Seguía negando, llorando, con los brazos descansando sobre el regazo, completamente inmóvil. Ramón se puso en pie, nervioso. Retorciéndose las manos, se acercó a su cara y gritó:
—¡Dime que no vas a marcharte! Te repito que me lo digas. ¡Dímelo!
Victoria lo miró por primera vez a los ojos y con un hilo de voz respondió:
—No puedo decirte eso, no.
Entonces, el que había sido hasta entonces su compañero, su marido, la persona en quien más solía confiar se dirigió a ella con cara de odio y le dijo:
—Victoria, maldita seas mil veces, maldita seas. Te odio, nunca te perdonaré. No quiero volver a verte nunca más.
Después salió de la casa, encendido en llamas de desesperación. Victoria se dejó caer hasta el suelo en el mismo lugar en el que estaba. Se replegó sobre sí misma, haciéndose un ovillo. No podía soportar tanto dolor.
Mientras Adolfo iba hacia el club, vio salir a Ramón de su casa como una exhalación. Pasó por su lado sin verlo siquiera. Estaba pálido, desencajado. Lo llamó:
—Ramón, espera un momento. ¿Adónde vas? ¡Espera!
No le contestó. Se quedó plantado en medio del jardín, confuso. Se sintió invadido por una ola de indignación. «Esto empieza a parecer una casa de putas», pensó. En ese momento lo abordó Pancho, el encargado del club.
—Disculpe que lo moleste, don Adolfo, pero es que se da la circunstancia de que... —al llegar a ese punto se quedó cortado, como si le faltara el resto de la frase que había comenzado con tanta fogosidad.
—¿Qué pasa, Pancho?
—Pues que aún no hemos cobrado este mes, señor.
Adolfo se sorprendió, más tarde se paró a pensar. Cierto, aquel mes Darío no le había pasado las nóminas para firmarlas.
—De modo que no habéis cobrado. Voy a hablar con Darío, debe de haber algún error. Llámalo, por favor.
—No, señor.
—¿Cómo?
—Que Darío no está.
—¿Qué significa «no está»?
—Pues nomás que se fue.
—¿Y adónde coño se fue?
—Eso no me lo dijo, señor.
—Está bien, vete para el club. Prepárame algo, a ver si consigo cenar esta maldita noche.
En cuanto el empleado hubo desaparecido, sacó el teléfono móvil de su bolsillo. ¡Aquello ya era el colmo, una verdadera anarquía! ¿Qué se había creído aquel chico? Bien estaba que le gustaran las putas, pero que abandonara su trabajo para pasarse la vida en El Cielito rayaba en lo intolerable.
Darío contestó a la llamada de modo soñoliento. Su teléfono estaba en la mesita de noche, junto a los pendientes de las dos chicas que lo acompañaban.
—Darío, ¿se puede saber por qué no estás en la colonia?
—Buenas noches, don Adolfo. Es que, verá, como es viernes por la noche...
—Es viernes por la noche y las nóminas del mes están sin confeccionar. ¿Puedes decirme por qué razón?
Tardó en contestar. Miraba los dos pares de ojos oscuros tumbados a su lado en la cama. Se armó de valor.
—Don Adolfo, para ser sincero, le diré que yo soy un hombre sensible, y que esta situación se me hace insoportable.
—¿Esta situación, qué situación?
—Ya sabe, señor, la situación amorosa de los mandos, la tensión que se respira.
El jefe sintió un volcán de indignación erupcionando dentro de él. Contuvo el tono de sus palabras para que no sonaran alteradas, sino solamente severas.
—Darío, escúchame bien. Mañana a las diez de la mañana iré a tu despacho. Quiero verte allí como un clavo, y quiero que tengas sobre tu mesa las nóminas perfectamente en regla. ¿Me has entendido?
—Sí, señor, no se preocupe, así será.
—Buenas noches.
¡Aquello era lo último que le faltaba por oír! «No esté preocupado.» Un jefe no se preocupa porque un subordinado cumpla su obligación. Controla que lo haga y punto, y si no lo hace lo pone de patas en la calle y en paz. Pero resultaba inútil, aquello era algo que aquel cabeza de chorlito nunca llegaría a comprender. En fin, no hacía falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que aquel barco empezaba a hacer aguas por todas partes. El rumbo se estaba perdiendo, de modo que debía agarrar con fuerza el timón y dar un buen golpe. ¿Preocupado? No, no estaba preocupado, estaba simplemente harto.
Darío colgó y dio un suspiro resignado. Se tumbó mirando al techo. Las dos chicas lo acariciaron, cada una desde un lado.
—¿Es que pasa algo, mi amor?
—Me temo que van a correr malos tiempos para mí.
—Estate bien tranquilo, cariño, para algo estamos nosotras aquí.
—Nosotras nunca consentiremos que le pase nada malo a nuestro niño.
Cuando por fin Victoria pudo tranquilizarse al menos un poco, se incorporó y cogió el teléfono. Llamó al móvil de Santiago. Según donde estuviera, podía contestarle. Así fue, y sólo al oírlo, Victoria se dio cuenta de que la mínima serenidad que había creído alcanzar era falsa. La voz le salió atropellada pero sin fuerza, y antes de pronunciar la segunda frase, ya se había echado a llorar. Santiago sintió que la tierra se movía bajo sus firmes pies y el pánico lo paralizó.
—¿Qué te pasa, Victoria, qué ha ocurrido?
—No puedo más, Santiago, no puedo más.
—¿Ha sucedido algo?, ¡contéstame!
—Ramón ha venido a verme y... —no pudo continuar.
—¿Te ha agredido? Dime, ¿te ha pegado?
Hizo un esfuerzo supremo por recuperarse porque comprendió que la alarma de él estaba disparándose en un sentido equivocado.
—No, no es eso. Sólo hemos hablado, pero ha sido tan doloroso, todo es tan difícil en la colonia...
—¿Ha pasado algo con Paula?
No esperaba la pregunta y tardó en contestar.
—Nada grave, en serio, te lo aseguro.
—Eso significa que sí ha pasado algo.
Escogió las palabras con cuidado, ya estaba más tranquila.
—Manuela convocó una reunión de esposas para organizar no sé qué fiesta y ella me acusó públicamente de haberle robado a su marido.
—¡Dios, no me lo puedo creer!, ¿ahora le ha dado por los dramas baratos?
—Eso da igual.
—No, no da igual. Yo he dejado mi trabajo prácticamente rematado aquí. Faltan cuatro días para marcharnos, pero no puedes quedarte ahí. Sal de la colonia inmediatamente. Coge lo imprescindible y márchate. Si Ramón quiere volver a hablar contigo, que te llame por teléfono y quedáis en un bar de San Miguel. Te alojarás en nuestra habitación alquilada. Allí nadie te localizará ni podrá decirte ninguna impertinencia. Las mujeres te prepararán la comida. Voy a llamar a Darío para que lo arregle todo. Llévate libros y lee, pasea, descansa. Yo iré todas las noches para dormir contigo. ¿Te parece bien el plan?
—Quizá sea lo mejor.
—No puedes quedarte en tu casa esperando que suceda algo. Esto ya se acaba, ¿comprendes, cariño?, ya se acaba. Anímate.
—¿Dónde estás?
—En el campamento, pero luego iré a la colonia para tener mi última conversación con Paula. Es imprescindible saber qué piensa hacer. Supongo que no quiere quedarse en el país.
—Santiago.
—¿Qué?
—Te quiero mucho.
—Yo también, querida, yo también. Te quiero con toda mi fuerza, no lo dudes nunca, por favor. Ya verás, vamos a tener todo el tiempo para nosotros, la vida entera.
Su tono enérgico y decidido la reconfortó. Sonreía ya abiertamente cuando colgó el auricular. Sí, todo el tiempo, todo el tiempo a su lado: las horas, los días, los minutos, las mañanas y las noches. Dentro de poco estarían tranquilos, y cuando hubieran pasado varios años, todos aquellos momentos tan duros serían un recuerdo nada más. Sacó las maletas de un altillo y se dispuso a guardar algunas cosas. No necesitaría demasiado de momento. La actividad de seleccionar su ropa la devolvió a una realidad más cotidiana, menos alarmante. Se iba a fugar con el hombre al que amaba, como en las viejas novelas decimonónicas. La idea hizo que volviera a sonreír. Sintió un íntimo placer. Un príncipe azul montado en un caballo blanco. Podría haber gozado de aquellos primeros momentos de pasión hasta límites inconcebibles, pero aquella pasión llevaba aparejado mucho dolor. Quizá siempre es así, pensó, nunca ninguna gran felicidad es completa; en especial a partir de una cierta edad, cuando tu camino tiene ya marcado un gran número de huellas.
Su marido se levantó temprano, desayunó y se fue. Dijo que tenía una reunión con Darío, poco más. Le importaba un pimiento, ella también estaba enfurruñada desde el día anterior. Si apenas se dirigían la palabra, tanto mejor; no habría más motivo de discusiones. Oyó el timbre de la puerta y se fue a abrir pensando que Adolfo se había dejado las llaves, pero era Victoria. Verla le causó desagrado y supo que no había sido capaz de controlar la expresión de su cara. Lo lamentó en seguida y, como compensación, dibujó una amplia sonrisa que quería ser cordial.
—¡Vamos, pasa, Victoria, no te quedes ahí!
La acompañó al salón. Hizo que se sentara y fue a buscar un poco de café que su asistenta había dejado preparado en la cocina. La animación con la que acompañaba todas sus frases era tan excesiva que evidenciaba su profunda turbación. Victoria se dio cuenta y pensó que el plan que habían trazado era el único posible: salir de la colonia inmediatamente. Aquello no sólo le convenía a ella misma, sino que era lo que en el fondo estaban deseando todos los demás. Se había convertido en alguien incómodo. Lo comprendía, sin quererlo había desbaratado el equilibrio del grupo. Manuela regresó canturreando absurdamente. Victoria la percibió tan nerviosa que decidió ir pronto al grano para librarla en seguida de su presencia.
—Prueba una de esas galletas. Las ha hecho la chica, te gustarán.
—No, gracias, Manuela; en realidad tengo que marcharme ahora mismo. Sólo he venido a despedirme de ti.
—¿A despedirte? No entiendo.
—Me voy con Santiago. Volvemos a España dentro de tres días. Mientras tanto he pensado que voy a instalarme en otro lugar. No me gustaría que se reprodujeran escenas violentas como la del otro día. Eso es malo para todos.
—¿Vais a vivir juntos?
—Sí, lo que Paula dijo era verdad.
—¿Y tus hijos?
—Viviremos en su misma ciudad. Mi casa tendrá espacio para ellos, por si quieren venir a visitarme.
—¿Se lo has dicho ya?
—Los llamé el otro día.
—¿Y cómo lo tomaron?
—No puedo saberlo hasta que no los vea, pero supongo que no muy bien. Es lógico, ¿no?
—Victoria, ¿has pensado detenidamente en lo que vas a hacer? Ya sé que no soy quién para inmiscuirme en tus asuntos, pero al fin y al cabo hemos pasado mucho tiempo viviendo aquí las dos, en un pequeño grupo, en un país extraño... Soy mayor que tú y me siento autorizada para decirte esto. Medítalo con mucho cuidado. Tu matrimonio ha durado mucho, tenéis hijos, un estatus, comodidades... y Ramón es un hombre muy serio, cabal...
Victoria bajó la vista. Una angustia indefinida empezó a atenazarle el pecho. Manuela prosiguió, ahora más tranquila:
—... Y eso no significa que Santiago me parezca mal chico. Es un hombre con mucho fundamento, atractivo, brillante en el trabajo, según Adolfo me ha comentado alguna vez. Pero ya ves cómo es su mujer, un poco alocada, un tanto especial, quizá él sólo necesite... en fin, perdóname, yo...
—Manuela, ya lo sé, sé qué quieres decirme. Yo misma lo he pensado muchas veces, y sí, eso es lo razonable, lo que cualquiera con un poco de prudencia y de sentido común pensaría. Pero yo... lo cierto es que no me veo con fuerza para dejar a Santiago, yo...
No pudo seguir hablando. Se le quebró la voz y empezó a llorar con una amargura que Manuela no recordaba haber visto antes en ninguna persona. La observó, conmovida, y también sintió una pena enorme, un pesar inabarcable que le brotaba de las entrañas sin que ella supiera que estaba ahí. Era como si se encontrara en la piel de Victoria, como si fuera ella misma quien estuviera planteándose abandonar al hombre del que estaba enamorada, pero enamorada con toda la intensidad posible, con toda la fuerza. Ese amor le pareció de repente algo central, superior, y comprendió que abortarlo cuando no había podido ni siquiera desarrollarse sería como perder el resto de su vida, incluso la vida ya pasada, sería como perderlo todo.
—No quieres renunciar a Santiago, ¿verdad?
Victoria negó con la cabeza, intentando sofocar las lágrimas. Entonces Manuela la abrazó y comenzó a llorar también, con auténtico dolor, con zozobra infinita, como si hubiera sido protagonista de la historia más triste del mundo. Y así se quedaron un buen rato, abrazadas y llorando sin ningún motivo real. Porque ni la una estaba enamorada de nadie con pasión, ni la otra pensaba que su pasión fuera a conducirla a un abismo.
Al quedarse de nuevo sola, Manuela fue a lavarse la cara para borrar los restos de llanto. Después se empolvó la nariz y dio una vuelta por la casa para ver si todo estaba en su sitio. Ése era un gesto que solía tranquilizarla cuando se encontraba desanimada. Sin embargo, en seguida se dio cuenta de que de nada le serviría en aquella ocasión. ¿Qué le pasaba? El nudo doloroso que oprimía su pecho le era desconocido, nunca se había sentido así. Se derrumbó en el sofá y se miró las manos. Por mucho que fuera una mujer fuerte y bien conservada para su edad, sus manos habían registrado el paso del tiempo. Era vieja, más vieja de lo que había estado dispuesta a reconocer en los últimos años. Era tan vieja como todas las mujeres que tenían sus años. El tiempo nunca volvía atrás. La congoja la tenía ahora atrapada con tanta fuerza que le impedía incluso volver a estallar en lágrimas liberadoras. Todo era mentira en su vida, todo; su propio marido se lo había dicho. Una oportunidad desperdiciada, no se vive dos veces. Un fracaso total. El matrimonio, los hijos, el hogar, todo parches ficticios para disimular la ausencia de un gran amor. Ella nunca despertaría en nadie la pasión que había despertado Victoria en Santiago. Y lo que era más terrible: ella nunca sentiría esa pasión, no la experimentaría, moriría sin saber de qué estaba hecha. Sin duda, aquélla debía de ser la verdadera esencia de la vida, ese sabor que si no has probado bien puedes decir que estás muerto, que siempre lo has estado. Sin amor de ese calibre has pasado por la vida lejos de lo importante, no has sido invitado a la mesa del padre, estás lejos del círculo de los elegidos.
Volvió a pasearse por la casa como una leona en un zoo. Pasó revista a todas las fotografías familiares que había traído desde España, cuidadosamente expuestas en marcos de plata: sus hijos cuando eran pequeños, tomas de vacaciones en la nieve, ella y Adolfo en la mesa de un restaurante de París, su nueva y minúscula nieta... Aquellas fotos, que iba renovando de vez en cuando, viajaban con ella a donde quiera que fuese. Siempre la hacían sonreír con orgullo cuando las miraba, pero ese día sintió un vacío total. ¿Para qué seguir llevándolas de destino en destino? Su esposo ya no la amaba y sus hijos vivían perfectamente sin ella. De hecho, ahora se preguntaba si Adolfo la había amado de verdad. Sin duda, no con aquella pasión devoradora que se lleva por delante cualquier obstáculo que encuentra, sino sólo con un amor de índole práctica y conyugal. ¿Y sus hijos? Sus hijos podrían haber sido educados en un colegio inglés sin que se notara diferencia alguna con el trabajo y la dedicación que ella les había consagrado. En definitiva, no existía otro ser más inútil en toda la creación. El ahogo que notaba en el pecho amenazaba con hacerlo estallar. Se puso una chaqueta ligera y salió de casa.