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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

Contrato con Dios (14 page)

BOOK: Contrato con Dios
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—Debería haberlo supuesto. Están dispuestos a pagarme enormes sumas de dinero. Están dispuestos a insultar la memoria de mis chicos y chicas, diciendo que murieron en un jodido accidente en vez de asesinados por los enemigos de este país. A lo que no están dispuestos es a que se cierre el grifo de información, ¿verdad, agente? —dijo Orville—. Aunque sea exponiendo mi vida.

—Yo no sé nada de eso, señor. Mis órdenes son llevarle a Langley sano y salvo. Por favor, colabore.

Orville agachó la cabeza y suspiró.

—De acuerdo. Iré con usted. ¿Qué otra cosa podría hacer?

El agente sonrió, visiblemente aliviado, y apartó la linterna de Orville.

—No sabe cómo me alivia oír eso, señor. Hubiera detestado tener que llevarle esposado. Al fin y al cabo, usted…

Se dio cuenta un instante demasiado tarde. Orville cargaba contra él con todo su peso. A diferencia del agente, el joven californiano no había recibido un exhaustivo entrenamiento en lucha cuerpo a cuerpo. No dominaba las disciplinas de las artes marciales, ni conocía cinco maneras de matar con las manos. Lo más violento que Orville había hecho en su vida era jugar con la Playstation.

Pero poco se puede hacer contra 109 kilos de pura desesperación y furia que te estampan contra un escritorio caído. El agente cayó sobre la madera del mueble, partiéndola en dos. Intentó revolverse y echó mano del arma, pero Orville fue más rápido. Inclinándose sobre él, le atizó en la cara con su linterna. Los brazos del tipo se relajaron y se quedó muy quieto.

El joven se llevó las manos a la cabeza, muy asustado. Aquello estaba yendo demasiado lejos. Hacía apenas dos horas bajaba de su avión privado y era el dueño del mundo. Ahora golpeaba a un agente de la CIA hasta ¿matarlo?

Una rápida comprobación del pulso del agente en el cuello le dijo que no. Gracias al cielo por los pequeños favores.

Vale. Vale. Piensa. Salir de aquí. Refugio seguro. Y sobre todo, calma. Que no te cojan.

Con su corpachón, su cola de caballo y su camisa hawaiana no iría a ninguna parte. Se acercó a la ventana y trazó un plan. Unos bomberos bebían agua y hundían los dientes en gajos de naranja junto a la puerta. Aquello era lo que necesitaba. Salió por la puerta aparentando calma y se acercó al seto bajo la ventana. Los bomberos habían dejado sobre él sus chaquetones y cascos, que pesaban demasiado con aquel calor, y ahora bromeaban de espaldas a él. Rezando para que no lo vieran, Orville se apropió de un chaquetón y un casco y volvió sobre sus pasos, intentando entrar de nuevo en la oficina.

—¡Eh, amigo!

Orville se dio la vuelta, angustiado.

—¿Es a mí?

—Pues claro que es a usted —dijo uno de los bomberos, con cara de cabreo—. ¿Dónde se cree que va con mi chaquetón?

Contesta, hombre, contesta. Suéltales una bola. Una convincente.

—Verá, tenemos que investigar la sala del servidor y el agente piensa que toda precaución es poca…

—¿Y su madre no le enseñó a pedir las cosas antes de cogerlas?

—Lo siento de verdad. ¿Me lo presta?

El bombero se relajó y sonrió.

—Pues claro, hombre. Vamos a ver si es su talla —dijo el bombero, abriendo el chaquetón. Orville metió los brazos por las mangas. El bombero le abrochó y le colocó el casco. El joven arrugó la nariz al percibir la mezcla de sudor y hollín que flotaba dentro—. Le queda de maravilla, ¿eh, chicos?

—Parecería usted un auténtico bombero si no fuera por las sandalias, dijo otro de los bomberos señalando los pies de Orville. Todos celebraron esa ocurrencia con risas.

—Gracias, muchas gracias. Permítanme que les invite a una ronda de zumo para disculparme, ¿qué les parece?

Un coro de aplausos le dio a Orville el pie de salida. El joven recorrió los doscientos metros que le separaban de la barrera, donde dos docenas de curiosos y algunas —pocas— cámaras de televisión intentaban captar algo de la escena. Desde aquella distancia sólo parecía una aburrida explosión de gas, así que Orville sospechaba que se irían pronto. Dudaba que todo el asunto ocupase ni un minuto en los informativos. Ni media columna en el
Washington Post.
Pero ahora tenía un problema más urgente: salir de allí.

Todo irá bien mientras no te encuentres de cara con ningún otro agente de la CIA. Así que sonríe. Sonríe.

—Hola, Bill —dijo saludando con una inclinación de cabeza al policía que custodiaba la barrera, como si le conociera de toda la vida—. Voy a por zumos para los chicos.

—Soy Mac.

—Ah, sí claro, perdona. Te confundí con otro.

—¿Estás con la 54, verdad?

—No, con la 8. Soy Stewart —dijo Orville, señalando la etiqueta de velero con el nombre bordado en la pechera de su chaquetón, y rezando para que el poli no se fijase en sus pies.

—Vale, pasa —dijo el policía, levantando la barrera un poco para que Orville pudiera pasar—. Trae algo de comer si te acuerdas, ¿eh, compañero?

—¡Sin problema! —dijo Orville, dejando atrás los restos humeantes de su oficina para siempre y perdiéndose entre la nube de curiosos.

A
BORDO
DE
LA
B
EHEMOT

Muelles de Aqaba, Jordania

Miércoles, 12 de julio de 2006. 10.21

—No pienso hacerlo —dijo Andrea—. Es una locura.

Fowler meneó la cabeza y buscó con la mirada a Harel, en busca de ayuda. Era el tercer asalto en el intento de convencer a la periodista.

—Escuche, querida —dijo la doctora, agachándose junto a la periodista, que se había sentado en el suelo, apoyada en la pared, abrazándose las piernas con la mano izquierda y fumando compulsivamente con la derecha—. Como le dijo anoche el padre Fowler, su «accidente» es una prueba de que alguien se ha infiltrado en la expedición. El porqué atacarla a usted en concreto se me escapa…

—A usted se le escapa pero a mí me importa, y mucho —masculló Andrea entre dientes.

—… pero lo esencial es que tengamos al menos la misma información que tiene Russell. Y no van a compartirla con nosotros, eso seguro. Por eso necesitamos que eche un vistazo a esas carpetas.

—¿Y no puedo quitárselas a Russell?

—No, por dos motivos. Primero, que Russell y Kayn duermen en el mismo camarote, por lo que la vigilancia es absoluta. Y segundo, que aun consiguiendo entrar, es un camarote mucho más grande y Russell lo tendrá lleno de papeles. Se ha traído un montón de trabajo para poder seguir administrando desde aquí el imperio de Kayn.

—Ya, pero esa bestia… he visto cómo me mira. No quiero estar cerca de él.

—El señor Dekker conoce y cita de memoria toda la obra de Schopenhauer. Igual encuentran algo de qué hablar —dijo Fowler en uno de sus escasos y fallidos intentos de bromear.

—Padre, eso no ayuda nada —le reprendió Harel.

—¿De qué está hablando, Doc? —dijo Andrea.

—Dekker suele repetir citas de Schopenhauer cuando está nervioso. Es famoso por eso.

—Yo creí que sería famoso por comer alambre de espino para desayunar. ¿Se imaginan lo que hará si me pilla espiando en su camarote? Me largo de aquí.

—Andrea —dijo Harel, sujetándola por el brazo—. Que se fuera era el plan desde el principio. El padre Fowler y yo queríamos hablar con usted y convencerla de que abandonase la expedición al tocar puerto con algún pretexto, pero por desgracia ahora que se ha revelado el propósito de la expedición no se permitirán bajas voluntarias.

Vaya, vaya, encerrada con la exclusiva de mi vida. Una vida que espero que no sea muy corta.

—Está en esto quiera o no, señorita Otero —dijo Fowler—. Ni la doctora ni yo podemos acercarnos al camarote de Dekker. Nos marcan demasiado de cerca. Usted sí puede. Es un camarote pequeño y no tendrá demasiadas cosas. Seguro que las únicas carpetas que hay en el camarote son las del
briefing
de la misión. Serán de color negro con una zarpa de oso en la portada.

—¿Por qué negro?

—Dekker trabaja para una empresa de seguridad que provee de mercenarios bien entrenados llamada Blackwater.
[6]
No son muy creativos.

Andrea meditó unos instantes. Por mucho miedo que le diese Mogens Dekker, el hecho de que hubiese un asesino a bordo no se iba a esfumar mirando para otro lado, haciendo su reportaje y esperando lo mejor. Tenía que actuar dentro de lo posible, y formar equipo con Harel y el padre Fowler no era una solución tan mala.

Al menos mientras a mí me convenga, y siempre que no se interpongan entre el objetivo de mi cámara y el Arca.

—De acuerdo. Pero sólo espero que ese cromañón no me viole y descuartice, o volveré en forma de fantasma y les joderé a ustedes dos la vida.

Andrea caminó hasta el centro del pasillo 7. El plan era muy simple. Harel había localizado a Dekker cerca del puente de mando y le entretendría con preguntas acerca de vacunas para sus hombres. Fowler esperaría en la escalera entre el nivel uno y el dos de la superestructura, vigilando. El camarote del mercenario estaba en el nivel dos. Y la puerta estaba abierta.

Cabrón confiado,
pensó Andrea.

El sobrio habitáculo era casi idéntico al suyo. Una cama estrecha, de sábanas apretadas.

Como la de papá. Putos militares de mierda.

Un armario metálico, un pequeño aseo y un escritorio. Sobre este último había una pila de carpetas de color negro.

Bingo. Ha sido fácil.

Tendió la mano hacia ellas cuando una voz sedosa estuvo a punto de hacer que escupiera el corazón.

—Vaya, vaya. ¿A qué debo el honor?

A
BORDO
DE
LA
B
EHEMOT

Muelles de Aqaba, Jordania

Miércoles, 12 de julio de 2006. 11.32

Andrea hizo acopio de fuerzas para no gritar y girarse con una sonrisa en el rostro.

—Hola, señor Dekker. ¿O es comandante Dekker? Lo estaba buscando.

El mercenario era tan grande y estaba tan cerca que Andrea tuvo que alzar el rostro para no hablarle al cuello.

—Señor Dekker está bien. ¿Necesita algo… Andrea?

Una excusa, y muy buena,
pensó Andrea ensanchando aún más su sonrisa.

—He venido a pedirle disculpas por haber irrumpido en la popa ayer por la tarde mientras escoltaba al señor Kayn.

Dekker no dijo nada, se limitó a soltar un gruñido de asentimiento. El bruto cubría por completo la estrecha puerta del camarote. Tan de cerca, Andrea podía apreciar con más detalle del que le hubiera gustado la cicatriz morada que cubría su rostro, su pelo castaño, sus ojos azules, la barba de dos días y su olor a perfume.

No me lo puedo creer. Usa Armani. Y por litros, parece.

—Bueno, diga algo.

—Dígalo usted, Andrea. ¿O no ha venido a pedir disculpas?

En un documental de
National Geographic,
Andrea había visto una vez a una cobra mirando una cobaya. Aquella situación se le parecía mucho.

—Discúlpeme.

—No pasa nada. Por suerte su amigo Fowler salvó la situación. Aunque debería tener cuidado. Casi todas nuestras penas provienen de nuestras relaciones con otras personas.

Dekker dio un paso hacia delante. Andrea retrocedió.

—Eso es muy profundo. ¿Schopenhauer?

—Ah, es usted una conocedora de los clásicos. ¿O le dan clases particulares en el barco?

—Siempre he sido autodidacta.

—Bueno, el gran maestro dice: «Observa el rostro de la persona, porque dice mucho más de lo que dicen sus palabras». Y yo veo que usted tiene rostro de culpable.

Andrea miró de reojo las carpetas, lamentándose inmediatamente de haberlo hecho. Tenía que evitar que sospechase. Aunque ya era demasiado tarde.

—El gran maestro también dijo: «Cada hombre toma los límites de su propio campo de visión por los límites del mundo».

Dekker enseñó los dientes en una sonrisa complacida.

—Eso es muy cierto. Será mejor que se prepare, vamos a desembarcar en cuestión de una hora.

—Sí, claro. Con permiso —dijo Andrea, haciendo ademán de pasar.

Dekker no se movió al principio. Luego apartó un poco el muro de ladrillos que tenía por cuerpo, y la periodista pudo escurrirse por el hueco entre el escritorio y el mercenario.

Lo que sucedió después, Andrea siempre lo recordaría como una gran astucia por su parte, un truco genial para hacerse con la información en las mismas narices del sudafricano. Pero la realidad fue más prosaica.

Tropezó.

La pierna izquierda de la joven se enganchó con el pie izquierdo de Dekker, que no se movió ni un milímetro. Andrea sin embargo perdió el equilibrio y cayó hacia delante, apoyándose en el escritorio para no destrozarse la cara con el borde. Las carpetas desparramaron su contenido por el suelo.

Andrea miró atónita al suelo y luego a Dekker, que la miraba echando vapor por la nariz.

—Ups.

—… así que balbuceé una disculpa y me largué corriendo. Si hubieran visto la cara con la que me miró. No se me olvidará jamás.

—Siento que no hayamos sido capaces de retenerle —dijo el padre Fowler, meneando la cabeza. Debió de bajar por alguna trampilla de servicio desde el puente de mando.

Estaban los tres reunidos de nuevo en la enfermería, Andrea sentada en la cama y Fowler y Harel mirándola preocupados.

—Ni siquiera lo oí llegar. Me parece increíble que alguien de su tamaño pueda moverse con ese sigilo. Y todo el esfuerzo no ha valido para nada. Por cierto, muchas gracias por la frase de Schopenhauer, padre. Por un momento lo dejó sin palabras.

—De nada. Es un filósofo bastante aburrido. Me costó acordarme de alguna cita.

—¿Y usted, Andrea, recuerda algo de lo que vio cuando cayeron las carpetas al suelo? —intervino Harel.

Andrea cerró los ojos, intentando concentrarse.

—Había fotos del desierto, planos de algo que parecían casas… no lo sé, todo estaba revuelto y lleno de anotaciones por todas partes. La única carpeta que era diferente era una amarilla con un logo rojo.

—¿Cómo era el logo? —dijo la doctora.

—¿De qué serviría? —se quejó Andrea.

—Le sorprendería cuántas guerras se ganan por detalles sin importancia.

Andrea volvió a concentrarse. Tenía una memoria excelente, pero había podido mirar las hojas desperdigadas por el suelo tan sólo un par de segundos, y en estado de agitación. Se sujetó el puente de la nariz entre los dedos, cerró fuertemente los ojos e hizo toda clase de ruiditos raros que no sirvieron para nada. Justo cuando ya creía que no iba a acordarse, la imagen apareció en su cabeza.

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