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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (15 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Unos días después, voy caminando por la calle y un hombre me saluda y me ofrece unas remeras que ha desplegado sobre una mesa, allí en la calle, en plena 25 de Mayo, a la salida de la farmacia.

«Las mejores son las Lacoste», me informa. Cuestan treinta pesos. «Son Lacoste truchas», me advierte, pero de la más alta calidad. Sin dudarlo, le compro cuatro remeras, dos azules, dos verdes, pensando en Martín, que por suerte me ha perdonado. El tipo me da la mano y me dice «siempre te veo en la tele», lo que a todas luces es mentira, una mentira amable. Llego al departamento y le digo a Martín que he comprado cuatro remeras muy lindas, Lacoste imitación, para que se las regale a su padre, sus dos hermanos y su cuñado, el jugador de rugby. Martín mira las remeras y me dice, indignado: «¿Sos boludo? ¿Vos pensás que le voy a regalar estas remeras pedorras a mi familia? ¿Vos pensás que somos inferiores a tu familia? ¿Vos le regalarías estas remeras truchas a tus hermanos?» Le pido disculpas, le digo que no tengo buen ojo para la ropa, nunca sé qué ropa comprar y siempre tiendo a comprar ropa barata, usada, con tara, fallada, de imitación o en liquidación.

Descorazonado, pensando que la ropa sólo trae problemas, voy a mi cuarto, me pongo una remera con el cocodrilo ilegítimo y me siento a escribir. Luego pienso que quizá un escritor no debería usar nunca prendas de vestir que cuesten más de lo que cuesta un libro suyo.

Aquella noche, la noche en que peleamos, Ana y yo fuimos a comer a un restaurante alemán en la esquina de Libertador y Alem, en San Isidro, y yo le conté los conflictos sentimentales que viví con Martín, y ella me escuchó en silencio, sin que me diese cuenta de que estaba aburriéndose, y luego me acompañó caminando a casa, me abrazó y se fue en taxi, y una hora después me envió un correo electrónico agradeciéndome por haberla invitado a cenar para aburrirla hablándole de Martín.

Herido en mi vanidad, y avergonzado de haber hablado tanto de un asunto que a ella, como debí suponer, poco o nada le interesaba, le respondí enseguida, pidiéndole disculpas y diciéndole que no se preocupase, porque no volvería a aburrirla más, dado que no volvería a verla más.

Dejamos de vernos largos meses, quizá un año. Ana siguió trabajando en la librería, viendo a sus amantes a escondidas, cuidando a su perra con más amor que el que reservaba para cualquiera de sus amantes y ocultando el tatuaje con mi nombre que se hizo en la espalda poco antes de que nos peleásemos. Luego volvimos a escribirnos. Nadie se disculpó ni aludió a aquella noche desafortunada. Ella, como siempre, me hablaba de los libros que le habían gustado, y yo me quejaba de algo o de alguien, lo de siempre.

Una noche de verano en Miami, Martín se sentó a la computadora de casa y leyó mis correos, que por descuido habían quedado abiertos, entre ellos los últimos que me había escrito Ana, en los que, al final, pese a todo, me decía «te amo». Martín se molestó. Me dijo que no entendía que ella me amase, y entendía menos que yo le respondiese diciéndole «te quiero» y prometiéndole que la vería cuando volviese a Buenos Aires. «No entiendo que quieras tanto a una persona que me odia», dijo. Le dije que Ana no lo odiaba, pero fue inútil, no logré convencerlo.

Ana y Martín siempre se llevaron mal. Cuando salíamos a comer los tres en Palermo, hacían un esfuerzo notorio para fingir que no estaban incómodos. Martín me decía luego que Ana estaba loca, obsesionada conmigo, que era capaz de matarme si yo dejaba de verla. Me pedía que tuviera cuidado, me decía que ella le hacía recordar al personaje de Kathy Bates en Misery. Ana me decía que Martín no me quería de verdad, que era un oportunista, que estaba conmigo sólo para sacarme dinero.

Desde entonces, empecé a ver a Ana a escondidas, mintiéndole a Martín, hasta la noche aquella del restaurante alemán, en que cometí el error de hablarle tanto de él.

Pero ahora habían pasado los meses y yo estaba de regreso en Buenos Aires, y Ana me había pedido que nos viésemos porque tenía algo importante que contarme, algo que prefería decirme en persona. Decidí no mentirle a Martín: le dije que me iba a tomar el té con Ana en una cafetería ceca de casa y que volvería en un par de horas.

Ana llegó tarde, corriendo, muy abrigada, con libros de regalo para mí, y me abrazó con fuerza, después de casi un año sin vernos, y pidió un té, una coca-cola y dos empanadas, y después de besarnos y decirnos esas cosas cursis que sólo deberían decirse, si acaso, al oído, le pedí que me contase aquello que no había querido decirme por correo electrónico.

«Estoy enamorada de una chica», me dijo.

La chica se llamaba Sol. Vivía en Belgrano, con sus padres. Era joven, muy linda. No se había acostado antes con una chica, era su primera vez. Se consideraba bisexual. Ya habían comprado los pasajes para irse a México, de vacaciones.

Luego hubo un silencio y Ana confesó: «Pero hay un problema. Me he enamorado de otra chica.»

La otra chica se llamaba Paloma. Vivía sola, en San Telmo. Era muy linda, quizá más que Sol.

Se asumía como lesbiana. Había tenido otras novias. Fumaba marihuana.

Le pregunté si le gustaba más estar con Sol o con Paloma. «A Sol me encanta cuidarla, protegerla, es muy sensible. Paloma es más loca, más divertida», respondió.

Le aconsejé que, si no podía elegir a una, se quedase con las dos, sin que ninguna supiese de la otra. Me dijo que eso no era posible, porque estaba sufriendo mucho. Tenía que dejar de mentirles.

Tenía que elegir a una. No quería irse a México con Sol. Tampoco quería romperle el corazón cancelando el viaje. Quería seguir durmiendo con Paloma en San Telmo. Tampoco estaba dispuesta a dejar de acostarse con chicos. Y a Paloma le molestaba que Ana dijese que era bisexual: le pedía que se olvidase de los chicos y se quedase sólo con ella. «Tú sabes que eso no se puede», me dijo Ana.

Poco después sonó su celular. Era Sol, llorando, porque su padre acababa de morir de un infarto.

Ana se quedó muy seria. No lloró. Le dije que debía ir a verla enseguida. Me dijo que iría en un momento. Admiré su serenidad. Le dije que lo peor de una muerte así, tan repentina, debía de ser la tristeza o la culpa de no haber podido despedirse y decirle a esa persona ciertas cosas importantes.

«No creas», me corrigió. «Si no le has dicho esas cosas toda la vida, ¿por qué deberías decírselas sólo porque va a morirse?»

Luego me contó algo que le dijo su padre unos meses antes de morirse, hace años, cuando ella tenía apenas diecinueve. Su padre era matemático, profesor de la universidad, amante de los libros.

Ella le preguntó si Dios existía. «Creo que no, pero no estoy seguro», le dijo él. Ella le reprochó que no estuviese seguro. Su padre le dijo: «Nunca estés muy segura de nada. Duda siempre. No dejes de dudar.»

Ana me abraza y se va a ver a Sol.

Julieta me escribe un correo electrónico. Dice que trabaja en una revista argentina. Me pide una entrevista. Dice que ha leído mis libros y que le gustan. Puede que esté mintiendo, pero es una mentira amable, de aquellas que se agradecen.

Le digo que sólo estaré en Buenos Aires un par de días más y le daré la entrevista con una sola condición: que no me haga fotos. En realidad, con dos condiciones: que venga hasta San Isidro, donde vivo.

Julieta acepta, no sin quejarse. Acordamos hacer la entrevista en el restaurante alemán al que voy a comer todos los días. Me pide que sea tarde, a las once de la noche. Llamo al restaurante y hago la reserva.

El día de la entrevista, Julieta me manda varios correos, contándome cosas de su vida. Vive sola.

Tiene treinta años. Odia a su padre. Fuma marihuana. Tiene novios y novias. Quiere ser escritora.

Pero todo le da pereza. Usa una palabra argentina: todo le da fiaca.

Le digo que me mande alguna foto para reconocerla cuando llegue al restaurante. Me manda dos fotos. Es muy linda. En una foto está echada en un sofá lleno de ropa desordenada, viendo la televisión, viéndome a mí en la televisión. En la otra foto está en una playa, con el pelo mojado, en traje de baño, el pecho descubierto, mirando hacia abajo, con aire triste. Tiene un cuerpo estupendo, y ella lo sabe.

A la noche, intrigado por sus fotos y la extraña crudeza de sus correos, camino al restaurante alemán. Por desgracia, está lleno. Es viernes, los viernes siempre está lleno. Me siento a la mesa que ocupo cada tarde a las tres y me traen lo de siempre, dos jugos de naranja recién exprimidos. He llevado un par de revistas, por si la chica se demora en llegar. San Isidro no le queda cerca: viene desde Palermo.

Suerte que llevé las revistas: Julieta no aparece y ya son las once y media. Pido una sopa de cebollas. Le aseguro a Silvia, la dueña, una alemana muy delgada, encantadora, infatigable, que mi amiga llegará pronto. Pero Julieta, que en realidad no es mi amiga, no llega, no todavía. Así que sigo leyendo las revistas y pido un lenguado con alcaparras.

Cuando veo que ya son las doce de la noche, comprendo que Julieta no llegará. No llevo celular.

Tengo la teoría (que no puedo probar) que los celulares me hacen daño, me dan dolor de cabeza, me quitan años de vida. Pero como se trata de una emergencia, le pido a Silvia su celular. Ella me lo presta encantada y me mira con cierta lástima. Llamo a Julieta. Escucho su voz en el contestador.

Tiene una voz triste, como sospechaba. Sólo repite su número y dice: «Ya sabés lo que tenés que hacer.» Le digo: «No sé qué hacer, porque son las doce y no llegas. Por favor, escríbeme un mail para saber que estás bien. No quiero leer en el diario de mañana que te pasó algo malo.»

Pago la cuenta, pido disculpas por haber ocupado a solas una mesa grande y regreso caminando a casa. Escucho los mensajes del contestador, leo mis correos electrónicos: no hay noticias de Julieta.

Vuelvo a llamarla. No contesta. No dejo mensaje.

A la mañana siguiente, leo Clarín y La Nación, pero, por suerte, no aparece, entre las desgracias del día (choques, secuestros, robos, violaciones), el nombre de Julieta. Es un alivio saber que no le ha pasado algo malo, aunque luego pienso que si le pasó algo malo, quizá los diarios ya habían cerrado y por eso no recogieron la noticia.

Esa tarde, antes de salir al aeropuerto, leo deprisa mis correos. Me ha escrito el dueño de un canal de televisión de Miami. Me ha escrito mi madre. Y me ha escrito Julieta. Aunque estoy tarde y el taxista me espera para llevarme a Ezeiza, leo los correos. Julieta me dice: «Te pido perdón. Soy una cobarde y una tarada. No pude ir. Me dio miedo. Estaba muy tensa. Me fumé un porro, me colgué, me fui al cine y me olvidé de vos. Supongo que no me escribirás más.» Mi madre me dice:

«Tu papi está peor. Le han salido varios tumores más. Ya no podemos seguir con la quimioterapia. Rézale a la Virgen de Guadalupe.» El dueño del canal me dice: «Te espero el martes en mi oficina para firmar el contrato.»

Escribo rápidamente las respuestas. Le escribo al hombre de televisión: «Nos vemos el martes en Miami. Gracias por confiar en mí.» Le escribo a mi madre: «Lo siento. No creo que la Virgen de Guadalupe pueda salvarle la vida.» Le escriba Julieta: «Estás mal de la cabeza. Me gustas por eso. Tienes un cuerpo delicioso.»

Salgo corriendo al aeropuerto. Hago las filas y trámites de rigor. En el salón de espera, tras pasar los controles, echo una mirada a mis correos. Julieta me dice: «¿Me estás amenazando, peruano del orto? ¿De qué Virgen me hablás, boludo?» Mi madre me dice: «Qué lindo mi Jaimín, gracias por invitarme a Miami, ¿dónde nos vemos el martes, en el aeropuerto? Mi amor, yo siempre voy a confiar en ti.» El dueño del canal me dice: «No sabía que te gusto. No creo que pueda verte esta semana. Me voy a Cannes.»

Lola cumple años y estoy en Lima para acompañarla.

La veterinaria que visita la casa todos los días ama a los animales de Lola, pero probablemente ama más a Lola, porque gracias a ella se gana la vida. La veterinaria baña a los perros, vacuna a los conejos, da vitaminas a los gatos, sosiega y educa a los ratones, agiliza el paso de las tortugas. Con una autoridad inapelable, dictamina que un canario está deprimido, un gato, perdiendo la vista, una tortuga, con dolor de pecho o una cacatúa, aquejada de estreñimiento, y enseguida convence a Lola de que debe sanar al animal afligido, mientras mi hija, sin mucho esfuerzo, con sólo sonreír, me convence de pagar el tratamiento.

Como era de esperar, la veterinaria le ha regalado a Lola una perra por su cumpleaños. Es un regalo y, al mismo tiempo, una inversión: en efecto, parece altamente probable que la perrita sufra en los próximos días de una misteriosa crisis de salud y la veterinaria le salve la vida con unas inyecciones muy costosas de un líquido transparente (que las empleadas y yo sospechamos que es agua con azúcar).

No es el único animal que le regalan en su cumpleaños. El timbre de la casa suena sin tregua y van llegando, en cajas o jaulas o bolsas de plástico, pollitos, ratones, conejos, gatos siameses, peces de colores, un par de gallinas chilenas, un loro que habla. Lola se entusiasma, contempla maravillada a sus animales, los alimenta y los deja en la casa, mientras yo intento escribir.

He intentado querer a los animales de mi hija, pero casi nunca lo consigo. Sólo quiero a los conejos, porque son animales bellos, pacíficos, inofensivos, que respetan el silencio y nunca molestan. Las tortugas y los peces tampoco hacen ruido, pero es fastidioso cambiarles el agua cada cierto tiempo, y cuando, conminado por mi hija, lo he intentado, se me han resbalado algunos peces por el escurridizo lavadero de la cocina, no quedándome más remedio, ante la imposibilidad de rescatarlos de ese agujero negro, que prender el triturador y convertirlos en cebiche.

Mientras Lola juega con sus amigas en el jardín, yo hago esfuerzos por escribir, pero es en vano, porque el ratón enjaulado hace un ruido agobiante dando vueltas en su rueda metálica como un demente, el loro que en teoría habla no dice una palabra pero lanza unos chillidos que me enervan, los pollitos atrapados en una caja de leche agujereada no cesan de piar en busca de alguna forma de auxilio o compasión que yo no puedo procurarles, la perrita lloriquea y trata de sacarse el suéter de lana que le han puesto, y las gallinas chilenas, de un plumaje amarillento, se pasean por la casa quejándose o protestando en la forma de un eterno cacareo.

Amo a mi hija, y respeto su amor por los animales, pero he dormido mal, me duele la cabeza, no puedo escribir y este zoológico en casa es demasiado para mí.

BOOK: El canalla sentimental
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