yo nos asomamos a la ventana y vemos a mi abuelo, con el Imbécil en brazos, bailando lo que les echen. Mi madre dice:

—Hay que ver este hombre, que parece tonto.

Y mi padre la riñe:

—Quieres dejarlo vivir en paz, que baile todo lo que quiera.

Una vez mi madre, que no se corta, sacó medio cuerpo por la ventana, que hasta se le quedaban las patas en alto, y empezó a gritar:

—¡Papá, por Dios, que no tienes vergüenza ninguna!

—Tú sí que no tienes vergüenza, Cata, te están oyendo todos los vecinos.

—Pues que me oigan, me da igual: ¡Papáaaaaa!

Pero mi abuelo estaba tan emocionado con su pasodoble que no la oía. Solamente el Imbécil se coscaba de que los estábamos mirando desde arriba y a cada vuelta nos saludaba con el chupete en alto. Mi madre volvió a gritar, pero nada. Yo estaba viendo que a cada esfuerzo que hacía chillando, las piernas se le separaban más del suelo, pero como a ella no le gusta que le llames la atención por nada cuando está en plena acción, yo me callé para no meter la pata. Por callarme, estuve a punto de perder a una madre. De repente, pegó un grito estremecedor y mi padre se tiró como loco del sofá y la agarró por los tobillos. Mi madre se sentó en el suelo y se puso a llorar del susto.

—Catalina, otro número como éste y tú te caes por la ventana y yo me muero de un infarto.

Qué panorama; perder los padres al mismo tiempo y ante tus propios ojos. Luego dicen que si tengo pesadillas y que si estoy atacado de los nervios porque veo la televisión. En mi casa, la realidad supera cualquier programa de sucesos sangrientos.

Podrías pensar que después de este terrible incidente, mi madre escarmentó y no volvió a gritarle a mi abuelo por la ventana. Te equivocas. Sigue gritándole, pero ahora toma sus precauciones. Le dice a mi padre:

—Manolo, sujétame de la falda mientras grito.

Y mi padre y yo la sujetamos de la falda mientras grita.

—Qué quieres, Manolito, prefiero que haga el ridículo a que se nos mate.

Yo también lo prefiero, la verdad.

Mi padre es partidario de dejar vivir a las personas, y mi madre, de no dejar vivir a nadie. Además se avergüenza de que a mi abuelo le hayan empezado a llamar «El Travolta de Carabanchel». No quiere ser hija de Travolta. Yo, sin embargo, estoy cantidad de orgulloso. Mola. Como ves, en el hogar de los García Moreno siempre reina la discordia.

Te he puesto en antecedentes para que no te extrañe que el día de San Pedro, el día grande de las fiestas de Carabanchel Alto, mi abuelo, yo y el Imbécil estuviéramos sentados en el parque del Ahorcado, dos horas antes de que llegaran los músicos de la Gran Orquesta Paraíso, y todo porque a mi abuelo Nicolás le gusta ver el montaje del escenario. Y le gusta, sobre todo, ver cómo la cantante se mete al camión para cambiarse y sale transformada, con un traje de los que brillan al ritmo de la música.

Mi madre le había dicho a mi abuelo que a las once nos llevara a casa:

—¡A las once he dicho!

—¿Es que no te fías de tu padre, Catalina?

—¡No!

Ésa es mi madre: la verdad por delante aunque sea dolorosa.

De todas formas, no estábamos dispuestos a que nadie nos amargase las fiestas. Al fin y al cabo las fabulosas fiestas de San Pedro son sólo una vez al año. Los del bar el Tropezón habían montado un puesto al aire libre. Fuimos los primeros en ponernos en la barra. Mi abuelo dijo:

—Estos dos y yo queremos lo de siempre.

Estos dos éramos yo y el Imbécil, que tengo que explicarlo todo. Fueron las primeras coca-colas y el primer tinto de verano de la noche.

Cuando la Orquesta Paraíso empezó a tocar, mi abuelo ya nos había comprado por lo menos dos cocas más. A él no le gusta beber solo. Así que el Imbécil y yo habíamos reunido en nuestra barriga tantos gases que ya habíamos echado cinco partidas de nuestro célebre concurso de eructos. Me duele reconocer que el Imbécil en ese arte es el número uno. Siempre recuerdo uno de los consejos de mi abuelo:

—En la vida hay que saber perder. En eso los García Moreno somos expertos.

Los primeros que salimos a bailar de todo Carabanchel Alto fuimos mi abuelo, yo y el Imbécil. Yo en parte lo hacía por la cantante: es muy triste que nadie baile lo que tú cantas. Menos mal que a la tercera canción la gente se empezó a animar y yo pude volverme al puesto del Tropezón a seguir bebiendo coca-colas con el Orejones, que ya se había apalancado en la barra. De vez en cuando mi abuelo y el Imbécil abandonaban la pista para tomarse otra de lo de siempre. No sé cuántos viajes hicieron. Hay versiones que dicen que diez, otras que doce… Y eso que el Imbécil tiene prohibido terminantemente por mi madre y por su equipo de pediatras tomar coca-colas, porque se pone eléctrico y tenemos que atarlo a los barrotes de la cuna para que se quede tumbado y se duerma.

Oye, que esto que he dicho que lo atamos a los barrotes no es verdad. A ver si te lo crees, y nos denuncias en la comisaría más próxima.

Se puede decir que mi abuelo y el Imbécil fueron los reyes de la noche. El Orejones y yo los veíamos desde la barra: ahora bailaban una de los Beatles, ahora una rumba, luego
La española cuando besa
. El Imbécil unas veces saltaba y otras le pedía a quien fuera que le cogiera en brazos, y se lo iban pasando unos y otros y algunas veces lo lanzaban por los aires. Eso es lo que a él le gusta: ser la estrella. Pero por más que se empeñe, nadie puede hacer sombra al Travolta de Carabanchel cuando éste se encuentra en vena; y aquella noche, desde luego, Travolta estaba en vena.

Lo que pasó luego todavía se recuerda en esquinas y en los bares de Carabanchel (Alto). La cantante empezó a cantar
La chica yeyé
. Mi abuelo, que había hecho una visitita a la barra para cargar el depósito, como él dice, se fue acercando poco a poco a la pista. La gente le fue abriendo paso estremecida y ya nadie se atrevió a competir con aquel ser humano que bailaba inspirado por los dioses. Le hicieron corro y le daban palmas. Mi abuelo tiraba la boina para arriba y se retorcía como uno de esos contorsionistas chinos que salen en los circos de la tele. El Orejones me dijo:

—Tu abuelo molaría en un vídeo de Michael Jackson.

Era verdad; pero ¿cómo decírselo a Michael Jackson? Yo, ni tengo su dirección ni tengo su teléfono, y él por Carabanchel no suele venir.

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