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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (6 page)

BOOK: El Aliento de los Dioses
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—¿Y Siri? —dijo—. ¿Te agrada que le haya pasado esto?

Fafen alzó la cabeza y luego frunció un poco el ceño. Tenía tendencia a evitar pensar en las cosas a menos que se enfrentara a ellas directamente. Vivenna se sintió un poco avergonzada por haber hecho un comentario tan brusco, pero con Fafen no solía haber otro modo.

—Tienes razón —dijo Fafen—. No veo por qué tenían que enviar a nadie.

—El tratado protege a nuestro pueblo.

—Austre protege a nuestro pueblo —dijo Fafen, pasando a otro arbusto.

«¿Protegerá a Siri?», pensó Vivenna. La pobre, la inocente, la caprichosa Siri. Nunca había aprendido a controlarse; se la comerían viva en la Corte de los Dioses de Hallandren. Ella no comprendería la política, las puñaladas por la espalda, las caras falsas y las mentiras. También se vería obligada a engendrar al próximo rey-dios de Hallandren. Cumplir ese deber no era algo que hubiera entusiasmado a Vivenna. Habría sido un sacrificio, pero su sacrificio, ofrecido voluntariamente por la seguridad de su pueblo.

Esos pensamientos continuaron acosándola mientras Fafen y ella terminaban de recoger bayas. Luego bajaron por la colina en dirección a la aldea. Fafen, como todos los monjes, dedicaba todo su trabajo al bien del pueblo. Cuidaba los rebaños, cosechaba alimento y limpiaba las casas de quienes no podían hacerlo ellos mismos.

Sin un deber propio, la vida de Vivenna tenía poco sentido. Sin embargo, ahora que lo consideraba, había alguien que todavía la necesitaba. Alguien que había partido una semana antes, los ojos llorosos y asustada, mirando a su hermana mayor llena de desesperación.

Vivenna no era necesaria en Idris, dijera lo que dijese su padre. Allí era inútil. Pero conocía a las gentes, la cultura y la sociedad de Hallandren. Y así, mientras seguía a Fafen hacia el camino que conducía a la aldea, una idea empezó a germinar en su cabeza.

Una idea que no era, en modo alguno, correcta.

Capítulo 3

Sondeluz no recordaba su muerte.

Sus sacerdotes, sin embargo, le aseguraron que su muerte había sido enormemente inspiradora. Noble. Grandiosa. Heroica. No se retornaba a menos que se muriera de un modo que ejemplificara las grandes virtudes de la existencia. Por eso los Tonos Iridiscentes enviaban de vuelta a los Retornados; actuaban como ejemplos, y dioses, para la gente que aún vivía.

Cada dios representaba algo. Un ideal relacionado con el modo heroico en que habían muerto. El propio Sondeluz había muerto dando muestras de una enorme valentía. O, al menos, eso le decían sus sacerdotes. Sondeluz no podía recordar el hecho, igual que no podía recordar nada de su vida antes de convertirse en dios.

Gruñó suavemente, incapaz de seguir durmiendo. Se dio la vuelta, sintiéndose débil mientras se incorporaba en su majestuosa cama. Visiones y recuerdos asolaban su mente, y sacudió la cabeza, tratando de despejar la bruma del sueño.

Entraron los criados, respondiendo sin hablar a las necesidades de su dios. Era una de las divinidades más jóvenes, pues había retornado hacía sólo cinco años. Había unas dos docenas de deidades en la Corte de los Dioses, y muchos eran bastante más importantes (y más sabios desde un punto de vista político) que Sondeluz. Y por encima de todos gobernaba Susebron, el rey-dios de Hallandren.

Aunque era joven, moraba en un enorme palacio. Dormía en una habitación adornada con sedas, teñida de brillantes rojos y amarillos. Su palacio contenía docenas de aposentos, todos decorados y amueblados según sus caprichos. Cientos de criados y sacerdotes atendían sus necesidades, lo quisiera o no.

«Todo esto —pensó mientras se levantaba—, porque no pude averiguar cómo morir.» Ponerse en pie lo hizo sentirse un poco mareado. Era su día de ayuno. Carecería de fuerzas hasta que comiera.

Los criados se acercaron con brillantes túnicas rojas y doradas. Mientras entraban en su aura, cada criado (piel, pelo, ropas y adornos) rebosaban exagerados colores. Los tonos saturados eran más resplandecientes de lo que podía producir ningún tinte o pintura. Era un efecto de la biocroma innata de Sondeluz: tenía suficiente aliento para llenar a miles de personas. Veía poco valor en ello. No podía utilizarlo para animar objetos o cadáveres; era un dios, no un despertador. No podía dar, ni siquiera prestar, su aliento divino.

Bueno, excepto una vez. Sin embargo, eso lo mataría.

Los criados continuaron sus atenciones, envolviéndolo con preciosos ropajes. Sondeluz era cabeza y media más alto que ninguno de los presentes en la sala. También era ancho de hombros, con un físico musculoso que no se merecía, considerando la cantidad de tiempo que permanecía cruzado de brazos.

—¿Habéis dormido bien, divina gracia? —preguntó una voz.

Sondeluz se dio media vuelta. Llarimar, su sumo sacerdote, era un hombre grueso con lentes y modales tranquilos. Sus manos quedaban casi ocultas por las gruesas mangas de su túnica roja y dorada, y llevaba un grueso libro. La túnica y el libro irradiaron color cuando entraron en el aura de Sondeluz.

—He dormido fantásticamente, Veloz —dijo Sondeluz, bostezando—. Una noche llena de pesadillas y sueños oscuros, como siempre. Terriblemente descansado.

El sacerdote alzó una ceja.

—¿Veloz?

—Sí —dijo Sondeluz—. He decidido darte un nuevo apodo. Veloz. Te viene bien, ya que siempre estás haciendo cosas rápidamente de un lado para otro.

—Me siento honrado, divina gracia —dijo Llarimar, sentándose en una silla.

Colores, pensó Sondeluz. ¿No se molesta nunca?

Llarimar abrió su libro.

—¿Empezamos?

—Si es preciso —dijo Sondeluz.

Los criados terminaron de atar lazos, cerrar presillas y alisar sedas. Todos hicieron una reverencia y se retiraron a un lado de la habitación.

Llarimar cogió su pluma.

—¿Qué recordáis de vuestros sueños?

—Oh, ya sabes. —Sondeluz se dejó caer en uno de los sofás desperezándose—. Nada realmente importante.

Llarimar frunció los labios, insatisfecho. Otros criados empezaron a entrar, portando platos de comida. Comida mundana, humana. Como retornado, Sondeluz no necesitaba comer esas cosas: no le darían fuerzas ni desterrarían su fatiga. Eran sólo un capricho, Dentro de poco comería algo mucho más… divino. Eso le daría fuerzas para vivir otra semana.

—Por favor, intentad recordar los sueños, divina gracia —pidió Llarimar con su estilo amable, aunque firme—. No importa lo poco interesantes que parezcan.

Sondeluz suspiró, mirando al techo. Tenía pintado un mural, naturalmente. Mostraba tres campos rodeados de muros de piedra. Era una visión que había experimentado uno de sus predecesores. Cerró los ojos, tratando de concentrarse.

—Yo… paseaba por una playa —dijo—. Y un barco zarpaba sin mí. No sé adonde iba.

La pluma de Llarimar empezó a garabatear rápidamente en el papel. Probablemente encontraba numerosos simbolismos en ese sueño.

—¿Había algún color? —preguntó el sacerdote.

—El navío tenía una vela roja. La arena era beige, naturalmente, y los árboles verdes. Por algún motivo, creo que el agua del océano era roja, como el barco.

Llarimar escribió furiosamente: siempre se entusiasmaba cuando Sondeluz recordaba colores. Éste abrió los ojos y miró al techo y sus brillantes campos de colores. Extendió lánguidamente la mano y cogió cerezas del plato de un sirviente.

¿Por qué tenía que hacer a nadie partícipe de sus sueños? No obstante, y aunque la adivinación le parecía una necedad, no tenía ningún derecho a quejarse. Era muy afortunado. Tenía un aura biocromática divina, un físico que envidiaría cualquier hombre, y lujo de sobra para surtir a diez reyes. De toda la gente del mundo, tenía menos derecho que nadie a poner objeciones.

Pero sólo era que… bueno, probablemente era el único dios del mundo que no creía en su propia religión.

—¿Había algo más en el sueño, divina gracia? —insistió Llarimar, levantando la cabeza del libro.

—Tú, Veloz.

Llarimar vaciló, palideciendo levemente.

—¿Yo…?

Sondeluz asintió.

—Me pedías disculpas por molestarme continuamente e impedirme comer. Entonces me traías una gran botella de vino y bailabas. Fue muy curioso.

Llarimar lo miró inexpresivamente.

Sondeluz suspiró.

—No, no había nada más. Sólo el navío, Incluso eso se me está olvidando.

Llarimar asintió, se puso en pie y ordenó retirarse a los criados, aunque, naturalmente, éstos permanecieron en la habitación, con sus platos de nueces, vino, y fruta, por si alguna era requerida.

—¿Nos ponemos en marcha, pues, divina gracia?

Sondeluz suspiró y se puso en pie, exhausto. Un criado corrió a cerrar uno de los broches de su túnica, que se había soltado.

Sondeluz caminó detrás de Llarimar, alzándose al menos un palmo por encima del sacerdote. Los muebles y puertas, sin embargo, estaban adaptados al tamaño aumentado de Sondeluz, así que eran los criados y sacerdotes los que parecían fuera de lugar. Sondeluz caminaba sobre mullidas alfombras traídas de las naciones del norte, pasando ante la más fina porcelana del mar Interior. Cada sala estaba decorada con cuadros y poemas de hermosa caligrafía, creados por los mejores artistas de Hallandren.

En el centro del palacio había una sala pequeña y cuadrada que se apartaba de los rojos y dorados estándar del motivo de Sondeluz. Ésta era brillante con lazos de colores más oscuros: profundos azules, verdes, y rojos sangre. Cada una era de un color, directamente de su tono, como sólo una persona que había conseguido la Tercera Elevación podía distinguir.

Cuando Sondeluz entró en la habitación, los colores ardieron cobrando vida. Se volvieron más brillantes e intensos, pero de algún modo permanecieron oscuros. El marrón se convirtió en un marrón más real, el azul marino en un azul marino más poderoso. Oscuros y, sin embargo, brillantes, un contraste que sólo el aliento podía inspirar.

En el centro de la habitación había una niña.

«¿Por qué tienen siempre que ser niños?», pensó Sondeluz.

Llarimar y los criados esperaron. Sondeluz dio un paso adelante y la niñita miró a un lado, donde había un par de sacerdotes con túnicas rojas y doradas. Éstos asintieron, animándola. La niña miró de nuevo hacia Sondeluz, nerviosa.

—Vamos, vamos —dijo éste, tratando de parecer animoso—. No hay nada que temer.

Y, sin embargo, la niña temblaba.

Por la cabeza de Sondeluz corrieron un consejo tras otro (formulados por Llarimar, que decía que no eran consejos, pues nadie aconseja a los dioses). No había nada que temer de los dioses retornados de los hallandrenses. Los dioses eran una bendición. Proporcionaban visiones del futuro, además de liderazgo y sabiduría. Todo lo que necesitaban para subsistir era una cosa.

Aliento.

Sondeluz vaciló, pero su debilidad empezaba a afectarlo. Se sentía mareado. Maldiciéndose en voz baja, se postró sobre una rodilla, tomando la cara de la niña entre sus manos enormes.

Ella empezó a lloriquear, pero dijo las palabras con claridad, como le habían enseñado.

—Mi vida a la tuya. Mi aliento es tuyo.

El aliento fluyó de ella, hinchándose en el aire. Viajó por el brazo de Sondeluz (el contacto era necesario) y él lo inhaló. Su debilidad desapareció, el mareo se evaporó. Ambos fueron sustituidos por una nítida claridad. Se sintió reforzado, revitalizado, vivo.

La niña se volvió opaca. El color de sus labios y ojos se deslució levemente. Su pelo castaño perdió algo de brillo; sus mejillas se volvieron más blandas.

«No es nada —pensó él—. La mayoría de la gente dice que ni siquiera notan cuándo se ha ido su aliento. Vivirá una vida plena. Feliz. Su familia cobrará bien por su sacrificio.»

Y Sondeluz viviría otra semana. Su aura no se hizo más fuerte con el aliento del que se había alimentado; ésa era otra diferencia entre un retornado y un despertador. Los despertadores eran a menudo considerados aproximaciones inferiores y hechas por el hombre de los Retornados.

Sin un aliento nuevo cada semana, Sondeluz moriría. Muchos Retornados fuera de Hallandren vivían sólo ocho días. Sin embargo, con un aliento donado cada semana, un retornado podía continuar viviendo sin envejecer nunca, viendo visiones nocturnas que supuestamente proporcionarían adivinaciones del futuro. De ahí la Corte de los Dioses, llena de palacios, donde los dioses podían ser nutridos, protegidos y, lo más importante, alimentados.

Los sacerdotes se apresuraron a sacar a la niña de la habitación. «Para ella no es nada —se repitió Sondeluz—. Nada en absoluto…»

Sus ojos se encontraron mientras ella salía, y él pudo ver que el brillo había desaparecido en ellos. Se había convertido en una apagada. Una sombría, o una ajada. Una persona sin aliento. Nunca volvería a crecer. Los sacerdotes se la llevaron.

Sondeluz se volvió hacia Llarimar, sintiéndose culpable por aquella súbita energía.

—De acuerdo —dijo—. Veamos las ofrendas.

Llarimar alzó una ceja por encima de sus lentes.

—Estáis dispuesto de repente.

«Necesito devolver algo —pensó Sondeluz—. Aunque sea algo inútil.»

Pasaron a través de varias salas más rojas y doradas, la mayoría perfectamente cuadradas y con puertas en los cuatro lados. Cerca del ala oriental del palacio, entraron en una habitación larga y estrecha. Era completamente blanca, algo muy poco habitual en Hallandren. Las paredes estaban adornadas con cuadros y poemas. Los criados se quedaron fuera: sólo Llarimar se unió a Sondeluz mientras se dirigía al primer cuadro.

—¿Y bien? —preguntó Llarimar.

Era un cuadro pastoral de la jungla, con palmeras combadas y coloridas flores. En los jardines alrededor de la Corte de los Dioses había varias de esas plantas, y por eso Sondeluz las reconoció. Nunca había estado en la jungla… al menos no durante esta encarnación de su vida.

—El cuadro está bien —dijo—. No es mi favorito. Me hace pensar en el exterior. Ojalá pudiera visitarlo.

Llarimar lo miró, intrigado.

—¿Qué pasa? —dijo Sondeluz—. La corte envejece a veces.

—No hay mucho vino en el bosque, divina gracia.

—Podría hacer un poco. Fermentar… algo.

—Estoy seguro —dijo Llarimar, haciendo un gesto con la cabeza a uno de sus ayudantes en el exterior de la sala.

El sacerdote subalterno anotó lo que Sondeluz acababa de decir sobre el cuadro. En alguna parte, había un patrón de la ciudad que buscaba una bendición de Sondeluz. Probablemente tendría que ver con la valentía: quizás el patrón planeaba proponer matrimonio, o tal vez era un mercader a punto de firmar un acuerdo comercial arriesgado. El sacerdote interpretaría la opinión de Sondeluz sobre el cuadro, y entonces daría un augurio a esa persona, fuera para bien o para mal, junto con las palabras exactas que había dicho Sondeluz. Fuera como fuese, el acto de enviar un cuadro al dios ganaría al patrón cierto grado de buena fortuna.

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