Read El 18 Brumario de Luis Bonaparte Online
Authors: Karl Marx
Tags: #Clásico, Filosofía, Histórico
Por último, hacia fines de diciembre, comenzó una guerra de guerrillas en torno a unas u otras prerrogativas del parlamento. El movimiento se sumió en minucias alrededor de las prerrogativas de ambos poderes, después que la burguesía, con la abolición del sufragio universal, se hubo desembarazado por el momento de la lucha de clases.
Se había ejecutado contra Mauguin, uno de los representantes de la nación, una sentencia judicial por deudas. A instancia del presidente del Tribunal, el ministro de Justicia, Rouher, declaró que podía citarse sin más trámites mandado de arresto contra el deudor. Maugin fue recluido, pues, en la cárcel de deudores. Al conocer el atentado, la Asamblea Nacional montó en cólera. No sólo ordenó que el preso fuese inmediatamente puesto en libertad, sino que aquella misma tarde mandó a su
greffier
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a que le sacase por la fuerza de Clichy
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. Sin embargo, para testimoniar su fe en la santidad de la propiedad privada y con la segunda intención de abrir, en caso de necesidad, un asilo para «montañeses» molestos, declaró valida la prisión por deudas de representantes del pueblo, previa autorización de la Asamblea Nacional. Se olvidó de decretar que también se podría meter en la cárcel por deudas al presidente de la República. Destruyó la última apariencia de inviolabilidad que rodeaba a los miembros de su propia corporación.
Recuérdese que el comisario de policía, Yon, había denunciado, basándose en el testimonio de un tal Alais, los planes de asesinato de Dupin y Changarnier, por una sección de decembristas. Ya en la primera sesión los cuestores presentaron en relación con esto la propuesta de crear una policía parlamentaria propia, pagada del presupuesto privado de la Asamblea Nacional e independiente en absoluto del prefecto de policía. El ministro del Interior, Baroche, protestó contra esta injerencia en sus atribuciones. En vista de esto se llegó a una mísera transacción, según la cual el comisario de policía de la Asamblea sería pagado de su presupuesto privado y nombrado y destituido por sus cuestores, pero previo acuerdo con el ministro del Interior. Entretanto, Alais había sido entregado por el Gobierno a los tribunales, y no fue difícil presentar sus declaraciones como falsas y proyectar, por boca del fiscal, un resplandor de ridículo sobre Dupin, Changarnier, Yon y toda la Asamblea Nacional. Ahora, el 29 de diciembre, el ministro Baroche escribe una carta a Dupin exigiendo la destitución de Yon. La Mesa de la Asamblea Nacional, asustada de la violencia con que había procedido en el asunto Mauguin y acostumbrada a que el poder ejecutivo le devolviera dos golpes pro cada uno que ella le asestaba, no sanciona el acuerdo. Destituye a Yon en recompensa por el celo con que le había servido y se despoja de una prerrogativa parlamentaria inexcusable contra un hombre que no decide por la noche para ejecutar por el día, sino que decide por el día y ejecuta por la noche.
Hemos visto que la Asamblea Nacional, durante los meses de noviembre y diciembre, rehuyó, ahogó, en grandes y decisivas ocasiones, la lucha contra el poder ejecutivo. Ahora la vemos obligada a aceptar esta lucha por los motivos más mezquinos. En el asunto Mauguin, confirma en principio la prisión por deudas de los representantes de la nación, pero se reserva la posibilidad de aplicarla solamente a los representantes que no le sean gratos, y regatea por este infame privilegio con el ministro de Justicia. En vez de aprovecharse del supuesto plan de asesinato para abrir una investigación sobre la Sociedad del 10 de Diciembre y desenmascarar irremisiblemente a Bonaparte ante Francia y ante Europa, presentándolo en su verdadera faz, como la cabeza del lumpemproletariado de París, deja que la colisión descienda a un punto en que ya lo único que se ventila entre ella y el ministro de Interior es quién tiene competencia para nombrar y separar a un comisario de la policía. Así, vemos al partido del orden, durante todo este período, obligado por su posición equívoca, a convertir su lucha contra el poder ejecutivo en mezquinas discordias de competencias, minucias, leguleyerías, litigios de lindes, y a tomar como contenido de sus actividades las más insípidas cuestiones de forma. No se atreve a afrontar el choque en el momento en que éste tiene una significación de principio, en que el poder ejecutivo se ha comprometido realmente y en que la causa de la Asamblea Nacional sería la causa de toda la nación. Con ello daría a la nación una orden de marcha, y nada teme tanto como el que la nación se mueva. Por eso, en estas ocasiones, desecha las proposiciones de la Montaña y pasa al orden del día. Después de abandonarse así la cuestión litigiosa en sus grandes dimensiones, el poder ejecutivo espera tranquilamente el momento en que pueda volver a plantearla por motivos fútiles e insignificantes, allí donde sólo ofrezca, por decirlo así, un interés parlamentario puramente local. Y entonces estalla la ira contenida del partido del orden, entonces rasga el telón que oculta los bastidores, entonces denuncia al presidente, entonces declara a la república en peligro; pero entonces su patetismo pierde también todos sabor y el motivo de la lucha aparece como un pretexto hipócrita e indigno de ser tomado en cuenta. La tempestad parlamentaria se convierte en una tempestad en un vaso de agua, la lucha en intriga, el choque en escándalo. Mientras la malignidad de las clases revolucionarias se ceba en la humillación de la Asamblea Nacional, pues estas clases se entusiasman por las prerrogativas parlamentarias de aquélla tanto como ella por las libertades públicas, la burguesía fuera del parlamento no comprende cómo la burguesía de dentro del parlamento puede derrochar el tiempo en tan mezquinas querellas y comprometer la tranquilidad con tan míseras rivalidades con el presidente. La mete en confusión una estrategia que sella la paz en los momentos en que todo el mundo espera batallas y ataca en los momentos en que todo el mundo cree que ha sellado la paz.
El 20 de diciembre, Pascal Duprat interpeló al ministro del Interior sobre la lotería de los lingotes de oro. Esta lotería era una «hija del Elíseo»
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. Bonaparte la había traído al mundo con sus leales, y el prefecto de policía Carlier la había tomado bajo la protección oficial, a pesar de que la ley en Francia prohibe toda clase de loterías, fuera de los sorteos hechos para fines de beneficencia. Siete millones de billetes por valor de un franco cada uno, y la ganancia destinada, al parecer, a embarcar a vagabundos de París para California. De una parte se quería que los sueños dorados desplazasen a los sueños socialistas del proletariado parisino, la tentadora perspectiva del premio gordo desplazase el derecho doctrinario al trabajo. Naturalmente, los obreros de París no reconocieron en el brillo de los lingotes de oro de California los opacos francos que les habían sacado del bolsillo con engaños. Pero, en lo fundamental, tratábase de una estafa directa. Los vagabundos que querían encontrar minas de oro californianas sin moverse de París, eran el propio Bonaparte y los caballeros comidos de deudas que formaban su Tabla redonda. Los tres millones concedidos por la Asamblea Nacional se los habían gastado ya alegremente, y había que volver a llenar la caja como fuese. En vano había abierto Bonaparte una suscripción nacional para construir las llamadas
cités ouvrières
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, a cuya cabeza figura él mismo, con una suma considerable. Los burgueses, duros de corazón, aguardaron a que desembolsase el capital suscrito, y como, naturalmente, el desembolso no se efectuó, la especulación sobre aquellos castillos socialistas en el aire se vino chabacanamente a tierra. Los lingotes de oro dieron mejor resultado. Bonaparte y consortes no se contentaron con embolsarse una parte del remanente de los siete millones que quedaba después de cubrir el valor de las barras sorteadas, sino que fabricaron diez, quince y hasta veinte billetes falsos del mismo número. ¡Operaciones financieras en el espíritu de la Sociedad del 10 de Diciembre! Aquí la Asamblea Nacional no tenía enfrente al ficticio presidente de la República, sino al Bonaparte de carne y hueso. Aquí, podía coger
in fraganti
, transgrediendo no ya la Constitución, sino el
Code pénal
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. Si ante la interpelación de Duprat la Asamblea pasó al orden del día, no fue solamente porque la enmienda de Girardin de declararse satisfait traía a la memoria del partido del orden su corrupción sistemática. El burgués, y sobre todo el burgués hinchado en estadista, completa su vileza práctica con su grandilocuencia teórica. Como estadista, se convierte, al igual que el poder del Estado que tiene enfrente, en un ser superior, al que sólo se le puede combatir de un modo superior, solemne.
Bonaparte, que precisamente como
bohémien
, como lumpemproletariado principesco, le llevaba al truhán burgués la ventaja de que podía librar la lucha con medios rastreros, vio ahora, después de que la propia Asamblea le había ayudado a cruzar, llevándole de la mano, el suelo resbaladizo de los banquetes militares, de las revistas, de la Sociedad del 10 de Diciembre y, por último, del
Code pénal
, llegado el momento en que podía pasar de la aparente defensiva a la ofensiva. Las pequeñas derrotas del ministro de Marina, del ministro de Hacienda, que se le atravesaban en el camino y con las que la Asamblea Nacional hacía manifiesto su descontento gruñón, no le molestaban gran cosa. No sólo impidió que los ministros dimitiesen, reconociendo con ello la subordinación del poder ejecutivo al parlamento, sino que ahora puedo llevar ya a efecto la obra que había comenzado durante las vacaciones de la Asamblea Nacional; desgajar del parlamento el poder militar,
destituir a Changarnier
.
Un periódico elíseo publicó una orden de plaza, dirigida, durante el mes de mayo, al parecer, a la primera división del ejército y procedente, pro tanto, Changarnier, en la que se recomendaba a los oficiales, en caso de sublevación, no dar cuartel a los traidores dentro de sus propias filas, fusilarlos inmediatamente y rehusar a la Asamblea Nacional las tropas, si ésta llegaba a requerirlas. El 3 de enero de 1851 se interpeló al Gobierno acerca de esta orden de plaza. Para examinar este asunto pidieron tres meses, luego una semana y por último sólo veinticuatro horas de reflexión. La Asamblea insiste en que se dé una explicación inmediata. Changarnier se levanta y aclara que aquella orden de plaza jamás ha existido. Añade que se apresurará en todo momento a atender los requerimientos de la Asamblea Nacional y que, en caso de colisión, ésta podrá contar con él. La Asamblea acoge su declaración con indescriptibles aplausos y le concede un voto de confianza. La Asamblea Nacional resigna sus poderes, decreta su propia impotencia y la omnipotencia del ejército, al colocarse bajo la protección privada de un general; pero el general se equivoca, poniendo a disposición de la Asamblea, contra Bonaparte, un poder que sólo tienen en precario del propio Bonaparte y esperando, a su vez, protección de este parlamento, de su protegido, necesitado él mismo de protección. Pero Changarnier cree en el poder misterioso de que la burguesía le ha dotado desde el 29 de enero de 1849. Se considera como el tercer poder al lado de los otros dos poderes del Estado. Comparte la suerte de los demás héroes, o, mejor dicho, santos de esta época, cuya grandeza consiste precisamente en la gran opinión interesada que sus partidos se forman de ellos y que quedan reducidos a figuras mediocres tan pronto como las circunstancias los invitan a hacer milagros. El descreimiento es siempre el enemigo mortal de estos héroes supuestos y santos reales. De aquí su noble indignación moral contra los bromistas y burlones carentes de entusiasmo.
Aquella misma noche fueron llamados los ministros al Elíseo. Bonaparte acucia para que sea destituido Changarnier, cinco ministros se niegan a firmar la destitución, el Moniteur anuncia una crisis ministerial y la prensa del orden amenaza con la formación de un ejército parlamentario bajo el mando de Changarnier. El partido del orden tenía atribuciones constitucionales para dar este paso. Le bastaba con nombrar a Changarnier presidente de la Asamblea Nacional y requerir cualquier cantidad de tropas para velar por su seguridad. Podía hacerlo con tanta más seguridad cuanto que Changarnier se hallaba todavía realmente al frente del ejército y de la Guardia nacional de París y sólo acechaba el momento de ser requerido en unión del ejército. La prensa bonapartista no se atrevía siquiera a poner en tela de juicio el derecho de la Asamblea Nacional a requerir directamente las tropas, escrúpulo jurídico que en aquellas circunstancias no auguraba ningún éxito. Y, si se tiene en cuenta que Bonaparte tuvo que buscar en todo París durante ocho días para encontrar por fin a dos generales —Baraguay d'Hilliers y Saint-Jean d'Angely—, que se declararan dispuestos a refrendar la destitución de Changarnier, parece lo más verosímil que el ejército hubiese respondido a la orden de la Asamblea Nacional. En cambio, es más que dudoso que el partido que el partido del orden hubiera encontrado en sus propias filas y en el parlamento el número de votos necesario para este acuerdo si se advierte que ocho días después se separaron de él 286 votos y que la Montaña rechazó una propuesta semejante, incluso en diciembre de 1851, en la hora final de la decisión.
No obstante, quizá, los burgraves hubiesen conseguido todavía arrastrar a l amasa de su partido a un heroísmo que consistía en sentirse seguros detrás de un bosque de bayonetas y en aceptar los servicios de un ejército que había desertado a su campo. En vez de hacer esto, los señores burgraves se trasladaron al Elíseo en la noche del 6 de enero para hacer desistir a Bonaparte, mediante giros y reparos de ingeniosos estadistas, de la destitución de Changarnier. Cuando se trata de convencer a alguien, es porque se le reconoce como el dueño de la situación. Bonaparte, asegurado por este paso, nombra el 12 de enero un nuevo ministro, en el que continúan los jefes del antiguo, Fould y Baroche. Saint-Jean d'Angely es nombrado ministro de la Guerra, el Moniteur publica el decreto de destitución de Changarnier, y su mando se divide entre Baraguay d'Hilliers, al que se le asigna la primera división, y Perrot, que se hace cargo de la Guardia Nacional. Se le da el pasaporte al baluarte de la sociedad, y si ninguna piedra cae de los tejados, suben en cambio las cotizaciones de la Bolsa.
El partido del orden, dando una repulsa al ejército, que se pone a su disposición en la persona de Changarnier, y entregándoselo así de modo irrevocable al presidente, declara que la burguesía ha perdido la vocación de gobernar. Ya no existía un Gobierno parlamentario. Al perder el asidero del ejército y de la Guardia Nacional, ¿qué medio de fuerza le quedaba para afirmar a un mismo tiempo el poder usurpado del parlamento sobre el pueblo y su poder usurpado del parlamento sobre el pueblo y su poder constitucional contra el presidente? Ninguno. Sólo le quedaba la apelación a estos principios inermes que él mismo había interpretado siempre como meras reglas generales y que se prescribían a otros para poder uno moverse con mayor libertad. Con la destitución de Changarnier y la entrega del poder militar a Bonaparte, termina la primera parte del período que estamos examinando, el período de la lucha entre el partido del orden y el poder ejecutivo. La guerra entre ambos poderes se declara ahora abiertamente, se libra abiertamente, pero cuando ya el partido del orden ha perdido sus armas y soldados. Sin ministerio, sin ejército, sin pueblo, sin opinión pública, sin ser ya, desde su ley electoral de 31 de mayo, representante de la nación soberana, sin ojos, sin oídos, sin dientes, sin nada, la Asamblea Nacional va convirtiéndose poco a poco en un
antiguo parlamento francés
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, que debe entregar la iniciativa al Gobierno y contentarse por su parte con gruñidos de recriminación
post festum
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.