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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

Crimen En Directo (12 page)

BOOK: Crimen En Directo
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—¿Llegó a agredirla físicamente?

—No —respondió Kerstin algo insegura. Una vez más, miró temerosa hacia la puerta de Sofie—. Aunque, claro, eso depende de qué entendamos por físicamente. Creo que nunca la golpeó, pero sí sé que le tiró del brazo en alguna ocasión y que le dio algún empujón y cosas así.

—Y ¿cómo lograron ponerse de acuerdo con respecto a Sofie?

—Sí, bueno, era uno de los temas sobre los que discutían sin cesar al principio. Marit se mudó conmigo enseguida y, aunque el tipo de relación que manteníamos no se conocía abiertamente, tenía sus sospechas. Y se mostraba totalmente en contra de que Sofie estuviera aquí. Intentaba sabotear el tiempo que pasaba con nosotras, venía a recogerla mucho antes de lo acordado y eso.

—Pero luego, la cosa se arregló, ¿no? —preguntó Martin.

—Sí, por suerte Marit no cedió un ápice en ese punto y, al final, Ola comprendió que no tenía nada que hacer. Lo amenazó con involucrar a las autoridades y entonces Ola terminó por rendirse. Pero nunca le gustó demasiado que Sofie viniese aquí.

—¿Y Marit le explicó alguna vez el tipo de relación que mantenían ustedes?

—No. —Kerstin meneó la cabeza con vehemencia—. ¡Era tan obstinada al respecto! Según decía, no le incumbía a nadie. Ni siquiera quería contárselo a Sofie. —Kerstin sonrió y meneó la cabeza, aunque más despacio, retardando el movimiento—. Pero Sofie es más lista de lo que creía Marit. Hoy mismo me ha contado que no se dejó engañar ni un segundo por nuestros intentos de escondernos. ¡Dios santo! Nos hemos pasado años cambiando las cosas de habitación e intentando besarnos discretamente en la cocina, como unas adolescentes.

Kerstin rompió a reír y Patrik se percató, admirado, de que su semblante parecía más dulce cuando reía. Luego volvió a adoptar una expresión grave.

—Pero, de todos modos, me cuesta creer que Ola tenga algo que ver con la muerte de Marit. Ya hacía tiempo que no discutían y... bueno, no sé. Sencillamente, no me parece verosímil.

—Y la persona que llamaba y les escribía, ¿no tiene ni idea de quién pudiera ser? ¿No habló ella de ningún cliente de la tienda que mostrase un comportamiento extraño o algo parecido?

Kerstin se esforzó por recordar durante unos minutos, pero terminó por negar despacio con la cabeza.

—No, la verdad es que no recuerdo a nadie. Quizá ustedes tengan más suerte —dijo señalando el montón de cartas.

—Sí, esperemos que así sea —asintió Patrik volviendo a guardar las cartas cuidadosamente en la bolsa. Él y Martin se levantaron—. Entonces, podemos llevarnos las cartas, ¿verdad?

—Sí, desde luego, no quiero volver a verlas nunca más.

Kerstin los acompañó hasta la puerta y les estrechó la mano al despedirse.

—¿Me avisarán cuando sepan algo definitivo sobre...? —Kerstin no terminó la pregunta. Patrik asintió.

—Sí, le prometo que la llamaré en cuanto sepamos algo más. Gracias por dedicarnos su tiempo en estos momentos tan... difíciles.

La mujer asintió sin más y cerró la puerta. Patrik miró la bolsa que llevaba en la mano.

—¿Qué te parece si enviamos hoy mismo un paquetito al laboratorio de criminalística? —le preguntó.

—Me parece una idea excelente —convino Martin, ya camino de la comisaría. Ahora, al menos, tenían por dónde empezar.

—Pues sí, tenemos grandes esperanzas en este proyecto. Empezáis a emitir el lunes, ¿no?

—Sí señor, entonces será el gran día —respondió Fredrik obsequiando a Erling con una amplia sonrisa.

Estaban en la gran sala del Consejo Municipal, en una pequeña sección con una mesa rodeada de sillones. Aquélla fue una de las primeras medidas de Erling, cambiar el aburrido mobiliario de las dependencias municipales por muebles de verdad, con clase y de calidad. No le había costado el menor trabajo colar aquella factura en la contabilidad. ¿Acaso no iban a poder comprar mobiliario de oficina?

La piel del sillón rechinó un poco cuando Fredrik cambió de postura, antes de continuar:

—Estamos muy satisfechos con las grabaciones que hemos hecho hasta ahora. Bueno, no puede decirse que haya mucha acción, pero es buen material para presentar a los participantes, para marcar el tono, vamos. Luego ya es cosa nuestra conseguir que surjan desavenencias, a ver si recibimos críticas como es debido. Creo que mañana por la tarde se celebra aquí una fiesta o algo así, puede ser un buen escenario en el que empezar. O mucho me equivoco, o los participantes animarán el ambiente de lo lindo.

—Sí, bueno, nosotros queremos que Tanum suene en los medios tanto como sonaron Amal y Töreboda. —Erling daba caladas a su cigarro sin dejar de observar al productor a través de la cortina de humo—. ¿Seguro que no quieres un habano? —le preguntó señalando con la cabeza el estuche que había sobre la mesa. El
humidor,
como él solía decir, con acento en la o. Aquello era importante, claro. Sólo los aficionados guardaban sus habanos en una caja cualquiera. Los verdaderos entendidos, en cambio, tenían humidores.

Fredrik Rehn meneó la cabeza.

—No, gracias, yo me limito a fumar palillos de veneno normales y corrientes —respondió sacando del bolsillo un paquete de Marlboro antes de encender un cigarrillo. El humo empezaba a adensarse en torno a la mesa.

—En fin, no necesito decir lo importante que es que tengamos verdadera difusión en las próximas semanas. —Erling dio otra calada—. Amal ocupó las primeras páginas como mínimo una vez a la semana durante el período de grabación del programa, y Tóreboda incluso mucho después. Espero que nosotros tengamos la misma cobertura, como mínimo —dijo utilizando el puro para subrayar sus palabras.

El productor no se dejó amedrentar. Estaba acostumbrado a tratar con jefes de programación seguros de sí mismos y no le asustaba uno venido a menos que se había convertido en obispillo de un pueblucho de nada.

—Habrá titulares, habrá titulares. Si la cosa no marcha, echaremos algo de leña al fuego y asunto concluido. Créeme, sabemos exactamente qué botones pulsar con esta gente. No son muy complicados que digamos —aseguró entre risas, que Erling coreó sin dudar. Fredrik continuó—: En realidad, la cuenta es muy sencilla. Juntamos a un grupo de jóvenes imbéciles y ansiosos de salir en televisión, añadimos un montón de alcohol y de cámaras siempre grabando a su alrededor. Duermen poco, comen mal y se hallan siempre bajo la presión que ejercemos nosotros y los televidentes para que hagan algo, para que se hagan notar. Si no lo consiguen, ya se pueden ir olvidando de darse paseos por los bares, de colarse para entrar en los clubes nocturnos, de verse rodeados de tías a todas horas o de que les paguen por posar desnudos. Créeme, están lo bastante motivados como para provocar titulares y generar buenos niveles de audiencia, y nosotros tenemos las herramientas adecuadas para ayudarles a canalizar esa energía.

—Bueno, parece que sabes lo que haces. —Erling se inclinó y golpeó el puro contra el borde del cenicero para hacer caer una larga columna de ceniza—. Aunque admito que no comprendo cuál es la gracia de estos programas. Jamás se me ocurriría verlo si no tuviera un interés tan particular justo en este programa. Los que se hacían antes, ésos sí eran programas de televisión. Aquello sí que era televisión de calidad.
Här är ditt liv, Gäster med gester, Gäst hos Hagge
... Ya no quedan presentadores como Lasse Holmqvist y Hagge Geigert.

Fredrik Rehn contuvo un impulso de hacer un gesto de desprecio. ¡Que los carcamales anduviesen siempre dando la murga con lo buenos que eran antes los programas de la televisión! Pero, si los sentaban delante de uno de esos espacios con el tal Hagge o como se llamara, no tardarían ni diez minutos en dormirse. Eran soporíferos. Sin embargo, sonrió a Erling como si estuviese completamente de acuerdo con él, pues le interesaba tenerlo de su lado.

—Se sobreentiende que aquí no queremos que nadie corra peligro ni lo pase mal —prosiguió Erling con el ceño fruncido. Un ceño que le había sido de gran utilidad durante sus años de jefazo. En efecto, después de no poco entrenamiento, había conseguido que pareciese auténtico.

—Desde luego que no —convino el productor, intentando parecer tan preocupado e interesado como Erling—. Estamos muy pendientes de cómo se encuentran los participantes e incluso hemos contratado los servicios de un profesional con el que podrán hablar mientras estén aquí.

—Y ¿a quién habéis recurrido? —preguntó Erling al tiempo que dejaba el habano, del que no quedaba ya más que una porción minúscula.

—Pues tuvimos la fortuna de dar con un psicólogo que se ha mudado a Tanum recientemente. A su mujer la han trasladado a la comisaría de aquí. Resulta que tiene una trayectoria profesional impecable, así que tuvimos suerte. Hablará con los participantes, tanto de forma individual como en grupo, un par de veces a la semana.

—Estupendo, estupendo —se congratuló Erling asintiendo—. Nos preocupa muchísimo que todos se encuentren bien —insistió con una sonrisa paternal.

—En ese punto, estamos totalmente de acuerdo —respondió el productor devolviéndole la sonrisa. Pero la suya no fue tan paternal.

Calle Stjernfelt miraba con repugnancia los restos de comida de los platos. Allí estaba, sin saber qué hacer, con la mascarilla en una mano y el plato en la otra.

—¡Joder, qué cosa más asquerosa! —exclamó sin apartar la vista de los restos de patata, salsa y carne, mezclados hasta formar un mejunje imposible de identificar—. Oye, Tina, ¿cuándo vamos a cambiar de puesto, eh? —le preguntó con frustración cuando la joven salió de la cocina y pasó ante él con dos platos de comida elegantemente servidos.

—Por mí, jamás —le soltó mientras empujaba la puerta con la cadera.

—¡Vaya mierda! ¡Esto es odioso! —rugió Calle arrojando el plato en el fregadero, cuando una voz que resonó a su espalda lo sobresaltó de pronto.

—Oye, si rompes algo te lo descontamos del sueldo. —Günther, el jefe de cocina del restaurante Gestgifveriet de Tanumshede lo miraba con encono.

—Si te has creído que estoy aquí por el salario, estás muy equivocado —le espetó Calle—. Para que lo sepas, en Estocolmo gasto yo más en una noche de lo que tú ganas al mes —añadió antes de, con gesto desafiante, soltar otro plato en el fregadero. El plato se quebró y Calle miró a Günther retándolo a actuar. Por un instante, pareció que el jefe de cocina iba a reprender al joven, pero echó una ojeada a las cámaras y, protestando entre dientes, se puso a remover las salsas que hervían en los fogones.

Calle sonrió con desprecio. Las cosas no cambiaban, aunque uno cambiase de lugar. Tanumshede o la plaza de Stureplan en Estocolmo, tanto daba.
Money talks.
Todos acudían donde estaba el dinero. Él había crecido en ese ambiente y había aprendido no sólo a vivir con el orden del mundo que implicaba tal premisa, sino también a apreciarlo. ¿Por qué no? A él sólo le reportaba ventajas. Y no tenía la culpa de haber nacido en un mundo en el que mandaba el dinero. La única vez que vio que esas reglas no funcionaron fue en la isla. Su solo recuerdo lo ponía de mal humor.

Calle abrigaba grandes expectativas cuando entró en
Robinson.
Estaba acostumbrado a ganar y, desde luego, eliminar a una pandilla de paletos imbéciles no supondría ningún problema.

Ya se sabía qué clase de gente participaba en ese programa. Desempleados, mozos de almacén y peluqueras. Para alguien como él sería pan comido dejarlos a todos fuera de juego. Pero la realidad resultó muy distinta y sorprendente. Sin la posibilidad de sacar la cartera, sin la posibilidad de brillar como un astro, comprendió que existían otros factores que podían ser decisivos. Cuando se acabó la comida, y la mugre y las pulgas tomaron el mando, no tardó en verse reducido a un cero a la izquierda, a un don nadie. Fue una experiencia verdaderamente dolorosa. Lo descalificaron sin darle la oportunidad de pasar a la votación. De repente, se vio obligado a enfrentarse al hecho de que no le gustaba a la gente. Tampoco es que fuese el chico más popular y apreciado de todo Estocolmo, pero al menos allí la gente lo trataba con respeto y admiración. Y claro que le doraban la píldora a conciencia para poder compartir con él los momentos en que corría el champán y había montones de tías entre las que elegir. En la isla, en cambio, ese mundo se le antojaba remoto y, al final, ganó un inútil de Smáland. Un carpintero de mierda a cuyos pies todos se rindieron porque lo encontraban tan genuino, tan sincero, tan del pueblo. Menudos imbéciles. Desde luego, la experiencia de la isla era un recuerdo que deseaba olvidar tan pronto como fuese posible.

Ahora, en cambio, todo sería muy distinto. Aquí se hallaba más en su elemento. Bueno, quizá no exactamente allí, delante del fregadero, pero en este programa tendría la oportunidad de demostrar que era alguien. Aquí sí eran importantes su dialecto del selecto barrio de Östermalm, el pelo peinado hacia atrás y la ropa de marca. Aquí no se vería obligado a andar de un lado para otro medio desnudo como un salvaje ni a confiar en un personaje de poca monta. Aquí podía dominar. Con gesto díscolo, cogió otro plato sucio de la pila y empezó a enjuagarlo. Hablaría con el jefe de producción para que lo cambiaran al puesto de Tina. Aquello no se correspondía en absoluto con su imagen.

Como una respuesta ambulante a su razonamiento, Tina volvió a aparecer por la puerta.

La joven se apoyó contra la pared, se quitó los zapatos y encendió un cigarrillo.

—¿Quieres uno? —le preguntó ofreciéndole el paquete.

—Sí, qué coño —respondió Calle apoyándose como ella.

—Se supone que aquí no podemos fumar, ¿no? —preguntó Tina expulsando el humo.

—Claro que no —respondió Calle antes de formar un anillo que rodeó la bocanada de Tina.

—¿Cómo crees que irá lo de esta noche? —le preguntó Tina.

—¿Te refieres a lo de la discoteca o lo que sea?

—Sí, exacto —se rió la joven—. Creo que no he estado en una «discoteca» desde que iba al instituto —aseguró mientras estiraba los dedos de los pies, que, tras un par de horas aprisionados en unos zapatos de tacón, sentía doloridos.

—Pues creo que será divertido. Aquí somos los reyes. La gente vendrá sólo para vernos. ¿Cómo no va a ser divertido?

—Ya, bueno, pensaba preguntarle a Fredrik si no puede conseguir que me dejen cantar.

Calle se echó a reír.

—¿Qué dices? No hablarás en serio, ¿verdad? —Tina lo miró dolida.

—¿Tú crees que yo hago esto por lo entretenido que es? Tengo que apostar fuerte. Llevo varios meses recibiendo clases de canto y, después de mi participación en el programa
El bar,
las discográficas se mostraron muy interesadas.

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