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Authors: Frederik Pohl

El Encuentro (38 page)

BOOK: El Encuentro
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21
ABANDONADOS POR ALBERT

Nada funcionaba. Lo probamos todo. Essie sacó el rollo que contenía a Albert de su receptáculo, pero había bloqueado los controles de tal modo que aun sin él no podíamos cambiar nada. Essie preparó otro programa para el pilotaje y trató de insertarlo; seguía el bloqueo. Llamamos a Albert, le reñimos y le rogamos que apareciese. Todo en vano.

Durante días que parecieron semanas seguimos viajando, guiados por las invisibles manos de mi inoperante sistema de actualización de datos, Albert Einstein. Y mientras tanto, el loco de Wan y la dama de mis sueños estaban en la nave de los Heechees y a nuestras espaldas el mundo rebullía y bramaba en medio de una violencia demasiado grande ya para ser aliviada. Pero no era todo esto lo que ocupaba nuestras mentes. Nuestras preocupaciones eran más inmediatas. Comida, agua, aire. Habíamos aprovisionado a la
Único Amor
para un largo viaje, mucho más largo que aquél.

Pero no para cinco personas.

No estábamos cruzados de brazos. Hacíamos todo lo que se nos ocurría que podía intentarse. Walthers y Yee-xing arreglaron por su cuenta varios programas de pilotaje, los probaron, y no consiguieron atravesar el bloqueo de Albert. Essie hacía más que cualquiera de nosotros, ya que Albert era su creación y no quería aceptar la derrota. Comprobó y volvió a comprobar; redactó pruebas para los programas y vio como le eran devueltos en blanco; casi no dormía. Rehizo todo el programa de Albert y lo introdujo en un rollo sobrante, con la esperanza de que el fallo fuera mecánico. Pero si así era, ese mismo fallo se había producido de nuevo. Dolly Walthers, sin una sola queja, nos daba de comer, procuraba no estorbar en los momentos que creíamos haber dado con algo (a pesar de que no dábamos con nada) y escuchaba nuestras ideas en los momentos en que nos sentíamos confundidos (cosa que sucedía a menudo). Y a mí me tocó el trabajo más pesado de todos. Albert era mi programa, me explicó Essie, de manera que, de querer escuchar a alguien, sería a mí. Así, pues, me senté y hable con él. Le hable a las paredes, en realidad, porque no tuve el menor indicio de que me escuchara mientras razonaba con él, hablaba con él, le llamaba, le gritaba y le pedía disculpas.

Él no contestó, no dijo ni media sílaba.

Al hacer una pausa para comer, Essie se puso detrás de mí, de pie, y me masajeó los hombros. Le agradecí el detalle, si bien lo que de verdad me dolía era la garganta.

—Por lo menos —dijo vacilante, dirigiéndose más al aire que a mí—, debe de saber lo que está haciendo, digo yo. Será consciente de que las provisiones son limitadas. Tiene que prever el retorno a la civilización por causa nuestra, porque Albert no puede dejarnos morir...

La frase era una afirmación. Pero su tono no era afirmativo.

—Estoy seguro de ello —le dije yo, pero no me volví para que no viera mi rostro.

—Yo también —dijo con una voz triste, mientras yo apartaba mi plato; y Dolly, por cambiar de tema, me preguntó en tono maternal:

—¿Es que no te gusta cómo cocino?

Los dedos de Essie dejaron de masajearme los hombros y se clavaron en ellos.

—¡Robbie! ¡No comes nada!

Y se me quedaron mirando todos. A mí me divirtió aquello. Allí estábamos, en mitad de ningún sitio, sin saber cómo volver a casa, y los cuatro me miraban porque no comía. Había sido Essie, cómo no, parloteando en las primeras etapas del viaje, antes de que Albert enmudeciera. Ahora se daban cuenta los demás de que quizá no me encontrase bien.

Y de hecho no lo estaba. Me fatigaba con rapidez. Me hormigueaban los brazos, como si se me hubieran quedado dormidos. No tenía apetito; apenas había probado bocado en los últimos días, y si había burlado su atención era porque picábamos apresuradamente cuando teníamos un momento.

—Ayuda a economizar las provisiones —sonreí, pero nadie me devolvió la sonrisa.

—No digas estupideces —susurró Essie, y sus dedos abandonaron mis hombros para palparme la frente, en busca de señales de fiebre. Pero no iba a encontrarlas, porque había estado tragando aspirinas últimamente. Asumí una expresión de paciencia.

—Estoy bien, Essie —le dije. No era exactamente una mentira; tal vez estuviera formulando un deseo, pero es que tampoco tenía la certeza de estar mal—. Supongo que hubiera debido hacerme un chequeo, pero con Albert fuera de servicio...

—¿Para un chequeo? ¿Albert? ¿Y quién le necesita? —Retorcí el cuello, sorprendido para mirar a Essie—. Para el chequeo se necesita solamente el programa médico auxiliar.

—¿Auxiliar?

Ella dio un taconazo en el suelo.

—Programa médico, programa legal, programa secretarial... están todos asumidos por Albert, pero se puede acceder a ellos por separado. ¡Haz el favor de llamar al programa médico!

Me la quedé mirando boquiabierto. Durante unos instantes no pude hablar, mientras mi pensamiento volaba.

—¡Haz lo que te digo! —chilló, y yo por fin di con mi voz.

—¡El programa médico, no! —grité—. ¡Hay alguien mejor para esto! —Me volví y bramé a voz en cuello:

—¡Sigfrid von Shrink! ¡Te necesito desesperadamente!

Durante el año que duró mi psicoanálisis, hubo un tiempo en que esperar a que Sigfrid apareciera era un auténtico suplicio. A veces la espera era real, ya que por aquel entonces, Sigfrid no era más que un amasijo de circuitos Heechees y software humano, y el software no era de mi querida Essie. Essie era muy buena en su campo. Los milisegundos de respuesta se convirtieron en nano—, pico—, etc, hasta que Albert fue capaz de responder con tanta rapidez como un ser humano... ¡Bueno, no, más deprisa que un ser humano!

De manera que cuando Sigfrid no apareció, sentí lo mismo que cuando uno enciende el interruptor de la luz y todo continúa a oscuras porque el cable está quemado. Uno no pierde el tiempo dándole al interruptor en un sentido y en otro. Sabes que no se encenderá.

—No pierdas el tiempo —dijo Essie por encima de mi cabeza. Si las voces pueden ser pálidas, la suya lo era.

Me volví y le sonreí sin demasiada confianza.

—Me temo que las cosas están peor de lo que creíamos —dije, y vi que su rostro estaba pálido. Puse mi mano sobre la suya. Comenté como al acaso, para no tener que seguir prestándole atención a lo delicado de nuestra situación—: Recuerdo que cuando me psicoanalizaba con Sigfrid, esperar a que apareciera era la peor parte. Solía ponerme de mal humor y...

Sí, la verdad era que estaba divagando, y hubiera podido seguir haciéndolo durante varias horas más si no hubiera visto en los ojos de Essie que era mejor abstenerse.

Me volví y oí su voz al tiempo.

—Siento que las cosas te resultaran tan difíciles, Robin —dijo Sigfrid von Shrink.

Incluso teniendo en cuenta que se trataba de una proyección holográfica, el aspecto que ofrecía era de lo más pobre. Estaba incómodamente sentado en el aire con las manos entrelazadas sobre su regazo. El programa no se había tomado la molestia de rodearse de mobiliario; ni una silla. Nada. Tan sólo Sigfrid, con un aspecto, por lo que yo recuerdo de él, de lo más intranquilo. Echó un vistazo a su alrededor, mirándonos a los cinco —que le mirábamos a él— y dejó escapar un suspiro antes de volver a dirigirse a mí:

—Bueno, Robin, ¿te importa decirme qué es lo que te preocupa?

Pude oír cómo Audee Walthers tomaba aliento para contestarle, y a Janie chasquear la lengua para detenerle, porque Essie movió la cabeza en sentido negativo. No miré a ninguno de ellos. Dije:

—Sigfrid, viejo mago de hojalata, tengo un problema que es de tu exclusiva competencia.

Él me observó por debajo de sus cejas.

—¿Sí, Robin?

—Es un caso de evasión.

—¿Grave?

—Incapacitante —le dije.

Asintió como si hubiera dicho lo que él esperaba.

—Prefiero que no utilices terminología técnica, Robin —suspiró, pero sus dedos se entrelazaban y desentrelazaban en su regazo—. Y dime, ¿es por ti por quien pides ayuda?

—No, la verdad —admití. Toda la maniobra estuvo a punto de irse al traste en aquel momento. Creo que casi se fue al traste. Guardó silencio durante unos instantes, pero no dejaba de estar inquieto; sus dedos seguían serpenteando unos alrededor de los otros, y se produjo un resplandor azulado alrededor de su silueta cuando movió su cuerpo. Le dije—: Se trata de un amigo mío, Sigfrid, tal vez mi mejor amigo, y lo está pasando francamente mal.

—Ya veo —me contestó como si así fuera, y yo quise creer que sí—. Supongo que sabes —mencionó de pasada— que no puedo ayudar a tu amigo si no está presente.

—Está presente, Sigfrid —le dije con suavidad.

—Sí, por lo menos, creo que lo estaba. —Los dedos descansaban ahora quietos, y se reclinó como si hubiera a su espalda un asiento contra el que reclinarse—. ¿Y por qué no me cuentas, Robin? Y esta vez... —me dijo, con una sonrisa que es la más reconfortante que recuerdo haber visto—, esta vez puedes utilizar términos científicos si lo deseas, Robin.

Detrás de mí oí a Essie exhalar débilmente, y entonces me di cuenta de que ambos habíamos estado conteniendo el aliento. Alargué mi mano hacia atrás en busca de la suya.

—Sigfrid —empecé con esperanza—, según tengo entendido, el término «amnesia» designa un escape de la realidad. Si una persona se encuentra en una situación de frustración recíproca; perdón, quiero decir que si una persona se encuentra en una situación en que cada uno de sus instintos más poderosos entra en conflicto con los demás, de manera que tal conflicto le resulta insostenible... le vuelve la espalda. Huye. Simula que no existe. Sé que estoy mezclando las teorías de varias escuelas de psicoanálisis, ¿pero he captado la idea?

—Sí, bastante bien, Robin. Por lo menos puedo entender lo que intentas decirme.

—Un ejemplo podría ser... —vacilé— tal vez alguien profundamente enamorado de su esposa que descubre que ésta le ha engañado con su mejor amigo. —Sentí la mano de Essie apretarse contra la mía. No porque hubiera herido sus sentimientos, sino porque me animaba a seguir.

—Estás confundiendo impulsos y emociones, Robín, aunque da lo mismo. ¿Adonde nos lleva todo esto?

No dejé que me metiera prisas.

—Otro ejemplo —proseguí—, podría ser de tipo religioso. Alguien con una fe a toda prueba que descubre que Dios no existe. ¿Me sigues, Sigfrid? Se trata de un dogma de fe para él, pero descubre que hay muchas personas inteligentes que no piensan como él... y poco a poco, encuentra más y más razones que sustentan la teoría de los demás hasta que se le hace insoportable...

Él asintió cortésmente, pero sus dedos habían empezado de nuevo a dar vueltas.

—De modo que, finalmente, acepta creer en la mecánica cuántica —dije.

Ésa fue la segunda vez que creí que todo había terminado. Creo que faltó muy poco. El holograma parpadeó de mala manera un momento, y la expresión de la cara de Sigfrid cambió. No puedo decir en qué sentido lo hizo. No era nada que pudiera detectar; era como si después de haber vacilado, la imagen se hubiese desdibujado.

Pero cuando volvió a hablar, su voz era firme.

Al hablar de impulsos y amnesias, Robín —me dijo—, estás hablando de seres humanos. Suponte que el paciente en el que estás interesado no es humano. —Vaciló y añadió a continuación—: No del todo.

Yo dejé escapar un sonido de corroboración, aunque no sabía cómo continuar a partir de aquel punto.

—O sea, supongamos que esas emociones y esos impulsos se los han, eh, programado, pongamos por caso, pero únicamente de la misma manera que un ser humano está programado para hacer ciertas cosas, como hablar un idioma, una vez que ha alcanzado la madurez. El conocimiento lo posee, pero lo ha asimilado mal. Queda el acento. —Se detuvo. Luego, añadió—: No somos humanos.

La mano de Essie apretó la mía. Una advertencia.

—Albert está programado con una personalidad humana —le dije.

—Sí, en la medida en que ello es posible. Casi lo es —admitió Sigfrid, pero su mirada era sería—. Albert sigue sin ser humano, porque ningún programa computerizado lo es. Te mencionaré simplemente el hecho de que ninguno de nosotros puede experimentar, por ejemplo, el TTP. Cuando la humanidad entera se vuelve loca por culpa de la locura de alguien, nosotros no experimentamos nada.

Estábamos pisando un terreno muy delicado en aquellos momentos. Una corteza de hielo sobre aguas pantanosas, y si pisaba con demasiada fuerza, ¿a dónde iba a caer? Essie sujetaba mi mano con fuerza; los demás apenas se atrevían a respirar. Dije:

—Sigfrid, también los seres humanos son diferentes entre sí. Pero tú solías decirme que eso no importaba gran cosa. Solías decirme que los problemas de la cabeza están en la cabeza, y que la solución a esos problemas está también en la cabeza. Lo que tú hacías era ayudar a tus pacientes a llevar esos problemas a la superficie, donde podían enfrentarse a ellos, en lugar de dejarlos escondidos, porque ahí podían causar obsesiones y neurosis y... y amnesias.

—Es cierto que te lo he dicho, Robin.

—Le dabas unos golpecitos a la vieja maquinaria para desincrustarla, ¿no es eso, eh, Sigfrid?

—Sí, supongo que sí. —Sonrió débilmente, pero sonrió a fin de cuentas.

—Muy bien. Pues ahora deja que pruebe una teoría contigo. Digamos que este amigo... —no me atreví a decir su nombre todavía—, que este amigo mío sufre un conflicto que no sabe cómo resolver. Es muy inteligente y está muy, muy bien informado. Tiene acceso a los mejores y más modernos conocimientos científicos, en particular... Bueno, de todas clases, en particular física, astrofísica y astronomía y todo eso. Dado que la mecánica cuántica está en la base de todo ello, él la acepta como válida. De hecho, no podría realizar las tareas que le han sido programadas sin aceptarla. Es una condición básica de su, eh, programación. —En este punto, casi se me escapó «personalidad».

Su sonrisa era más de dolor que de regocijo, pero seguía escuchándome.

—Pero al mismo tiempo, Sigfrid, tiene otra condicionante inserta en su programación. Ha sido programado para pensar y comportarse, bueno, de hecho para ser, si ello es posible, como una persona muy inteligente y sabia que vivió hace un montón de tiempo y que, da la casualidad, pensaba sinceramente que la mecánica cuántica era un error. No sé si esto bastaría para crearle un conflicto a un ser humano, pero puede causarle muchos problemas a un, eh, programa computerizado.

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