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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (42 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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—Continúa —dijo.

El moreno volvió a su fórmula. Fue lo bastante bueno para decir que le gustaba el aspecto de Denton, pensaba que le había hecho frente con extraordinaria valentía. Sólo que la valentía no sirve para nada, para maldita nada de nada si no sujetas las manos.

—Lo que iba a decir era esto. Déjame enseñarte a pelear. Déjame. Eres ignorante, no tienes clase. Pero podrías ser un púgil decente, muy decente. Entrenando. Eso es lo que quería decir.

Denton dudó.

—Pero no te puedo dar nada.

—Ya está el caballero de pies a cabeza —dijo el moreno—. ¿Qué pretendes?

—Pero ¿y tu tiempo?

—Si no consigues aprender a pelear te matarán. No lo dudes lo más mínimo.

Denton pensó.

—No se —dijo.

Miró la cara que tenía delante que delataba a gritos la tosquedad nativa. Sintió una rápida repulsión de su amabilidad transitoria. Le parecía increíble que necesariamente tuviera que endeudarse con semejante individuo.

—Los muchachos están siempre peleándose —dijo el moreno—. Siempre. Y, por supuesto, si alguien se entusiasma y te golpea de forma vital…

—¡Por Dios! —gritó Denton—. ¡Ojalá alguien…!

—Desde luego si piensas así…

—No entiendes.

—Quizá no entienda —dijo el moreno—, y se sumió en un rabioso silencio.

Cuando habló de nuevo su voz era menos simpática, dio un codazo a Denton a modo de apelación.

—¡Atiende! —dijo—, ¿vas a dejarme que te enseñe a pelear?

—Es de una gran amabilidad por su parte —respondió Denton—, pero…

Hubo una pausa. El moreno se levantó y se inclinó sobre Denton.

—Demasiado caballero, ¿eh? Tengo la cara roja… ¡Cielos! Eres… eres un maldito estúpido.

Se volvió y al instante Denton se dio cuenta de la verdad de la observación.

El moreno descendió con dignidad hasta un cruce y Denton tras un momentáneo impulso de persecución, permaneció en la cinta transportadora. Durante un rato tuvo la cabeza llena con todo lo que había pasado. En un solo día su elegante mecanismo de resignación había quedado hecho pedazos sin esperanza alguna de arreglo. La fuerza bruta, lo último, lo fundamental imponía su presencia en todas sus explicaciones, interpretaciones y consolaciones y sonreía burlona y enigmáticamente. Aunque estaba cansado y hambriento no siguió directamente al Hotel del Trabajo donde encontraría a Elizabeth. Se percató de que estaba empezando a pensar, sentía un gran deseo de pensar, así que envuelto en una monstruosa nube de meditación hizo el circuito de la ciudad en la cinta transportadora por dos veces. Imagínenselo, lanzado por la reluciente ciudad con voz de trueno a una velocidad de cincuenta millas por hora, la ciudad del planeta que gira por su inexplorada órbita a través del espacio a muchos miles de millas por hora, terriblemente acobardado y tratando de comprender por qué su corazón y su voluntad habían de sufrir y, no obstante, seguir vivo.

Cuando finalmente volvió con Elizabeth, ella estaba pálida y ansiosa. De no haber sido por sus propias preocupaciones, hubiera observado que tenía problemas. Lo que más temía era que quisiera saber cada detalle de sus humillaciones, que se volviera compasiva o se sintiera indignada. Notó cómo arqueaba las cejas al verlo.

—Me han maltratado —dijo y jadeó—. Está demasiado reciente, demasiado caliente. No quiero hablar de ello.

Se sentó con un inevitable aire de mal humor.

Lo miró atónita, y cuando logró comprender algo del significativo jeroglífico del magullado rostro sus labios palidecieron. Su mano, más delgada ahora que en los días de prosperidad y con el dedo índice algo cambiado por el perforado metálico que hacía, se apretó convulsivamente.

—¡Qué mundo tan horrible! —exclamó, y no dijo más.

En los últimos tiempos se habían convertido en una pareja muy silenciosa. Apenas si se dijeron palabra esa noche, cada uno siguió sus propios pensamientos. A altas horas, mientras Elizabeth yacía despierta, Denton, que hasta entonces había estado tan quieto como un muerto, tuvo un sobresalto repentino junto a ella.

—No puedo soportarlo —gritó Denton—, y no lo soportaré.

Ella lo vio en la oscuridad, incorporándose. Vio su brazo lanzar algo parecido a un furioso golpe contra la tiniebla nocturna. Luego estuvo quieto un rato.

—Es demasiado, es más de lo que se puede soportar.

No pudo decir nada. A ella, también, le parecía que hasta allí era lo más que se podía llegar. Esperó en una larga quietud. Podía ver que Denton estaba sentado con los brazos rodeando las rodillas y la barbilla casi tocándolas. Luego se rió.

—No —dijo por fin—, voy a soportarlo. Eso es lo curioso. No tenemos ni pizca de suicidas, ni una pizca. Supongo que toda la gente con una veta de suicida se ha ido. Nosotros vamos a pasar por todo hasta el final.

Elizabeth, en lúgubres pensamientos, se dio cuenta de que también eso era cierto.

—Vamos a pasar por todo, a pensar en todos los que han pasado por ello: todas las generaciones sin fin, sin fin. Pequeñas bestias que mordían y gruñían, mordiendo y gruñendo, mordiendo y gruñendo generación tras generación.

Su monótona perorata terminó bruscamente siendo retomada después de un largo intervalo.

—Hubo noventa mil años de Edad de Piedra. Un Denton en algún sitio durante todos esos años. Sucesión apostólica. La gracia de pasar por ello. Veamos. Noventa, novecientos, nueve por tres veintisiete,
¡tres mil generaciones de hombres!
Hombres más o menos. Y cada uno luchó y fue magullado y humillado y de alguna manera resistieron, pasaron por todo y lo transmitieron… Y miles más en el futuro quizá, ¡miles! Transmitirlo. Me pregunto si nos lo agradecerán. —Su voz adquirió un tono dialéctico—. Si uno pudiera encontrar algo definitivo… Si uno pudiera decir éste es el porqué, éste es el porqué de que todo siga.

Se quedó quieto, y los ojos de Elizabeth lentamente lo separaron de la oscuridad hasta que finalmente ella pudo ver cómo estaba sentado con la cabeza descansando sobre la mano. Sintió la enorme lejanía de sus mentes, aquella oscura sugerencia de otro ser le pareció una imagen de su entendimiento mutuo. ¿Qué estaría pensando? ¿Qué no diría a continuación? Pareció pasar otro siglo antes de que suspirara y susurrara.

—¡No. No lo entiendo. No!

Luego un largo intervalo y volvió a repetirlo. Pero la segunda vez casi tenía el tono de una solución.

Se dio cuenta de que se preparaba para acostarse. Observó sus movimientos, percibió con asombro cómo ajustaba la almohada teniendo cuidadosamente en cuenta la comodidad. Se acostó con un suspiro casi de contento. La pasión se había ido. Yacía quieto y pronto su respiración se hizo regular y profunda.

Pero Elizabeth permaneció con los ojos muy abiertos en la oscuridad hasta que el clamor de una campana y el repentino brillo de una luz eléctrica les avisó de que la Compañía del Trabajo los necesitaba un día más.

Ese día trajo una refriega con el albino Whitey y con el hombrecillo de cara de hurón. Blunt, el moreno artista del pugilismo, habiendo dejado primero que Denton comprendiera la importancia de su lección, intervino no sin cierto aire de patronazgo.

—Bájale los humos, Whitey y déjale —sonó su gruesa voz con una salva de improperios—. ¿No ves que no sabe pelear?

Y Denton, que yacía tumbado vergonzosamente en el polvo, comprendió que tenía que aceptar aquellas lecciones después de todo. Se disculpó directa y claramente. Se levantó gateando y se acercó a Blunt.

—Fui un estúpido, tienes razón —reconoció—. Si no es demasiado tarde…

Esa noche, después de la segunda sesión, Denton fue con Blunt a unas zonas abovedadas, en desuso y llenas de lodo, por el Puerto de Londres para aprender los inicios del elevado arte del pugilismo tal y como había sido perfeccionado en el gran mundo de los bajos fondos: cómo golpear o patear a un hombre para hacerle un daño atroz o para que se sintiera horriblemente mal, cómo golpear o patear de forma vital, cómo utilizar el cristal en los propios vestidos a modo de porra y sembrar una ruina total con diversos instrumentos caseros, cómo anticipar y destruir las intenciones del adversario desviándolas en otras direcciones… De hecho, todas las agradables artimañas que habían cobrado auge entre los desheredados de las grandes ciudades de los siglos XX y XXI fueron desplegadas por un representante bien dotado para el aprendizaje de Denton. Blunt perdió la timidez con el avance de la instrucción y desarrolló cierta dignidad de experto, una especie de consideración paternal. Trató a Denton con la máxima consideración propinándole sólo algún golpecito de vez en cuando para mantener vivo el interés y riéndose a carcajadas de un feliz puñetazo de chiripa que le cubrió la boca de sangre.

—Nunca me he cuidado de la boca —dijo Blunt admitiendo un fallo—. Nunca… Parece que no importa que le den a uno un golpe justo en la boca, así, no si se tiene una buena barbilla. El sabor a sangre me sienta bien. Nunca. Pero será mejor que no te dé más golpes.

Denton se fue a casa para dormirse exhausto y despertarse a altas horas con todos los miembros doliéndole y todas las magulladuras escociendo. ¿Merecía la pena seguir viviendo? Escuchó la respiración de Elizabeth y, recordando que debía de haberla despertado la noche anterior, se quedó muy quieto. Estaba harto, con un asco infinito, de las nuevas condiciones de vida. Lo odiaba todo, odiaba incluso al genial salvaje que tan generosamente le había protegido. El monstruoso fraude de la civilización brilló con total claridad ante sus ojos. Lo vio como un cáncer vasto y lunático que producía por abajo un torrente cada vez más profundo de salvajismo y por arriba una elegancia más y más frágil y un despilfarro más estúpido. No veía ninguna razón redentora, ningún toque de honor, ni en la vida que había llevado ni en la que había caído. La civilización se le presentaba como un producto catastrófico al que importaban tan poco los hombres, salvo como víctimas, como a un ciclón o a una colisión planetaria. Él, y por tanto toda la humanidad, parecía vivir absolutamente en vano. Buscó mentalmente algunos extraños recursos para escapar, si no para él al menos para Elizabeth, aunque en realidad los quería para él. ¿Y si salía a la caza de Mures y le contaba sus desastres? Le asombró la idea de que Mures y Bindon hubieran desaparecido de sus vidas tan completamente. ¿Dónde estaban? ¿Qué hacían? De eso pasó a pensamientos completamente infames. Y finalmente, no saliendo de ninguna forma de aquel tumulto mental sino terminando con el como la aurora acaba con la noche, llegó a la conclusión clara y obvia de la noche anterior: la convicción de que tenía que pasar por aquello, de que, aparte de cualquier otro punto de vista más remoto y que satisficiera plenamente su pensamiento y energía, tenía que hacer frente y luchar con sus camaradas y comportarse como un hombre.

La segunda noche de instrucción fue quizá menos horrible que la primera, y la tercera se hizo incluso soportable, pues Blunt dejó caer algunos elogios. El cuarto día Denton se enteró por casualidad de que el cara de hurón era un cobarde. Pasó una quincena de odios diurnos y febril instrucción nocturna. Blunt, con muchas blasfemias, juraba que jamás había tenido un alumno tan hábil. Y Denton soñaba toda la noche con patadas, contraataques, ganchos y trucos astutos. Durante todo ese tiempo no intentaron más ultrajes por miedo de Bunt, y luego llegó la segunda crisis. Blunt no vino un día —posteriormente admitió haberlo hecho deliberadamente— y a lo largo de una tediosa mañana Whitey esperó al intervalo entre las dos sesiones con ostentosa impaciencia. No sabía nada de las lecciones de pugilismo y se pasó el tiempo hablando a Denton y a todos los de la bóveda en general de algunas prácticas desagradables que tenía pensadas.

Whitey no era popular y la gente se congregó para verlo abusar del novato sólo con lánguido interés. Pero todo cambió cuando el intento de Whitey de abrir la pelea pateando a Denton en la cara se encontró con una maniobra excelentemente ejecutada de detención, sujeción y lanzamiento que completó la trayectoria del pie de Whitey en su órbita y dio con su cabeza en el montón de cenizas que en otro momento había recibido la de Denton. Whitey se levantó un tono más blanco, y ahora, con grandes blasfemias, decidido a provocar heridas vitales. Hubo momentos indecisos, frustradas acometidas que ahondaron la perplejidad evidentemente en aumento de Whitey, y luego las cosas terminaron en una masa con Denton en la parte superior sujetando con las manos el cuello de Whitey y con la rodilla sobre su pecho. Un lacrimoso Whitey con la cara negra, la lengua fuera y un dedo roto trataba de explicar el malentendido por medio de roncos sonidos. Además estaba claro que entre los allí presentes nunca había habido una persona más popular que Denton. Denton, tomadas las debidas precauciones, liberó a su antagonista y se puso en pie. Parecía que la sangre se le había tornado una especie de fuego líquido, los miembros se sentían ligeros y sobrenaturalmente fuertes. La idea de que era un mártir en la máquina de la civilización se le había ido de la cabeza. Era un hombre en un mundo de hombres.

El hombrecillo cara de hurón fue el primero en la competición por darle palmaditas en la espalda. El prestador de las latas de aceite era un sol radiante de simpáticas felicitaciones… A Denton le parecía increíble que se le hubiera pasado jamás por la imaginación desesperarse.

Denton estaba convencido de que no sólo tenía que pasar por todo, sino que podía hacerlo. Estaba sentado en el jergón de lona explicando este nuevo aspecto a Elizabeth. Tenía un lado de la cara magullado. Ella no había peleado recientemente, no le habían dado palmaditas en la espalda, no tenía ardientes moretones en la cara, sólo palidez y una nueva arruga o algo así en torno a la boca. Estaba desempeñando su papel de mujer. Miraba atentamente a Denton en su nuevo ánimo profético.

—Siento que hay algo —decía—. Algo que permanece, un Ser de Vida en el que vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser, algo que comenzó hace cincuenta, cien millones de años, quizá, que continúa, continúa creciendo, extendiéndose a cosas más allá de nosotros, cosas que nos justificarán a todos nosotros… que explicarán y justificarán mi pelea…, estas magulladuras, y todos los dolores. Es el escoplo, sí, el escoplo del Hacedor. ¡Ojalá pudiera hacerte sentir lo que yo siento!, ¡ojalá pudiera hacerlo!

—Lo harás, cariño, sé que lo harás.

—No —dijo en voz baja—. No lo haré.

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