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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (11 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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No, no podía regresar. Pero tampoco podía luchar, como había insinuado Lobo. Al fin y al cabo, ella era una mujer; no tenía fuerza ni arrestos suficientes para plantar cara a los bárbaros.

Entonces recordó cómo había desafiado a Holdar y lo había golpeado para protegerse de su agresión. Y ahora el bárbaro estaba muerto. No estaba tan indefensa como parecía, ni él había resultado ser tan invencible. Sacudió la cabeza, confusa. También existía, claro, una tercera opción: huir y ocultarse en un lugar donde los bárbaros no lograran encontrarla nunca. Aquello sería muy diferente a lo que había hecho Robian; pero, después de todo, Viana era una doncella. No se esperaba de ella que fuera valiente.

Lobo captó su turbación y sonrió.

—Creo que deberíamos hablar con calma —dijo—. Tengo mucha curiosidad por saber cómo has matado a Holdar, si es cierto que lo has hecho, y cómo has aparecido aquí.

A Viana no le importó en esta ocasión que su salvador volviera a hablarse como a una chiquilla. Docenas de ideas daban vueltas por su mente y necesitaba ordenarlas, por lo que accedió a sentarse junto a Lobo frente a la chimenea. Mientras él encendía el fuego, colocaba sobre la lumbre un caldero lleno de agua, desollaba y troceaba los conejos y pelaba algunas hortalizas para el guiso, Viana le relató todas sus desventuras desde el día en que los dos emisarios del rey Harak se presentaron ante las puertas de Rocagrís. Lo hizo lentamente y con muchas pausas, pero Lobo no la interrumpió ni una sola vez. Solo frunció el ceño cuando ella le habló del somnífero y de su falso embarazo, y después, de nuevo, al relatarle el incidente del asado. Viana pensó que seguramente su anfitrión desaprobaba su conducta, pero cuando terminó de hablar y él tomó la palabra de nuevo, no parecía enfadado, sino pensativo.

—Vaya, muchacha, quién lo hubiera dicho; parece que tienes agallas. Todas las damas de alta cuna en edad de merecer han sido desposadas con guerreros bárbaros; Harak las ha repartido entre los jefes de los clanes como si fueran cabezas de ganado. Sin embargo, que yo sepa, solo tú has tenido la desfachatez de resistirte al destino que habían elegido para ti. Algunos de los caballeros del rey Radis no podrían decir lo mismo.

Viana no respondió enseguida. Apenas había mencionado a Robian, porque seguía siendo un asunto demasiado doloroso para ella, pero no pudo evitar pensar en él en aquel momento. Recordó entonces que, si era cierto lo que Belicia le había contado, Lobo habría sido también un caballero del rey.

—¿Y vos? —le preguntó—. ¿No luchasteis contra los bárbaros? ¿Qué hacéis aquí?

Lobo hizo una mueca.

—Fui uno de los primeros en acudir al encuentro de los bárbaros, porque mi dominio está… estaba al pie de las Montañas Blancas. Los vi venir. Escuché sus tambores y sus gritos de guerra, y casi pude oler su apestoso aliento desde mi torre. Reuní a todos los hombres que pude y traté de detenerlos… Pero eran muchos, y los ejércitos del rey llegaron demasiado tarde. Yo tuve la suerte de escapar con vida porque me hirieron en un costado, me cayó el caballo encima y me dieron por muerto. Tenían tantas ganas de obtener un premio mayor que no se molestaron en comprobar si aún respiraba. Arrasaron con todo lo que encontraron a su paso, pero apenas se detuvieron, porque los objetivos de Harak eran el corazón de Nortia, el castillo de Normont y la corona del rey Radis.

»Cuando recuperé la conciencia, descubrí que todos mis soldados estaban muertos y que mi casa había ardido hasta los cimientos. Vine a refugiarme al bosque, para lamer mis heridas como un perro viejo. Cuando estuve listo para volver a la acción, ya era demasiado tarde. O al menos, eso penaba —añadió, dirigiendo a Viana una mirada de soslayo que ella no supo interpretar.

—Pero es demasiado tarde —recalcó ella—. No hay nada que podamos hacer para recuperar Nortia, ¿verdad?

—No había nada que pudiéramos hacer y, sin embargo, una muchachita remilgada como tú, educada para ser perfecta esposa de un perfecto caballero, que no ha sido adiestrada en las artes de la guerra, ha logrado derrotar al jefe de uno de los grandes clanes de las estepas.

Viana enrojeció; no supo si de vergüenza o de satisfacción.

—Pero fue por casualidad —argumentó—, un accidente. No habría sido capaz de hacerlo en otras condiciones.

—Aun así, te atreviste a desafiarlo, y eso es algo digno de tenerse en cuenta. Verás, he estado pensando mucho este tiempo, rumiando sobre lo que haría si tuviese un puñado de hombres valiente a mis órdenes, si pudiese organizar un ejército…

—No entiendo lo que queréis decir.

Lobo la miró pensativo.

—No importa —dijo finalmente—. Quizá me estoy precipitando.

Sobrevino un breve silencio; Viana aprovechó para preguntar:

—Pero ¿dónde estamos?

—En el Gran Bosque —respondió Lobo. La joven se incorporó, sobresaltada.

—No temas —añadió él al ver su reacción—. No nos encontramos en el bosque profundo, sino en sus límites, muy cerca de la civilización.

—Aun así… ¡se trata del Gran Bosque! —exclamó ella—. ¿No habéis oído las historias que se cuentan? ¡Debemos salir de aquí cuanto antes!

—Tranquila, conozco estos parajes y te garantizo que conmigo estarás a salvo —insistió Lobo—. Si hay brujas o duendes viviendo en el bosque, yo no los he visto. Además, los bárbaros nunca llegan hasta aquí. No se atreven.

«Y seguramente tienen buenos motivos», pensó Viana, pero no lo dijo en voz alta, porque en el fondo se sentía aliviada.

Lobo le sirvió una escudilla del guiso de conejo que había estado borboteando en la olla, y ella la aceptó agradecida. Lobo la dejó comiendo junto al fuego y se levantó para ir en busca de su capa.

—¿Te vas? —preguntó Viana, sin ser consciente de que ella también había dejado de tratarlo de vos.

—Voy a acercarme a Campoespino. Espérame aquí y aprovecha para descansar; volveré al anochecer.

Viana asintió sin una palabra. Lobo tampoco añadió nada más. Se despidió con un gruñido y se fue dando un portazo.

Ella no salió de la cabaña en toda la tarde. Pese a que Lobo le había asegurado que no corría peligro en las lindes del Gran bosque, se sentía más segura entre cuatro paredes.

Lobo regresó, como había prometido, cuando las primeras sombras del crepúsculo empezaban a culebrear por los recodos del bosque. Había aprovechado bien el tiempo. Mientras desplumaba las dos perdices que había cazado, le contó que las cosas estaban muy revolucionadas en el castillo. Privados de su líder, los bárbaros no habían sabido reaccionar. Finalmente, habían enviado un emisario a la corte para informar a Harak de lo sucedido. Los demás seguían buscando a Viana por todas partes, para hacerle pagar la muerte de Holdar.

—¿Y Dorea? —preguntó Viana, impaciente—. ¿Y el resto de la gente que dejé en el castillo?

—Parece ser que, aprovechando la confusión general, escaparon sin ser advertidos. Cuando los hombres de Holdar quisieron encontrarlos, ya era demasiado tarde. De modo que no solamente te buscan a ti: también a tu dama de compañía y a la familia de campesinos a las que acogiste. Les has causado un buen dolor de cabeza a esos salvajes, jovencita —añadió, riéndose entre dientes.

—No puede ser —murmuró Viana—. Dorea sabe cuidar de sí misma, pero esa mujer y sus hijos no tienen ninguna culpa. Solo fueron al castillo para pedir algo de cenar porque estaban hambrientos. ¿Qué les pasará si los encuentran?

—Con un poco de suerte, pronto dejarán de buscarlos. Después de todo, fuiste tú quien acabó con la vida de Holdar, y ellos estaban allí solamente por casualidad.

—De todas formas, me quedaría más tranquila si sé que están totalmente a salvo.

Lobo asintió.

—Bien —dijo—. Volveré al pueblo dentro de unos cuantos días para ver si me entero de más cosas.

Viana le dirigió una mirada llena de agradecimiento.

• • •

Los días siguientes transcurrieron muy deprisa. Viana se recuperó pronto de su enfrentamiento con Holdar y su desesperada huida bajo la tormenta, pero, convencida ya de que estaba segura en casa de Lobo, empezó a sentirse cómoda en aquel lugar. Él le había cedido caballerosamente su camastro, y al cabo de un par de noches Viana empezó a dormir mejor y a comer con mayor apetito, e incluso se animó a dar cortos paseos por los alrededores de la cabaña, aunque sin atreverse a alejarse demasiado.

Al cabo de unos días, Lobo volvió a ausentarse para recabar información y, cuando volvió, las noticias que traía no eran muy esperanzadoras.

El rey Harak se había enterado de la osadía cometida por Viana y había puesto precio a su cabeza. Y era un precio muy alto, pero no porque la consideraran realmente peligrosa (al fin y al cabo, no era más que una doncella), sino porque no se había conformado con ocupar el lugar que le correspondía y había desafiado el poder de los invasores. La ofensa no era solo contra Holdar: era contra todo el pueblo bárbaro y, por extensión, contra el mismo rey Harak.

—De hecho —comentó Lobo, pensativo—, creo que se lo habría tomado mejor si hubieses sido un caballero. Entonces, probablemente, y tras alabar en público tu fuerza y tu valor, te habría regalado un castillo. Torrespino, por ejemplo. Con esos bárbaros, nunca se sabe.

Viana levantó la mirada, esperanzada.

—¿Podría devolverme Rocagrís si demuestro que soy…? No, olvídalo —concluyó, al darse cuenta de lo absurdo de su pretensión.

—No esperes que vaya a perdonarte —dijo él—. Considera que lo has insultado gravemente, así que todo mundo está buscándote para entregarle tu cabeza en bandeja de plata.

Viana se estremeció.

—Entonces he de escapar de aquí —murmuró. Lobo soltó una carcajada burlona.

—¿Y a dónde crees qué podrías ir sin que te capturarán?

—Intentaría llegar al sur…

—Aunque lograrás atravesar Nortia, los reyes del sur temen el poder de Harak. Ya están tratando de congraciarse con él porque saben que son su próximo objetivo. Cobardes —escupió con desagrado.

Viana se quedó de piedra.

—¡Pero deberían reunir un ejército para pelear contra Harak, no adularlo! —exclamó.

—Eso es exactamente lo que pienso yo —gruñó Lobo—. Pero también pensaba así el rey Radis, y mira como acabó —recordó, y había cierto poso de amargura en su voz—. Los poderosos son capaces de cualquier cosa por conservar lo que tienen.

Viana pensó en Robian y se dijo así misma, con tristeza, que Lobo tenía mucha razón.

—Entonces, ¿qué puedo hacer? Quizá, si me oculto en alguna aldea y me hago pasar por campesina…

Pero su anfitrión respondió con una carcajada.

—No me hagas reír, Viana. Tú jamás pasarías por una campesina. Mírate: tienes la piel blanca de quien nunca ha trabajado al sol, tus manos son suaves y finas, y está claro que no has pasado hambre —añadió, echando una mirada burlona a la figura de la muchacha.

Viana enrojeció, sintiéndose muy ofendida. Ella era una doncella muy hermosa: la piel blanca, el rostro redondo y las formas generosas eran signos de belleza y salud. Obviamente, una mujer delgada lo era porque no comía lo suficiente, de modo que no entendía las insinuaciones de Lobo.

—¿Qué hay de malo en mí? —protestó—. Incluso cuando todo el mundo sabía que estaba prometida a Robian, los caballeros jóvenes me cortejaban a docenas —declaró—. Componían muchas canciones alabando mi belleza.

—Y no mentían —respondió Lobo, conciliador—. Pero tu aspecto indica el tipo de vida que has llevado: no has trabajado jamás y, por tanto, serías incapaz de adaptarte en el campo. Llamarías tanto la atención como un bárbaro en un baile de la corte. De la antigua corte, quiero decir.

—Entonces nunca podré salir de este bosque —murmuró ella, sintiéndose muy desgraciada—. Y aquí me quedaré, hasta que los bárbaros vengan a buscarme. Porque hoy no se atreven a traspasar sus fronteras, pero pronto alguien lo hará… y descubrirá que no hay nada que temer… y avanzara un poco más, y así hasta que encuentre esta cabaña. Porque ellos son así, Lobo. Nuca permiten que algo les dé miedo durante demasiado tiempo.

—Por eso tenemos que prepararte —dijo él, levantándose con decisión—. Mañana empezará tu entrenamiento.

—¿Entrenamiento? —repitió Viana, sin entender. Lobo asintió.

—Hasta ahora has tenido suerte, pero me temo que a partir de ahora vas a necesitar algo más que bebedizos y rellenos abdominales para sobrevivir en este mundo de bárbaros. Así que te voy a enseñar a luchar.

—¿A luchar? ¡Pero soy una doncella! —se escandalizó Viana.

—Con mayor motivo. ¿Ves esto? —señaló su oreja mutilada—. ¿Sabes cómo la perdí? Cuando era joven tuve que escoltar a una dama hasta el castillo de su tío. Nos atacaron unos bandidos por el camino; no eran grandes luchadores, pero pudieron herirme porque me vi obligado a defender a la dama. Ese día aprendí algo importante: que es más fácil pelear si no tienes que cuidar de otro… y que las mujeres dan muchos problemas.

—Vaya —refunfuñó Viana.

—También te enseñaré a moverte por el bosque, a seguir rastros, a cazar… ¿O es que creías que podrías seguir viviendo aquí sin hacer nada? Esto no es el castillo de tu padre. Te has recuperado del todo y no vas a seguir ganduleando: ahora aprenderás a valerte por ti misma.

—¡Pero yo soy una doncella! —insistió Viana.

Lobo negó con la cabeza.

—No, Viana: ahora eres una proscrita.

La muchacha se estremeció de horror. Los proscritos eran gente malvada: individuos malcarados que vivían como salvajes en los bosques, se comportaban como animales y olían aun peor.

—Significa que estás fuera de la ley —le explicó Lobo, malinterpretando su expresión.

—Ya sé lo que significa —se defendió ella—. Y sigue siendo igual de espantoso, muchas gracias.

Pero Lobo rio entre dientes.

—No si se trata de la ley de Harak. Piénsalo bien. —Y no dijo más.

Pero Viana, en efecto, meditó mucho al respecto.

Pensó en todas las veces que había deseado ser hombre para defender sus derechos. En lo mucho que había odiado a los bárbaros desde la muerte de su padre. En que había escapado del destino que Harak había elegido para ella y en que Lobo tenía razón: no era más que una muchacha y, sin embargo, había acabado con la vida de uno de los grandes jefes bárbaros. Y no había sido la única en desafiar a los invasores: también Dorotea había colaborado, y mucho, en la caída de Holdar. Y también ella era mujer.

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