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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento

Cuentos y chascarrillos andaluces (7 page)

BOOK: Cuentos y chascarrillos andaluces
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»Estábamos entonces en Cádiz.

»Como mi madre había notado nuestra mutua inclinación y la desaprobaba porque no podía terminar bien, y porque soñaba para mí con mejor partido, nuestra despedida no pudo ser en su presencia todo lo expresiva y cariñosa que mi primo y yo deseábamos. Y aquí empiezan mis deslices y mi culpa: yo consentí, cediendo a los ruegos de él, en volver a verle aquella misma noche cuando mi madre estuviese dormida, y en hablarle, saliendo a un balcón del entresuelito en que vivíamos.

»Abrí en efecto el balcón a altas horas de la noche y cuando mi madre dormía profundamente. Mi primo estaba en la calle aguardando mi salida. La pálida luz de la luna iluminaba su hermosa cara. En la calle, poco concurrida de ordinario, no parecía nadie a aquellas horas. Considerando muy incómodo hablarnos desde lejos, él, que era ágil, apoyándose en una reja del cuarto bajo, se encaramó hasta el balcón, por más que yo le repugnaba y mostraba disgusto y miedo. Ya puesto él en la parte exterior del balcón, temimos que alguien pasase y le viese. Hubiera sido un escándalo. A fin de evitarle, mi primo, con la misma agilidad había desplegado para subir, saltó irreflexivamente por cima de la baranda y penetró en el cuarto, que era el mismo en que yo dormía. El terror que me inspiraba el paso que acabábamos de dar y la honda pena que él y yo sentíamos al pensar que íbamos a separarnos para siempre, nos movió, sin la menor malicia y premeditación de mi parte, a abrazarnos y acariciarnos con suave abandono. Y como yo vertía muchas lágrimas, él las secaba con sus labios sobre mis mejillas. Luego, no sé como, natural y sencillamente, se encontraron y se unieron nuestras bocas. Y por último, Padre, ¡qué vergüenza! aquello fue un delirio, un frenesí de amor, un deleite que me pareció como del cielo; una estrechísima unión de nuestros dos seres y una íntima fusión de nuestras dos almas, que duró hasta rayar la aurora. Mi primo tuvo entonces que irse. Nos hicimos mil juramentos de fidelidad. Yo, en el momento de partir él, aun le retenía y le apretaba entre mis brazos y me le comía a besos. Pero la separación fue inevitable. Mi primo salió para la Habana dos horas después de haber cometido juntos él y yo tan horrible, dulce y largo pecado. Espantosa fue mi desventura. Sin duda fue castigo del cielo. Mi desdichado primo, a los pocos días de llegar a la Habana, murió de la fiebre amarilla. No acierto a ponderar el inmenso dolor que se apoderó de mi alma. Mi único consuelo, lo confieso, era recordar que yo había sido suya; retraer al pensamiento embelesado todo el encanto, toda la enajenación, todo el éxtasis celestial que embargó mis potencias y mis sentidos cuando me entregué a él por entero, sin que quedase prenda mía que yo no le diese».

Suspiró la penitente, se humedecieron con lágrimas sus hermosos ojos y quedó en silencio.

El Padre Jacinto le rompió diciendo:

—Grave y mortal fue tu pecado, hija mía. Pero lo peor y más grave es que le hayas tenido oculto durante trece años sin confesarle hasta ahora.

—Pero Padre —dijo la dama—, si yo acudo lo menos veinte veces al año al tribunal de la penitencia y jamás he dejado de confesar en él este pecado mío.

El Padre echó sus cuentas y dijo:

—Hace trece años; veinte por trece doscientos sesenta; pues hija, lo has confesado y te han absuelto doscientas sesenta veces.

—Pues yo creo, Padre —replicó ella—, que si me dura la vida, pasarán las veces de dos mil, porque el recuerdo de mi pecado me enamora y el referirle me encanta, y este enamoramiento y este encanto constituyen, sin duda, un pecado nuevo.

—Sí, hija mía, le constituyen. Yo te absolveré ahora. Procura tú olvidar tu pecado y no le cuentes más.

—¡Ay Padre, no puedo!

—Entonces, ¿qué le hemos de hacer? Ven cuando gustes a contármele. Yo le oiré (procurando, añadió el Padre entre dientes, que a pesar de mis sesenta años no despierte en mí la envidia) y siempre te absolveré, porque Dios es misericordioso.

El Padre Postas

El Padre Postas fue un capuchino famoso por sus predicaciones.

Las anécdotas y graciosos dichos que de él se refieren, son innumerables.

Le apellidaban el Padre Postas porque, cuando se entusiasmaba en sus sermones y quería ponderar la violencia y rapidez con que los demonios se llevan al infierno a los pecadores empedernidos, decía, ya que entonces no había aún ferrocarriles, que se los llevan en postas, y para explicarlo mejor, montaba a caballo en la delantera del púlpito, agitaba el cordón que ceñía sus hábitos como si fuese un látigo y le crujía y daba golpes diciendo: «arre, arre».

Se cuenta que una vez, hablando contra los juegos de azar y envite, a los que en secreto era harto aficionado, se entusiasmó y manoteó con tanta furia, que se le escapó una baraja que llevaba escondida en la manga, y desparramados los naipes salieron volando y cayeron al suelo. Pero el Padre, no sólo salió del apuro, sino que se valió de aquel accidente para que fuese su plática más conmovedora, porque dijo con gran presencia de espíritu:

—Ahí los tenéis; ellos son uno de los instrumentos más ingeniosos de que se vale Satanás para cautivar las almas, ellos son la perdición de las familias, etc.

Predicando otro día en favor del ayuno y censurando a las damas remilgadas y melindrosas que no ayunan porque padecen del estómago y se ponen flacas, aseguró que él ayunaba de diario y que por la gracia de Dios estaba fuerte como un roble. Se remangó entonces la manga, enseñó desnudo el poderoso brazo derecho, digno del propio Hércules, y mostrándosele al auditorio, exclamó:

—¿Qué os parece? Ya veis que no estoy delgado.

Mil cosas más pudiera yo contar del Padre Postas, pero no quiero cansar ni escandalizar a los lectores, los cuales suelen tener la perversa costumbre y peor inclinación de suponer picardía o malicia hasta en las cosas más sencillas e inocentes. Me limitaré, pues, a citar aquí ciertas frases del Padre Postas, que son entre todas las suyas las que más impresión me han hecho.

Predicaba en la iglesia de Santa María de Gracia y decía en el exordio:

—Pedir gracia en casa de María de Gracia es albarda sobre albarda. De ella necesito. Ave María.

Claro está que el de ella se refiere a la gracia y no a la albarda, y quien entienda lo contrario pecará de malicioso.

La virgen y el niño Jesús

Paquita no era fea ni tonta. Pasaba en el lugar por muy despejada y graciosa; pero, como era pobre, no hallaba hidalgo que con ella quisiera casarse, y como se jactaba de bien nacida no se allanaba a tomar por marido a ningún pelafustán o destripaterrones. Paquita, en suma, llegó a los treinta años todavía soltera.

Para un hombre, o para una mujer casada, la mejor edad es la de treinta años. Puede considerarse como el punto culminante de la vida. En nuestro sentir, sólo a la joven que llega a dicha edad sin hallar marido cuadra bien la sentencia del poeta:

¡Malditos treinta años,

funesta edad de amargos desengaños!

En el fondo de su alma, Paquita deploraba mucho haberlos cumplido y no estar casada; pero, como era buena cristiana y piadosísima, buscaba y hallaba consuelo en la religión; decía: «a falta de pan, buenas son tortas» y trataba de suplir con el amor divino la carencia del amor humano.

Con todo, no lograba conformarse con dicha carencia, a pesar de los grandes esfuerzos místicos que de continuo hacía.

Impulsada por sus opuestos sentimientos, iba de diario a una hermosa capilla de la iglesia mayor, donde, en elegante camarín, había una muy devota imagen de la Virgen del Rosario con un niño Jesús muy bonito en los brazos.

Paquita, llena de fervorosa devoción, se encomendaba a la Virgen y le rezaba muchas salves y avemarías, rogándole que le diese conformidad para el celibato y que hiciese de ella una santa. A veces, no obstante, renacía en su corazón el deseo de matrimonio. Se entusiasmaba, hablaba en voz alta y pedía marido a aquella divina Señora.

El monaguillo, que era travieso y avispado, hubo de oír las jaculatorias de Paquita y determinó hacerle una burla.

Subió al camarín cuando ella estaba en la capilla y se escondió detrás de la imagen. Paquita tuvo aquel día uno de los momentos de exaltación de que hemos hablado, y con emoción vivísima rogó a la Virgen que no la dejase soltera y sola en el mundo.

El monaguillo, atiplando mucho la voz, dijo entonces:

—¡Te quedarás soltera! ¡te quedarás soltera!

Creyó Paquita que era el niño Jesús quien le contestaba y exclamó con enojo:

—¡Ea, cállate, niño, que estoy hablando con tu madre!

De los escarmentados nacen los avisados

Era D. Calixto un caballerete cordobés, gracioso, bien plantado y con algunos bienes de fortuna.

Muchas mocitas solteras de Sevilla, donde él estaba estudiando, se afanaban por ganar su voluntad y conquistarle para marido; pero la empresa era harto difícil.

Don Calixto, y no sin fundamento, pasaba por un desaforado mariposón, seductor y picaruelo. Iba revoloteando siempre de muchacha en muchacha, como las abejas y las mariposas revolotean de flor en flor, liban la miel y sólo por breves instantes se posan en algunas.

La linda señorita D.ª Eufemia tuvo más maña y arte que otras y logró hacer en el corazón de nuestro héroe la herida amorosa más profunda que hasta entonces había traspasado sus entretelas llegando a lo más vivo.

Él, sin embargo, como travieso que era, si bien ponderaba a la niña su mucho amor y le pedía y aun le suplicaba que de aquel mal le curase, siempre hablaba de la cura, pero no del cura.

Acudía a hablar por la reja con la señorita doña Eufemia; le aseguraba que tenía por culpa de ella, en su lastimado pecho, no uno sino media docena de volcanes en erupción; le rogaba que apagase sus incendios y que mitigase sus estragos, y lo que es de casamiento no decía ni daba jamás palabra.

Así se pasaban meses y meses; los novios pelaban la pava todas las noches sin faltar una; pero el asunto permanecía siempre sin adelantar, ni por el lado de la buena fin, ni tampoco por el lado de la mala.

Cuando él excitaba a su novia para que no se hiciese de pencas y fuese generosa y se ablandase y cediese, ella, o se enojaba porque él le faltaba al respeto y mostraba que no tenía por ella estimación, o bien derramaba amargas lágrimas y exhalaba suspiros y quejas considerándose ofendida.

Con mil variantes, porque tenía fácil palabra y sabía decir una misma cosa de mil modos diversos, la niña solía contestar sobre poco más o menos lo que sigue:

—¡Huy, huy, Sr. D. Calixto! ¿Qué es lo que usted me propone? En el silencio de la noche, en la más profunda soledad, nunca estamos solos: Dios nos mira; Dios está presente y no podemos ni debemos ofender a Dios. Mi honra, además, está pura e inmaculada; está por cima de todo; hasta por cima del inmenso amor que usted ha logrado inspirarme. Y vamos… ¿qué diría usted de mí si yo en lo más mínimo faltase a mi deber, echase a rodar mi decoro y me olvidase de la honestidad y del recato con que me ha criado mi cristiana y severa madre? ¡Jesús, María y José! La cara se me caería de vergüenza si yo fuese liviana. Con sobrada razón me despreciaría usted entonces. Haría usted muy bien en abandonarme y en huir de mí como de una criatura depravada y viciosa.

En fin, D.ª Eufemia, con estas y otras frases se defendía todas las noches muy lindamente, aunque, para no descontentar al novio y retenerle cautivo, le otorgaba de vez en cuando y en sazón oportuna, tal cual favorcito, delicado, puro y semiplatónico, como, por ejemplo, abandonarle una de sus blancas y suaves manos, para que él la besase, la acariciase y la tuviese apretada entre las suyas, llegando, en algunos momentos de muy fervorosa pasión, a acercar ella, por entre los hierros de la reja, la virginal y tersa frente, a fin de que él, sin detenerse mucho y al vuelo, pusiese en ella los labios, imprimiendo un ósculo casi místico, con veneración devota, como quien besa una reliquia.

En suma, D.ª Eufemia lo manejó todo tan bien, que D. Calixto, cada día más deseoso y emberrenchinado, acabó por hablar del cura y por proponer el casamiento.

Ella, que no deseaba otra cosa, se mostró llena de gratitud y de amor.

A pesar de todo y a pesar de la grande impaciencia que D. Calixto manifestaba, D.ª Eufemia redobló su austeridad y nunca quiso consentir en favores de más cuenta que los aquí mencionados hasta que al novio y a ella les echase el cura las bendiciones.

Llegó al cabo el suspirado día. El cura se las echó. Don Calixto y D.ª Eufemia fueron marido y mujer.

Aquella noche, muy tarde, casi ya de madrugada, D. Calixto dijo enternecidísimo a su adorada esposa:

—Bien hiciste, dueño mío, en no ceder a mis ruegos. Yo te adoro, pero, si hubieras cedido, hubiera dejado de adorarte, te hubiera despreciado y te hubiera plantado.

Ella, al oír esto, hizo a su marido mil amorosas y conyugales caricias, murmurando palabras ininteligibles y como quien reza. Tal vez daba gracias al cielo por el triunfo que habían obtenido su honestidad y su recato.

Hay, sin embargo, quien asegura que lo que ella dijo entre dientes y él no pudo entender fue:

Grandísimo tonto, pues por eso no cedí yo antes, porque ya había cedido a siete y los siete me habían plantado.

A quién debe darse crédito

Llamaron a la puerta. El mismo tío Pedro salió a abrir y se encontró cara a cara con su compadre Vicentico.

—Buenos días, compadre. ¿Qué buen viento le trae a usted por aquí? ¿Qué se le ofrece a usted?

—Pues nada… confío en su amistad de usted… y espero…

—Desembuche usted, compadre.

—La verdad, yo he podado los olivos, tengo en mi olivar lo menos cinco cargas de leña que quiero traerme a casa y vengo a que me empreste usted su burro.

—¡Cuánto lo siento, compadre! Parece que el demonio lo hace. ¡Qué maldita casualidad! Esta mañana se fue mi chico a Córdoba, caballero en el burro. Si no fuera por esto podría usted contar con el burro como si fuese suyo propio. Pero, qué diablos, el burro estará ya lo menos a cuatro leguas de aquí.

El pícaro del burro, que estaba en la caballeriza, se puso entonces a rebuznar con grandes bríos.

El que le pedía prestado dijo con enojo:

—No creía yo, tío Pedro, que usted fuese tan cicatero que para no hacerme este pequeño servicio, se valiese de un engaño. El burro está en casa.

—Oiga usted —replicó el tío Pedro—. Quien aquí debe enojarse soy yo.

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