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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (4 page)

BOOK: El cebo
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Descendí los cuatro o cinco peldaños que me quedaban y corrí a la puerta. Estaba cerrada electrónicamente, pero confié en que no con una clave. Busqué el teclado para pulsar el «Open», y entonces oí la voz a mi espalda y casi sentí el aliento en mi nuca. Me volví.

—¿Qué soy para vosotras? ¿Qué soy... ?
¿Qué he sido siempre?
—El hombre temblaba de pies a cabeza mientras sollozaba. Pero yo solo tuve ojos para la epilepsia de aleación molibdeno-vanadio que lanzaba destellos en su mano derecha al gesticular.

—Deja que me marche, Joaquín —dije con calma.

Sin embargo, al tiempo que lo decía, comprendí que ya no podía irme así como así. Joaquín la Vestal, la doncella mártir, haría algo terrible con su poderosa Rosa Roja si lo abandonaba en aquel estado. O quizá no, pero no quería aceptar el riesgo. Era un inocente. O bien no era el culpable que buscaba.

—¡Dime qué soy! —rugió, alzando el cuchillo hacia su rostro—. ¿Un anormal? ¿Eh? ¿Eh?
¿Soy anormal porque me gusta que me pinchen?
¿Eh? ¿Eh? ¿Soy anormal?

—Sí —dije—. Eres un anormal del culo.

Se quedó quieto un segundo.

Durante ese segundo levanté el brazo derecho y le estampé el puño en la cara. Fue como golpear una pared, pero no era el primer hombre a quien golpeaba. Se derrumbó de inmediato y Rosa Roja escapó de sus manos y se deslizó como un esquí afilado y mortal por el suelo de mármol blanco.

Me froté los nudillos, me agaché junto a Mister Mártir y estudié la situación: un coágulo empezaba a abultar su nariz, lo cual me hizo pensar que se la había roto al caer, o quizá con mi propio golpe. Pero al menos respiraba con normalidad y su corazón latía. Además, ya era inofensivo, y cuando despertara, la disrupción habría finalizado. No se puede tener todo en esta vida.

Recogí a Rosa Roja y subí la escalera. Guardé los cuchillos y el resto de objetos en la caja de zapatos y la devolví a las profundidades del armario, donde hallé ocultas varias impresiones de webs de hombres atados. Me despedí de las santas mártires y al regresar al vestíbulo, me detuve antes de abrir la puerta y contemplé el fardo vestido de verde oliva y vaqueros que roncaba como un borracho en el suelo del salón.

—Eres anormal, sí —dije en voz alta—, pero no más que cualquiera.

Abrí la puerta y salí de la escena.

3

—No ha presentado una denuncia.

Aguardé sin decir nada. Álvarez continuó:

—Despertó, se fue a urgencias y dijo que se había golpeado con una puerta.

—Está bien que, de vez en cuando, sean los tíos quienes den esa excusa —comenté.

Álvarez hizo algo que creí que no haría en toda la entrevista: dejó de mirar el parabrisas y volvió el rostro hacia mí. Hasta ese momento se había limitado a contemplar cómo se estrellaba la rabia de aquella mañana de lunes de Madrid en forma de dardos de lluvia. Por supuesto, el gesto duró solo un instante. El coche estaba estacionado junto al parque Veronés, un pequeño jardín al norte de Madrid, supuestamente colocado para embellecer una no tan reciente parada de metro. Era un Opel y su interior olía a cuero nuevo, gabardina húmeda y loción para después del afeitado. Flotaba igualmente el recuerdo de un perfume femenino de los caros, y pensé que era más probable que fuese de su mujer que de ninguna amante secreta: Álvarez parecía monógamo vocacional.

—No quiero saber por qué le rompió la nariz a un falso positivo, Blanco —dijo Álvarez tras la pausa—. Sé que lo contó en su informe. Yo no quiero saberlo.

—Disrupcionó con un cuchillo de caza en la mano. Tuve que dejarlo inconsciente antes de irme.

—Le dije que no quería saberlo.

—Pero yo quería decírselo.

—Al menos, no ha presentado una denuncia.

—La verdad, me importa una mierda lo que haga ese capullo... —repuse—, si me perdona el lenguaje.

Álvarez hinchó el pecho y expelió el aire con un prolongado suspiro.

—Ese «capullo» era un ciudadano con derechos constitucionales. Si hubiese denunciado a la chica que le rompió la nariz, probablemente a estas alturas yo habría recibido ya un mensaje de Interior preguntándome cuánto tiempo lleva Diana Blanco Bermúdez trabajando en esto y sondeándome para saber si podíamos prescindir de usted sin indemnizarla. No cuide su lenguaje, Blanco: cuide sus ideas.

—Si quiere, me da la dirección de su correo electrónico y le envío una disculpa.

—No estoy de humor para bromas.

—Puedo poner: «Siento haberme confundido de anormal. Usted solo quería que lo ataran y lo pincharan con un cuchillo de caza, claro, filia de Repulsión, no de Holocausto, tonta de mí. Está usted como un puto cencerro, pero al menos no hace daño a nadie».

—He dicho que basta, Blanco.

—Y yo le he dicho que disrupcionó, ¿vale? Y que sostenía un cuchillo tan largo como su brazo. ¿Qué prefería? ¿Un falso positivo con la nariz rota o uno degollado?

—Yo no prefiero nada —dijo Álvarez mirando fijamente hacia el parabrisas—. Y no me hable de «disrupciones», «erupciones», «psinoma» o «máscaras»... Yo no entiendo nada de eso, y no tengo por qué entenderlo. Lo único que sé es que el viernes un inocente resultó lesionado. Y, para bien o para mal, la persona que lo lesionó trabaja en un departamento de mi competencia.

Álvarez nunca me miraba, pero yo a él sí, y a placer, entre otras cosas para ponerlo nervioso: su calvicie, el veteado gris plata en las sienes, la expresión siempre irritada de enfermo biliar, la tupida red de venillas en las aletas de la nariz, las arrugas de hombre de cincuenta y pico, el traje oscuro de dos mil euros, la camisa turquesa con corbata a juego, las uñas recortadas y el anillo de boda en la mano derecha. Alberto Álvarez Correa, Comisionado de Enlace entre Interior y Psicología Criminal. Un hombre comprensible de un solo vistazo, transparente dentro de su propio laberinto retorcido. Y quizá por eso lo necesitaba ahora más que nunca.

Tras removerse incómodo en el asiento agregó:

—Quería oírla disculparse. He supuesto que ha solicitado esta cita por eso, ¿no?

Seguí mirándolo un instante en silencio. Imaginé que, para un hipotético observador que nos espiara desde la calle, no podíamos ofrecer mayor contraste: el hombre maduro y atildado y la chica de cabello chorreante, pantalón de chándal y cazadora empapados y zapatillas llenas de barro ofendiendo el felpudo de su Opel dorado.

—¿Sabe de lo que tengo ganas? —siseé—. ¿Quiere saberlo?

—Adelante.

—Tengo ganas de cazar a ese hijo de puta. Pero no de cazarlo, tan solo. Tengo ganas de mearme en su cara mientras se desangra. Me sentiría como una niña en Disneylandia si lo viera retorcerse de dolor rogándome que lo matara. Pienso en eso cuando quiero descansar. Me divierte y me relaja como nada en este mundo; ríase del taichí.

—Un momento, no sé adónde quiere ir a parar... ¿Está insinuando que nadie, salvo usted, quiere atrapar al Espectador? ¿Que yo no quiero?

—No sé lo que usted quiere. Solo le digo lo que quiero yo.

—Todos queremos cazar a ese bicho, Blanco.

—Pero con diferentes ganas. Somos cinco cubriendo un radio que se extiende por los alrededores de Madrid. Empezamos siendo quince, y ahora somos cinco. Recortes de presupuesto, lo llaman. Eso sin contar que los
perfis
no nos ofrecen nueva información sobre los cambios en su modus operandi, ni sobre el rumor de que su filia puede no ser de Holocausto. Esas son las «ganas» de la gente cuyos intereses defiende usted. Cinco cebos ignorantes para Madrid y sus alrededores. Tardamos casi un día entero en recorrer las áreas de caza, y, por supuesto, cometemos más falsos positivos al final de la jornada. ¿Y sabe por qué no hay presupuesto? Supongo que sí lo sabe, pero yo se lo diré. Porque está matando putas. No solo las mata: las envía al infierno un par de semanas y luego deja los restos en el campo como quien se limpia una mierda pegada a la suela del zapato. Mujeres entre quince y treinta años, sí, pero en su mayoría inmigrantes y putas. Es mejor destinar el presupuesto de Psicología Criminal a proteger el culo de aquellos a quienes les gusta pincharse con cuchillos de caza. Pero, en fin, ¿de qué me sorprendo? Los cebos somos como las putas, ¿no suele decirse eso? Fingimos los sentimientos para complacer a gente indeseable. Así que supongo que disminuir a la vez el número de cebos y putas es todo un logro para el nuevo Madrid de su amigo el alcalde y su amigo el obispo. «Un Madrid sin cebos ni putas» será el eslogan de la próxima campaña de...

—Ya basta, Blanco.

—Quizá tendríamos que agradecerle públicamente al Espectador que limpie la ciudad de desechos. ¿Qué le parece una misa en la Almudena?

—Blanco.

Cuando acabé, me quedé como siempre cuando digo lo que siento: llena. No como si hubiese expulsado algo, sino como si me hubiese dado un banquete frenético que solo pudiera permitirme en raras ocasiones. Álvarez, en cambio, arrugó la nariz en un gesto de leve repugnancia, como si la sinceridad fuera para él un plato vulgar.

—Si quería discutir la logística del caso, podría haberse ahorrado las ofensas. Su queja queda archivada en el disco duro. Hablaré con Padilla. Y ahora...

—No quería verle para quejarme de nada.

—Por Dios, dígame entonces qué quiere de una vez, y acabemos. Tengo una reunión en el ministerio dentro de una hora.

Miré su rostro de perfil un instante más a través de los barrotes de mi cabello húmedo pegado a la frente, tomé aire y solté lo que había estado pensando casi veinticuatro horas al día durante todo aquel horrible fin de semana.

—Quiero presentarle mi dimisión.

La última vez que Álvarez Correa me había mirado yo estaba desnuda.

Había ocurrido dos años antes, un día de abril, poco después de que se celebraran las exequias por la muerte de Gens. Me hallaba en el escenario de uno de los teatros del departamento, frente a un decorado que imitaba una ducha de azulejos blancos, y me movía constantemente con el grifo de la ducha en la mano en un ensayo didáctico de máscara de lo Ambiguo para entrenar a cebos principiantes. Álvarez había bajado a los escenarios a entrevistarse urgentemente con Padilla. Y resultó que era fílico de lo Ambiguo, y nada más verme quedó enganchado.

Los escenarios de los teatros de cebos son parecidos a platós de televisión: decorados abiertos, luces y hasta cámaras, y los ensayos se realizan a la vista de todos. Esto es así porque los cebos somos muy peligrosos y no es aconsejable que nadie, ni siquiera un preparador, se encierre a trabajar con uno de nosotros en una habitación. Pero, por lo mismo, el acceso a los sótanos donde se encuentran los escenarios está prohibido para el personal ajeno a Psicología Criminal.

El caso de Álvarez, sin embargo, era como su propia filia: ambiguo. Se trataba de nuestro enlace con Interior, y en teoría nadie podía bloquearle el paso en un teatro. Era cierto, además, que ya había visitado los escenarios en anteriores ocasiones y conocía los riesgos de mirar a un cebo fijamente durante un ensayo. Se trató, pues, de un simple azar. Los pescadores, a veces, sacan latas o zapatos en lugar de peces, y los cebos enganchamos sin pretenderlo.

El fílico de lo Ambiguo obtiene placer viendo un cuerpo moverse contra un fondo que cambia constantemente. Paulo Elazian, el psicólogo brasileño que descubrió la filia, hacía que sus cebos fueran de un lugar a otro en un decorado con tres fondos distintos. Las nuevas técnicas permiten que el propio cebo utilice su cuerpo como decorado mudable. En la antigua mitología, Proteo era un dios marino capaz de cambiar de forma a voluntad, y no en vano uno de los personajes de
Los dos caballeros de Verona
de Shakespeare se llama así, y su transformación constante de amigo a traidor, de amante de una dama a amante de otra, de buen chico a violador perverso, evoca las claves simbólicas de esta máscara. Gens nos hacía representar partes de la obra en cuartos de baño, donde el cuerpo y el agua forman un tapiz de imágenes móviles y cambiantes.

Supongo que, mientras bajaba, Álvarez miró distraídamente hacia el único escenario iluminado, donde yo me movía desnuda interpretando la máscara de su filia, y en aquel preciso instante realicé un gesto que le enganchó. Fue una mirada fugaz en el
segundo
preciso. Quizá puedas pasar veinte veces frente a un blanco mientras el tirador recarga la pistola, pero Álvarez pasó justo cuando yo
disparaba.

Por supuesto, yo sabía quién era él. Llevábamos años viéndonos en el departamento y Álvarez nos había dado ya numerosas charlas e instrucciones, aunque nunca habíamos hablado personalmente. Pero bastó ese segundo para que nuestra relación cambiara de forma drástica y para siempre.

Me percaté de lo que ocurría de inmediato, debido a la inmovilidad en que lo vi sumirse al pie de la escalera. Estaba a punto de interrumpir el ensayo para evitar perjudicarlo más, cuando, por fortuna, Padilla llegó y lo cogió del brazo haciéndolo reaccionar. Por supuesto, el enganche persistió, y cuando acabé el trabajo me puse un albornoz y le pedí a un preparador que me presentase a Álvarez. Lo desenganché tras unos cuantos gestos desprovistos de la ambigüedad neblinosa que tanto placer proporciona a los de su filia: le di la mano, sonreí, charlamos banalmente.

Sin embargo, desde aquella experiencia Álvarez nunca me miraba. Desviaba la vista con rapidez cuando por casualidad nos topábamos en el pasillo de un teatro o una sala de reuniones. No le culpaba: era padre de familia, católico, tres hijos. Su trabajo le obligaba a entrar en contacto con nuestro mundo, pero no entendía nada sobre psinomas, máscaras, filias o la razón por la que Shakespeare es tan perverso y tan útil. Era un Ambiguo y ejercía su ambigüedad en las reuniones políticas, pero en su vida privada se ilusionaba pensando que mantenía convicciones sólidas.

Incluso aquel lluvioso lunes, cuando le comuniqué la noticia de mi dimisión, titubeó y parpadeó, pero no apartó los ojos del parabrisas.

—¿Su... dimisión? Acaba de decirme que quiere cazar a ese tipo...

—Acabo de decirle lo que me gustaría hacer. Pero no puedo seguir con esto.

Álvarez respiró hondo y, por primera vez en la entrevista, habló con suavidad.

—¿Qué edad tiene, Diana?

—Veinticinco. —No me pasó desapercibido el hecho de que también era la primera vez que me llamaba por mi nombre de pila.

—¿Y cuándo empezó con esto?

—A los quince.

Álvarez meditó un instante.

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