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Authors: Maite Carranza

El clan de la loba (28 page)

BOOK: El clan de la loba
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Valeria la escuchaba controlando el tiempo del asado en el horno.

— Ya, ya me he dado cuenta. Le prepararé una poción reconstituyente. Ha cogido un buen resfriado.

Anaíd insistió.

— Le duele el pecho y sufre pesadillas.

— ¿Y los huesos? ¿Se queja de los huesos?

— Sí.

— Lo que me temía, un estado gripal.

Anaíd se retorció las manos apurada.

— Anoche me pareció ver una sombra en la habitación.

Valeria, que había estado más atenta a la salsa del asado que a la gravedad de las palabras de Anaíd, esta vez se detuvo y cerró inmediatamente la puerta del horno.

— Habla claro, no me gustan las insinuaciones.

— Sospecho que una Odish la está desangrando.

Valeria enmudeció.

— ¿En esta casa?

— Sí.

— ¿A mi propia hija?

— Sí.

— ¿Cómo?

— Aprovecha que te ocupas poco de ella para distraer su atención.

Valeria, habitualmente tranquila, se enfureció. Anaíd dio un paso atrás al notar su ira.

—No te sobrepases, Anaíd. El que te trate como a una hija no te da derecho a opinar sobre la forma en que me ocupo de mi familia. ¿Entendido? Si he descuidado a Clodia, ha sido por ti. Recuérdalo.

— Yo no quería ofenderte, pero...

— Discúlpate.

— Lo siento.

— Y no quiero oír ni una palabra más sobre ese absurdo. Ninguna Odish se atrevería a desangrar a una niña ante mis narices.

Anaíd se llevó las manos a las mejillas más avergonzada si cabe que al principio de su alocución. Se había equivocado, en la forma y en el contenido. No se atrevía a confesarle a Valeria las continuas escapadas nocturnas de Clodia, sus amores secretos ni su desobediencia temeraria al despojarse del escudo protector. Si Valeria lo supiera, a lo mejor tomaría en serio sus sospechas e investigaría. Pero hablar más sólo significaría convertirse en una miserable chivata.

Durante toda la tarde, mientras preparaban el escenario de la ceremonia de adivinación, encendían los troncos e iban a buscar al conejo, notó a Clodia pálida y distante. La rehuía, se alejaba si Anaíd se acercaba a ella o fingía no oír sus palabras y le negaba las respuestas. Volvía a ser la misma Clodia antipática de siempre.

En cambio Valeria estaba mucho más atenta y deferente con su hija. Le ofreció el átame para que oficiara el rito y sujetó con fuerza al conejo. Clodia, con mucha entereza, lo clavó de un golpe y, con pulso firme, le rebanó el cuello. Anaíd estaba acostumbrada al sacrificio de cerdos, gallinas y conejos, pero en Urt ninguna chica de la edad de Clodia se atrevería a tomar el cuchillo y a usarlo con tanta precisión. Valeria le tendió la palangana de plata y Clodia la colocó de forma que la sangre del animal fuera goteando y salpicando de rojo el bello metal.

Luego, Clodia ofreció el átame, el cuchillo de doble filo, a Valeria, quien de un certero tajo abrió en canal al moribundo conejo y extrajo sus vísceras calientes. Madre e hija las extendieron sobre una bandeja argentada y ahí quedaron esos retazos de palpitos de vida, desnudos, laberínticos y repletos de recovecos y misterios.

Clodia y Valeria fueron discerniendo con mudos asentimientos los signos que descubrían en el color, la textura y la forma del hígado y los intestinos. Actuaron con tal complicidad que Anaíd se sintió a la fuerza excluida y se arrepintió de haber abierto la boca.

Nunca aprendería a morderse la lengua a tiempo. Al fin y al cabo, qué le importaba a ella esa presumida mentirosa.

Clodia, tomando la iniciativa, formuló el augurio.

— El lugar adecuado para que te comuniques con Selene es en las latomías. En Siracusa.

— ¿Las latomías? —preguntó Anaíd con extrañeza—. ¿Qué son las latomías de Siracusa? —repitió.

Y tras hacer la pregunta miró de reojo a Clodia esperando una respuesta mordaz a su analfabetismo. Pero Clodia estaba pálida y ojerosa y permaneció en silencio ignorándola. Era una forma de desprecio mucho más sofisticada. Anaíd no existía. Valeria respondió por las dos.

— Las latomías son las grutas excavadas en las antiguas minas calizas de las que se extrajo la piedra que permitió levantar los más bellos edificios de Siracusa. El templo de Júpiter, el teatro, la fortaleza de la Ortigia. Siete mil atenienses fueron hechos prisioneros durante las guerras contra Atenas y confinados en las latomías antes de ser vendidos como esclavos.

— ¿Y ahí me comunicaré con Selene?

— Eso dicen los augurios.

Criselda las interrumpió entrando en la sala con una bandeja que contenía una jarra y cuatro vasos y, sin pretenderlo, resbaló con unas gotas de sangre derramadas y trastabilló. Era tan precario el equilibrio de la pobre Criselda que, aunque intentó sujetarlos, los vasos fueron cayendo uno a uno en el suelo y estrellándose contra él. Valeria y Clodia se quedaron inmóviles contemplando el estropicio. Criselda se disculpó como pudo y se agachó a recoger los pedacitos, pero se detuvo ante el grito de Valeria y Clodia.

— ¡Nooo!

Las dos estaban horrorizadas.

— ¿Qué ocurre?

— ¡No lo toques! Antes debemos formular un conjuro para contrarrestar el mal augurio.

— ¿Qué augurio?

Clodia no podía creerlo.

— ¿Acaso no lo ves? ¿Acaso no lo estás viendo?

Criselda, al desentrañar el misterio de los cristales esparcidos sobre la baldosa color miel, también se llevó las manos a la boca. Clodia señaló el suelo.

— Veo una muerte próxima. Una muerte terrible y espantosa.

Valeria le atenazó un brazo.

— Veo fuego, un fuego destructor que arrasará y pondrá en peligro la vida.

Clodia se tapó los ojos.

—Veo dolor, dolor y llanto, lágrimas de pena y sufrimiento.

Anaíd se fijó en Criselda, que permanecía encogida y angustiada mientras escuchaba las amenazadoras palabras de Clodia y Valeria. El prestigio de los oráculos etruscos le bastó para creer en el mal presagio de muerte y desolación que anunciaban. Anaíd coincidió con Criselda: la inminencia de un suceso terrible flotaba en el ambiente. Y ambas, Criselda y Anaíd, se miraron a los ojos estupefactas al darse cuenta de que se estaban comunicando por telepatía.

Nadie tuvo hambre esa noche para degustar el guiso de conejo.

Anaíd conjuró un escudo protector sobre la habitación que compartía con Clodia para aislarla. Pero tuvo que esperar a que Clodia se metiese en cama. Luego se mantuvo despierta y vigilante. Clodia respiraba agitada.

— ¿Quieres que te dé un masaje para descansar mejor?

Pero la respuesta de Clodia fue agresiva.

— No me toques, chivata de mierda.

Anaíd se encogió en su cama. No era justo, la estaba protegiendo. Ahora Clodia focalizaba su rabia contra ella en lugar de hacerlo contra Valeria o las Odish.

El sueño de Clodia fue intermitente, con continuos estertores y despertares bruscos. Sentía ahogos, decía que le faltaba el aire, se acercaba a la ventana, aspiraba una migaja de brisa, sin asomarse siquiera, y luego, inquieta, regresaba a la cama.

Hacía rato que el olor acre impregnaba el jardín y se superponía al aroma de los jazmines y las glicinas.

Anaíd estaba alerta.

La ansiedad desbocada de Clodia provenía de esa presencia. La Odish no podía franquear la entrada ni formular su conjuro sin la fuerza de su mirada. Permanecía fuera llamando insistentemente a Clodia, como una vaca a su ternero, y Clodia se desvivía por obedecerla. De pronto Clodia se puso en pie dispuesta a vestirse.

— ¿Adonde vas?

Anaíd se interpuso entre Clodia y su ropa. Las manos de Clodia pugnaban por alcanzar sus vaqueros.

—Bruno. Bruno está enfermo, Bruno me necesita.

Anaíd encendió la luz.

— ¿Cómo lo sabes?

— Lo sé, soy bruja, como tú. Lo sé. Es el presagio de muerte. Anuncia la muerte de Bruno.

— Te equivocas.

— Cállate.

Pero Anaíd no estaba dispuesta a callar. Apagó la luz, tomó a Clodia de la mano y la acercó a la ventana. En la sombra del jardín se perfilaba claramente la silueta de una mujer.

— ¿La ves?

— Claro que la veo. Es la prima de Bruno, me ha venido a buscar.

— ¡Estás loca! Es una Odish. Te está desangrando, por eso estás tan pálida y ojerosa y gimes en sueños y sientes ese dolor en el corazón. Enséñame tu pecho y te mostraré la herida.

— Déjame, no me toques.

Anaíd retiró las manos. Clodia, muy alterada, tosía y respiraba con dificultad.

— ¿Por qué no puedo salir de esta habitación?

Anaíd no podía engañarla.

— He formulado un conjuro de protección para que nadie te haga daño.

Clodia se llevó la mano al pecho, estaba muy agitada. Se paseó durante unos minutos como un león enjaulado, arriba y abajo de la pequeña habitación. Finalmente, se detuvo ante la ventana unos instantes, pareció reflexionar, luego se sentó y dejó caer la cabeza sobre el pecho.

— ¿Me estás diciendo que la prima de Bruno es una Odish y que me está desangrando?

Anaíd se relajó. Por fin, por fin comenzaba a aceptar su situación.

— La vi anoche en tu cama, en esta habitación.

— Y por eso has hablado con mi madre. Querías protegerme.

Anaíd afirmó. Clodia se llevó las manos a la cabeza.

— ¡Oh, qué tonta he sido! Ya lo entiendo. Sólo querías ayudarme.

Anaíd le tomó la mano, estaba helada.

— Anda, abrígate y descansa.

Le ofreció su jersey de lana para hacer las paces. Clodia lo aceptó y se lo puso con una sonrisa de agradecimiento, pero no se metió en la cama.

— ¿El escudo no me impide ir al baño, verdad? Me estoy meando.

Anaíd deshizo el conjuro por unos instantes.

— Vale, ya puedes salir, pero deprisa, o la Odish podría colarse en la habitación y paralizarme con su mirada.

— De acuerdo —y Clodia salió de puntillas hacia el baño.

Anaíd hizo guardia desde la ventana controlando los movimientos de la Odish. Se estaba alejando de la casa y se dirigía hacia el coche aparcado en la callejuela. Anaíd suspiró aliviada. Desistía.

Se retiró de su mirador al oír el sonido de la cadena del baño y se preparó para conjurar de nuevo el escudo... Pero de pronto la sorprendió el eco de unos pasos precipitados y el ruido sordo de una puerta al cerrarse. ¿Qué ocurría?

Se asomó a la ventana con una terrible premonición. Efectivamente, era Clodia huyendo descalza y en pijama a través del jardín en dirección al coche que la esperaba con el motor encendido y la portezuela abierta. La había engañado, era más astuta de lo que parecía.

Anaíd gritó, pero el grito no la eximió de actuar. Tomó su átame y su vara de abedul. Saltó por la ventana, se deslizó por el tronco del ciruelo hasta el suelo del jardín, salió corriendo tras Clodia y, una vez en la calle, actuó instintivamente. Formuló un conjuro de ilusión. Al cabo de nada estaba sentada al volante del coche de Selene. Esta vez no tuvo problemas en maniobrar. Salió zumbando tras el turismo blanco de la Odish que se destacaba claramente sobre la carretera zigzagueante. Anaíd no encendió los faros y se mantuvo a una prudente distancia.

El turismo se desvió de la carretera comarcal y tomó una pista de tierra roja, era un camino forestal que ascendía lentamente por la ladera sur del Etna, el majestuoso volcán de la isla. Anaíd conducía con miedo a sabiendas de que cualquier vacilación supondría el fin del conjuro de ilusión. Se convenció firmemente de que conducía el auténtico coche de Selene y siguió durante un largo trecho el punto blanco que iba guiándola a lo lejos.

Por fin el coche se detuvo y las luces se apagaron. Anaíd abandonó el conjuro y siguió a pie. Al evaporarse la ilusión del vehículo se sintió desprotegida, pero ahora el bosque ya no era un murmullo de sonidos inquietantes. Ahora distinguía las voces de todos aquellos que cazaban en las sombras, los carroñeros protegidos por la oscuridad.

Caminó arropada por el ulular del búho y el canto de la lechuza, y respondió al berrido de un joven ciervo macho que limaba sus astas contra los troncos preparándose para la berrea otoñal.

Se dirigió hacia la lucecilla proveniente de una cabaña de pastor. Su avance fue lento y cauto. No tenía ningún plan excepto impedir que Clodia muriera. Mientras avanzaba, segura de su posición, efectuó una llamada telepática. Llamó a Criselda, consciente de que la habría alertado con su grito, y supuso que en esos momentos Valeria ya habría renunciado a su maldito orgullo y habría urdido la forma de rescatar a Clodia. Sintió la respuesta de Criselda advirtiéndola del peligro y aconsejándole precaución.

Anaíd se propuso esperarlas, pero desde el resquicio de la puerta el panorama era desolador. Clodia estaba blanca como el papel y gemía en sueños con voz cada vez más débil. Su estertor era agónico y la Odish, sin ningún recato, acariciaba su pecho desnudo y se relamía la boca de la que goteaban unas pequeñísimas perlas sonrosadas. Sangre. Anaíd hubiera soportado esa escena de no haber sido por la intención turbia y cruel de la Odish, que con sus blancas y elegantes manos de largos dedos abrió un ojo de Clodia, un ojo extraviado, y palpó el globo ocular con la evidente intención de arrancarlo.

Tenía que impedirlo.

Apenas una mesa y cuatro sillas de madera, un arcón y un lecho junto al hogar conformaban el interior de la pequeña cabaña de piedra. En el suelo, tirado de cualquier manera, el jersey. Anaíd lo estudió todo con rapidez y confió en el efecto sorpresa de la incursión.

Un, dos, tres.

Penetró en la pequeña cabaña abriendo la puerta de par en par y lanzó un conjuro de oscuridad a la lamparilla de petróleo que colgaba de una viga.

No quiso mirar a los ojos de la Odish. Sabía que si la miraba estaría perdida, se amparó en la oscuridad y controló los movimientos de su oponente situándose a la espalda de la Odish, de forma que el débil resplandor de la luna, en cuarto menguante, iluminara la silueta de su enemiga y mantuviera su propio cuerpo al amparo de la zona más oscura. Durante unos instante supo que la había desconcertado. La Odish se detuvo y lanzó a Clodia al suelo mirando fijamente hacia el rincón de la cabaña donde se ocultaba Anaíd. Anaíd no pretendía atacar, lo más importante era ganar tiempo para salvar la vida de Clodia.

— ¿Te escondes de mí? ¿Me tienes miedo tal vez?

Anaíd se impidió escuchar las palabras de la Odish. Su voz era acariciadoramente dulce e inducía al engaño.

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