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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

El beso del arcángel: El Gremio de los Cazadores 2 (37 page)

BOOK: El beso del arcángel: El Gremio de los Cazadores 2
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La palabra «sexy» era demasiado sosa para describirlo.

Y era obvio que las bellas vampiresas de melena sedosa que los rodeaban pensaban lo mismo. Elena fulminó con la mirada a una que tuvo la temeridad de agitar el abanico en dirección al arcángel. El abanico cayó.

Satisfecha, la cazadora se volvió hacia Rafael.

—¿Y Jason y Aodhan?

—Tienen trabajo que hacer.

¿Ella sabe lo de Jason? 


.

Un instante después lo guiaron hasta unas intrincadas puertas lacadas, hacia una sala que parecía absorber la luz y el aire, una sala que le aplastó las costillas contra los órganos internos. Rafael cambió ligeramente de posición y la miró a los ojos para darle algo en lo que concentrarse, una forma de luchar contra la sensación de agobio. Pareció que pasaban horas, aunque en realidad debieron de pasar un par de segundos. Mientras su corazón recuperaba el ritmo normal, Elena volvió a concentrar su atención en la estancia, y su mirada se vio atraída por un grupo de sillas situado junto a una pared llena de mariposas con las alas extendidas en una pose eterna y un alfiler atravesado en el abdomen.

—Rafael —lo saludó Lijuan a través de la estancia. Sus pupilas tenían un extraño tono iridiscente. Llevaba un vestido extraño, una desconcertante creación infantil formada por capas y capas de gasa vaporosa que rodeaban su cuerpo de tonos grises y neblinosos. Su cabello flotaba a los lados de su rostro, agitado por un viento que Elena no podía sentir, un viento que no movía ni las gruesas cortinas de brocado ni los exquisitos tapices de las paredes.

Como si se tratara de una advertencia primigenia, toda la piel de Elena se erizó. Al parecer, millones de años de evolución le decían que nunca, jamás, debería convertirse en el foco de atención de la criatura que se encontraba delante de ella. Porque no era la estancia lo que absorbía la luz. Era Lijuan. El cerebelo de la cazadora envió una descarga de pánico a su cuerpo cuando ella se quedó inmóvil, para avisarle de que debía huir, esconderse.

Pero, por supuesto, ya era demasiado tarde.

Observó cómo Rafael tomaba la mano de Lijuan e inclinaba la cabeza para rozar con los labios esa piel pálida y perfecta. Los ojos de Lijuan se clavaron en los suyos por encima del hombro del arcángel, y no había nada ni remotamente humano en ellos, nada que Elena pudiera interpretar.

Cuando la delicada criatura retrocedió un paso, su mirada volvió a concentrarse en Rafael.

—Estás diferente.

—Y tú no cambias jamás.

Una risa tintineante, una que a Elena no debería haberle parecido tan cortante... pero lo cierto era que parecía creada a base de hojas de afeitar machacadas hasta convertirse en cristal.

—¿Por qué no te conocí cuando era más joven?

—Por aquel entonces no te habrías interesado en mí —dijo Rafael, que se volvió para colocar la mano en la parte baja de la espalda de Elena—. Esta es Elena.

—Tu cazadora. —Los ojos claros de Lijuan se clavaron en ella, y Elena tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no retroceder, para no esconderse.

Porque Lijuan era el monstruo del armario. Ese con el que las madres asustaban a los niños. El que se suponía que uno nunca debía ver.

—Lady Lijuan. —El título formal que le había enseñado Jessamy salió de sus labios con normalidad. Aunque Elena no sabía muy bien cómo. Los ojos de la arcángel se posaron en su cuello.

—No llevas collar.

Elena no bajó la mirada, aunque sentía un nudo de furia en el estómago.

—Prefiero el regalo de Rafael.

—Una daga; esos adornos fueron muy populares en otras épocas. —Lijuan cambió de tema, como si ese collar que tanto dolor le había provocado ya no tuviera importancia—. Unas alas preciosas. ¿Te importaría mostrármelas?

Elena no deseaba mostrarle nada a esa criatura, pero la petición había sido de lo más educada. No estaba dispuesta a originar un incidente político por el mero hecho de que Lijuan fuera tan inhumana que desafiara cualquier tipo de explicación. Tras cambiar de posición para tener algo de espacio, desplegó las alas que su arcángel le había otorgado al devolverle la vida. Sin embargo, cuando Lijuan alzó una mano como si fuera a tocarlas, Elena las cerró de golpe.

Rafael ya estaba hablando:

—No es propio de ti romper el protocolo.

—Mis disculpas. —Lijuan bajó la mano, pero sus ojos no se apartaron de las partes de las alas de Elena que se veían alrededor de su cuerpo—. Mi única excusa es que son, sin duda, extraordinarias.

Elena deseó poder plegarlas aún más.

—Gracias.

Lijuan aceptó el agradecimiento como si fuera algo obligatorio.

—Las mías, como puedes ver, son muy sencillas. —Extendió las alas.

Tenían un color gris suave. Y eran exquisitas en su sedosa perfección.

—Sencillas, quizá —dijo Elena—, pero aún más hermosas por eso mismo.

Lijuan recogió sus alas.

—Cuánta sinceridad. ¿Es por eso por lo que te resulta intrigante?

Rafael contestó a la pregunta implícita.

—A ti te interesan muy poco esas emociones terrenales.

—Ah, pero tú sí me intrigas. —Tras tocarle la mano, Lijuan hizo un gesto hacia su izquierda—. Pensé que podríamos comer de manera informal.

Elena estuvo a punto de tragarse la lengua al oír eso. Tal vez esa estancia no fuera un comedor, pero era lujosa más allá de cualquier descripción. El muro posterior estaba cubierto de paneles ribeteados en oro labrado; en la pared derecha colgaban tapices que seguramente costarían cientos de miles; el muro anterior estaba lleno de ventanas que permitían observar las animadas y elegantes celebraciones de los cortesanos más abajo. La pared izquierda, la pared junto a la cual se iban a sentar, era donde estaban las mariposas.

Aunque reacia a hacerlo, Elena se acercó a una silla tapizada en un asombroso tono jade, y no pudo evitar contemplar a las criaturas paralizadas en un movimiento eterno.

—No hay cristales —dijo, casi para sí—. ¿Cómo evitas que se deterioren?

Otra risotada de campanillas. A Elena se le heló el corazón al darse cuenta de lo que había dicho.

—¿No le has contado mi secreto, Rafael? —Unos ojos que brillaban con un pícaro entusiasmo infantil.

Escalofriantes.

Rafael apoyó la mano un instante en la espalda de Elena.

—Ya no es ningún secreto. Favashi me habló de ello ayer.

—Pero tú lo sabías antes que nadie. —Lijuan tomó asiento en una silla diseñada para acomodar las alas, con una columna central como base y unos costados que se curvaban con elegancia hacia fuera—. ¿Cómo está ese ángel de alas negras?

Rafael esperó a que Elena se sentara antes de situarse en la silla de al lado.

—Jason está deseando que se celebre el baile.

Esa conversación civilizada ocultaba una corriente subyacente de peligro que se enroscó en los tobillos de Elena como una lengua de fuego. Rafael le había dicho que uno de los renacidos de Lijuan había herido a Jason. En esos momentos se preguntó si el ataque había sido intencionado. ¿Una advertencia?

Lijuan alzó una mano, y el cadáver de una mariposa de color azul brillante flotó desde la pared hasta su palma. El alfiler cayó sobre la alfombra sin hacer ruido.

—¿Y el joven? ¿Ese tan guapo?

—Decidí que sería mejor que Illium no nos acompañara —replicó Rafael de inmediato—. Podría haber sido una tentación demasiado grande.

Lijuan dejó la mariposa sobre la mesa y se echó a reír, aunque esa vez su risa fue más siniestra, llena de «verdadero humor», si se podía llamar así.

—Mmm... Sí, tiene unas alas magníficas. —Volvió la vista hacia Elena—. Tan inusuales como las tuyas.

—Por desgracia —dijo Elena, que sabía que debía mantenerse firme aunque esa arcángel fuera capaz de aplastarla con un simple pensamiento—, yo tampoco soy un artículo coleccionable.

—Oh, no querría que nadie clavara tus alas en una pared —aseguró Lijuan, cuyo cabello seguía agitándose con esa brisa espectral que no tocaba nada más—. Con vida me resultas muchísimo más interesante.

—Una suerte para mí —dijo, aunque no lo creía ni por asomo. Se apoyó en el respaldo de la silla y permitió que Lijuan y Rafael llevaran el peso de la conversación. Mientras hablaban, ella observó, escuchó... e intentó averiguar por qué Lijuan parecía tan extraña.

Sí, su poder le ponía los pelos de punta, pero, en cierta ocasión, Rafael le había roto a un vampiro todos los huesos del cuerpo y lo había dejado en un sitio público a modo de advertencia. Y la conversación que habían mantenido en el avión le había dejado claro que en la actualidad era tan capaz de esa clase de brutalidad como el día que lo conoció.

No obstante, tenía a Rafael en su cama todas las noches, se acurrucaba entre sus brazos cuando las pesadillas se ponían demasiado feas. Confianza. Había confianza entre ellos. Sin embargo, antes, cuando solo era el arcángel de Nueva York (un ser duro, cruel y sin ningún tipo de piedad), nunca le había puesto la carne de gallina, nunca le había provocado esa sensación de estar en presencia de una criatura que simplemente no debería existir.

—Ah, al fin ha llegado la comida.

Elena ya había vuelto la cabeza hacia la puerta, puesto que había detectado la esencia de los vampiros que se aproximaban.

Jazmín y miel.

Dulce bálsamo de copaiba salpicado de canela.

Un beso de rayos de sol matizado con barniz.

Combinaciones peculiares, esencias extrañas, pero los vampiros eran así. Le había preguntado a Dmitri qué olores percibían los vampiros en sus demás congéneres. El vampiro había sonreído con esa expresión maliciosa que reservaba solo para ella y le había respondido: «Ninguno. Reservamos nuestros sentidos para los mortales, para la comida».

Los tres que acababan de entrar en la estancia eran criaturas masculinas, pero solo uno de ellos tenía el pelo negro azabache y los ojos almendrados típicos de la patria de Lijuan. Ese era el que olía a bálsamo de copaiba. Junto a él había un eurasiático con los hombros amplios típicos de un boxeador y los ojos azules propios de un chico de Kansas; su rostro no encajaba del todo bien, pero resultaba deslumbrante de cualquier forma, o quizá debido a esos rasgos tan peculiares. Ese era el que olía a jazmín. Y el de los rayos de sol... Elena sintió un vuelco en el estómago ante los recuerdos que evocaba ese aroma: recuerdos de sangre y muerte, de carne podrida por todas partes, de Uram dándole una patada en el tobillo roto.

El de los rayos de sol se acercó para dejar un delicado juego de porcelana pintada a mano sobre la mesita baja labrada que conformaba la única barrera entre Rafael y ella. La piel de su mano tenía la lustrosa negrura que puede apreciarse en el corazón del tronco del jacarandá africano, una madera tan rica y pura que su precio ascendía a miles de dólares.

Tenía una piel muy hermosa que le recordaba los meses que había pasado en África, y la dejó tan fascinada que tardó un momento en mirarlo a los ojos y darse cuenta de que estaba muerto.

Rafael se percató del instante en que Elena comprendió que el vampiro que estaba ante ellos, sirviendo el té Oolong de color miel en una taza diminuta, era uno de los renacidos. Todo su cuerpo se puso rígido, y se quedó inmóvil, inmóvil como un cazador que ha avistado a su presa.

Podría haberle hablado mentalmente para advertirle que no debía revelar sus miedos, pero dadas las crecientes habilidades de Lijuan, era posible que la arcángel escuchara esa advertencia, y Rafael no estaba dispuesto a hacer nada que resaltara la debilidad de Elena. En lugar de eso, confió en su cazadora, y ella no le falló.

—Gracias —le dijo educadamente al renacido cuando terminó de servirle el té.

El vampiro respondió con una inclinación de cabeza. Estaba tan fresco, tan lozano, que resultaba evidente que había sido creado hacía muy poco tiempo. Sus ojos... Sí, había algo en ellos, cierto conocimiento de quién había sido y de lo que era en esos momentos. Pero no mostraban pánico. Quizá no comprendiera todavía en qué se había convertido. Rafael aguardó a que el renacido se acercara para llenar su taza mientras el de los ojos azules servía a Lijuan.

—Un brindis —dijo Lijuan, que alzó su tacita mientras los sirvientes empezaban a colocar sobre la mesa los alimentos que llevaban en un carrito de madera y oro—. Por los nuevos comienzos. —Tenía los ojos puestos en Elena.

Rafael contuvo el instinto que lo impulsaba a colocarse en medio, a proteger a Elena de una amenaza frente a la que no tenía ninguna oportunidad de sobrevivir... aunque, después de todo, su cazadora había sobrevivido a él.

—Por los cambios —dijo.

Lijuan trasladó la mirada hasta él, pero no comentó el sutil cambio del brindis.

—Eso servirá. —Hizo un gesto con la mano a las tres criaturas y estas se marcharon tan silenciosamente como habían llegado.

—¿No hay audiencia? —Rafael le pasó a Elena una pequeña bandeja con un pastel de alubias pintas que sabía que le gustaría.

—Hoy no. —Lijuan observó cómo Elena se comía el pastel que él le había dado—. ¿La comida sigue proporcionándote placer, Rafael?

—Sí. —Una respuesta sencilla. Todavía estaba arraigado a la tierra, al mundo—. Tú ya no comes. —Era una suposición, pero no esperaba que ella lo admitiera.

—Se ha convertido en algo innecesario. —Dio un sorbo de la taza que tenía en la mano—. Con amigos, hago un esfuerzo, pero...

Rafael comprendió lo que quería decir. Ningún arcángel se había muerto de hambre, ni siquiera cuando dejaba de comer por completo. No obstante, la falta de sustento al final derivaba en un debilitamiento de los poderes. Podía tardar años, tal vez décadas, pero la pérdida sería permanente. Un arcángel no podía permitirse correr ese riesgo.

Lijuan le estaba diciendo que había ido más allá de eso. Lo cual traía a colación la pregunta de cómo conseguía poderes ahora.

—¿Carne y sangre? —inquirió, consciente de que Elena seguía extrañamente callada a su lado. Algunos podrían pensar que era la intimidación lo que la hacía guardar silencio, pero él sabía muy bien que estaba escuchando, aumentando sus conocimientos, tomando nota de todos los posibles puntos débiles.

—Eso sería una involución —dijo Lijuan, cuyo cabello se agitaba como si recibiera las caricias de unos dedos fantasmales—, y yo estoy evolucionando.

Elena aguardó hasta que estuvieron tras las puertas cerradas de su dormitorio para permitirse temblar.

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