El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (43 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Creía encontrarme en medio de una pesadilla. Algo me perseguía, pero yo era incapaz de avanzar deprisa y ese algo me pisaba los talones y se disponía a agarrarme los tobillos con sus manos resbaladizas. Como sueño, era espantoso, pero tratándose de la realidad, era mucho peor. Decidí ignorar los escalones, me agarré con ambas manos a las rocas y subí, izando mi cuerpo suspendido en el vacío.

¿No habría sido mejor tratar de mantenernos a flote en la superficie del agua y dejar que ésta nos izara hasta la cumbre? Esta idea se me ocurrió de repente. Sería más sencillo; ante todo, no habría peligro de que nos cayéramos. Le estuve dando vueltas un rato, sopesándola, y lo cierto era que, para ser idea mía, no estaba nada mal. Decidí transmitírsela a la joven.

—Imposible —repuso ella de inmediato—. Bajo la superficie del agua se arremolinan unas corrientes muy fuertes. Si nos atrapara un remolino, de nada nos serviría nadar. Jamás volveríamos a salir a la superficie y, aunque lo lográramos, en medio de la oscuridad no sabríamos adonde dirigirnos.

Total que, por mucho que me exasperara, no tenía más remedio que seguir subiendo aquellos irritantes escalones, uno tras otro. El rumor del agua decrecía por momentos, como un motor que aminorara gradualmente la velocidad, hasta que se convirtió en un gemido sordo. El nivel del agua ascendía sin pausa. «¡Sólo con que hubiese un poco de luz de verdad...!», me dije. Por débil que fuese, con un poco de luz natural subiríamos sin problemas, sabríamos hasta dónde llegaba el agua. Y no me invadiría aquel pánico, propio de una pesadilla, de no saber cuándo acabaría agarrándome los tobillos. Odiaba la oscuridad con todas mis fuerzas. No me perseguía el agua. Me perseguía la oscuridad que se extendía entre el agua y mis tobillos. Esa oscuridad me llenaba de un terror frío y sin fondo.

Aquella secuencia del noticiario volvió a mi pensamiento. La arqueada presa de la pantalla arrojaba eternamente agua dentro del cono situado abajo, ante nuestros ojos. La cámara, insistente, captaba la imagen desde diferentes ángulos. Desde arriba, de frente, desde un lado, la lente jugueteaba con el chorro de agua como si lo lamiera. La sombra del potente chorro se reflejaba en el muro de cemento de la presa. La sombra del agua danzaba, como si fuera el agua misma, en sus paredes blancas y lisas. Con la mirada clavada en la pantalla del cine, la sombra del agua se convirtió en mi propia sombra. La que bailaba ahora en las curvadas paredes de la presa era mi propia sombra. Sentado en la butaca del cine, no podía despegar los ojos de ella. Enseguida comprendí que era mi propia sombra, pero yo sólo era un espectador más de la sala, y no sabía qué hacer. Yo era un impotente muchacho de nueve o diez años. Quizá habría tenido que correr hacia la pantalla y recuperar mi sombra, o irrumpir en la cabina de proyección y apoderarme de la película. Sin embargo, era incapaz de decidir si era lícito obrar de aquella forma. Así que no hice nada y me limité a permanecer inmóvil, con la vista clavada en mi sombra.

Mi sombra continuó danzando sin fin bajo mis ojos. Serpenteaba en silencio, dibujando formas irregulares, como un tembloroso paisaje lejano inmerso en la calina. Mi sombra no podía hablar y, por lo visto, tampoco podía transmitirme nada por señas. Pero la sombra quería, con toda seguridad, decirme algo. Ella sabía que yo estaba allí sentado, mirándola. Pero ella se sentía tan impotente como yo. Porque mi sombra no era más que una sombra.

Ningún otro espectador se dio cuenta de que la sombra del chorro del agua que se reflejaba en las paredes de la presa era, en realidad, mi sombra. A mi lado estaba sentado mi hermano mayor, pero tampoco él lo vio. Si se hubiese dado cuenta, me hubiese susurrado algo al oído. Mi hermano siempre hablaba y metía ruido en el cine, cuchicheando sobre esto y aquello.

Tampoco yo le conté a nadie que aquélla era mi sombra. Me daba la impresión de que no me iban a creer. Además, parecía que la sombra deseaba transmitirme un mensaje
únicamente a mí.
Quería contarme algo de otro lugar y de otro tiempo sirviéndose de la pantalla del cine.

Sobre la pared de cemento abombada, mi sombra estaba sola, abandonada por todos. Yo no sabía cómo había logrado llegar hasta la pared de la presa y tampoco qué pensaba hacer a continuación. Pronto oscurecería y sería engullida por las tinieblas. O quizá, arrastrada por la rápida corriente, llegaría hasta el mar y, una vez allí, volvería a ser mi sombra, a actuar como tal. Al pensarlo, me invadió una tristeza inmensa.

Poco después, la noticia sobre la presa llegó a su fin y, en la pantalla, informaron sobre la ceremonia de coronación del rey de algún país. Una hermosa carroza tirada por caballos con las cabezas empenachadas cruzaba una plaza empedrada. Busqué mi sombra en el suelo, pero allí únicamente se reflejaban los caballos, la carroza y los edificios.

Mis recuerdos se desvanecían en este punto. Pero yo no podía asegurar que aquello me hubiese sucedido realmente en el pasado. Porque, hasta entonces, estos recuerdos lejanos no habían aflorado a mi memoria ni una sola vez. Quizá sólo fuesen una escena que yo me había forjado en mi mente al oír el rumor del agua en aquellas tinieblas anómalas. Tiempo atrás, había leído un capítulo de un libro de psicología que hablaba de estos efectos psíquicos. Por lo visto, en situaciones extremas, el ser humano construye a veces en su mente ilusiones a fin de defenderse de una realidad adversa. Eso, al menos, sostenía aquel psicólogo. No obstante, las imágenes que acababa de visualizar eran demasiado precisas, demasiado vividas, y estaban ligadas a mi existencia con unos lazos demasiado fuertes como para ser una ilusión creada por mi mente. Podía recordar con claridad los olores y los sonidos que me rodeaban en aquellos momentos. Podía percibir en mi corazón el desconcierto, la confusión y el terror indefinido que me habían invadido a los nueve o diez años. Aquello me había sucedido realmente, estaba convencido. Alguna fuerza lo habría enterrado en el fondo de mi conciencia y, en aquellos instantes, enfrentado a una situación extrema, la losa se había aflojado y los recuerdos emergían a la superficie.

¿Alguna fuerza?

La operación cerebral que había sufrido para poder realizar el
shuffling
era la causa de todo. No me cabía la menor duda. Ellos habían tapiado mis recuerdos en las paredes de mi conciencia. Hilos me habían arrebatado la memoria durante largo tiempo.

Al pensarlo me llené de ira. Nadie tenía derecho a arrebatarme mis recuerdos. Era mi propia historia. Robarle la memoria a alguien era como robarle la vida. Conforme crecía mi enfado, me fui olvidando del miedo. «He de sobrevivir, sea como sea», decidí. «Sobreviviré. Huiré de este enloquecido mundo de las tinieblas y recuperaré todos los recuerdos que me han robado. Llegue o no el fin del mundo, renaceré como un ser completo.»

—¡Una cuerda! —gritó de repente la joven.

—¿Una cuerda?

—¡Mira! ¡Ven enseguida! ¡Hay una cuerda colgando!

Subí a toda prisa tres o cuatro escalones, llegué a su lado y palpé la pared. En efecto, había una cuerda. Una cuerda fuerte de alpinismo, no muy gruesa, cuyo extremo pendía a la altura de mi pecho. Con mil precauciones, la así con una mano y fui tirando de ella cada vez con más fuerza. A juzgar por la resistencia que ofrecía, debía de estar firmemente sujeta a algo.

—¡Seguro que es cosa de mi abuelo! —gritó la joven—. La ha dejado caer para nosotros.

—Por si acaso, demos otra vuelta —dije.

Bordeamos de nuevo la «torre», tanteando con impaciencia los peldaños bajo nuestros pies. La cuerda seguía colgando en el mismo lugar. A intervalos de unos treinta centímetros, tenía nudos para apoyar los pies. Si continuaban hasta lo alto de la «torre», nos ahorrarían mucho tiempo.

—Es mi abuelo, seguro. Siempre cuida hasta los menores detalles.

—¡Ya veo! —dije—. ¿Sabes trepar por una cuerda?

—¡Por supuesto! —repuso—. Desde pequeña, soy buenísima en eso. ¿No te lo había dicho?

—Entonces, sube tú primero. Cuando llegues arriba, haz parpadear hacia mí la luz de la linterna. Entonces empezaré a subir yo.

—Pero entretanto llegará el agua. ¿No sería mejor que subiéramos los dos a la vez?

—En alpinismo, la norma es una persona por cuerda. Primero, hay que tener en cuenta la resistencia de la cuerda y, después, es más complicado subir dos que uno solo, y se tarda más. Por otro lado, aunque llegue el agua, estando agarrado a la cuerda podré seguir subiendo.

—Eres más valiente de lo que parece, ¿sabes? —dijo.

Permanecí inmóvil en la oscuridad pensando que tal vez volvería a besarme, pero ella empezó a ascender ágilmente por la cuerda sin preocuparse por mí. Agarrado a la roca con ambas manos, me quedé contemplando cómo subía aquella luz, oscilando sin ton ni son. La escena hacía pensar en un alma ebria que ascendiera tambaleante al cielo. Mientras la contemplaba, me entraron unas ganas irresistibles de tomarme un whisky. Pero la botella se encontraba dentro de la mochila que llevaba colgada a la espalda y, en una posición tan inestable, retorcerme, bajar la mochila y sacar la botella era, desde cualquier punto de vista, imposible. Así que lo dejé correr y, en cambio, decidí reproducir en mi mente el instante en que me estaba tomando un whisky. Un bar tranquilo y limpio, un bol lleno de cacahuetes,
Vendôme,
de The Modern Jazz Quartet, sonando a bajo volumen, un whisky doble con hielo. Depositaría el vaso sobre la barra y permanecería unos instantes mirándolo, sin tocarlo. El whisky hay que contemplarlo primero. Y cuando te cansas de mirarlo, te lo bebes. Es como una chica bonita.

Eso me recordó que ya no tenía ni trajes ni chaquetas buenos. Aquel par de chalados me habían rajado toda la ropa. Desolado, me pregunté: «¿Y qué me pondré para ir al bar?». Vamos, que antes tendría que renovar mi vestuario. Me decidí por un traje de
tweed
de color azul marino. Un azul elegante. La chaqueta sería de tres botones, hombros poco marcados, de corte recto. Un traje del viejo estilo. Como el que llevaba George Peppard a principios de los sesenta. La camisa sería azul. De un tono que combinara con el traje, de esas de aspecto ligeramente descolorido. La tela sería de un grueso algodón Oxford, y el cuello, lo más normal y discreto posible. La corbata la prefería a rayas de dos colores. Rojo y verde. El rojo, oscuro, y el verde, uno de esos verdes que no sabes si es verde o azul, como el mar bajo la tormenta. Me lo compraría todo en alguna tienda elegante de ropa masculina, me lo pondría, entraría en un bar y pediría un whisky doble con hielo. Y en el mundo subterráneo ya podían armar todo el jaleo que quisieran las sanguijuelas, los tinieblos y los peces con uñas, que yo, en el mundo de la superficie, me pondría un traje de
tweed
azul marino y me tomaría un whisky llegado de Escocia.

De súbito, me di cuenta de que el rumor del agua se había extinguido. Tal vez los agujeros hubieran dejado de vomitar agua. O tal vez fuese sólo que el agua había alcanzado una altura considerable y había dejado de oírse. Pero eso a mí no me importaba. Si el agua quería subir, que subiera. Yo había decidido sobrevivir. Y recuperar la memoria. Nadie, jamás, volvería a manipularme. Quise gritarlo al mundo entero. Que nadie volvería a manipularme.

Sin embargo, me dije que de poco serviría gritar eso aferrado a una roca en las negras profundidades del subsuelo, así que lo dejé correr y doblé el cuello para mirar hacia lo alto. Ella se hallaba mucho más arriba de lo que esperaba. No sabía a cuántos metros de distancia estaba en aquellos momentos, pero equivaldrían a unas tres o cuatro plantas de unos grandes almacenes. Estaría en la sección de ropa femenina o en la de telas para quimonos. Me pregunté con fastidio cuánto mediría la mole rocosa en su totalidad. Ella y yo juntos ya debíamos de haber ascendido un trecho considerable y, puesto que aún faltaba una buena parte, aquella mole rocosa debía de ser altísima. En cierta ocasión había tenido el capricho de subir los veintiséis pisos de un rascacielos, pero me daba la impresión de que la escalada de la «torre» superaba con creces mi anterior gesta.

De todos modos, me dije que era una suerte que las negras sombras me impidieran ver bajo mis pies. Por más acostumbrado que estés a la montaña, subir a un lugar tan escarpado y peligroso sin equipo y calzado con zapatillas de tenis era una experiencia terrorífica. Era como limpiar los cristales de la fachada de unos grandes almacenes sin red ni andamio. Mientras subías y subías, envuelto en la oscuridad, no había problema, pero una vez que te detenías, empezaba a preocuparte la altura.

Volví a doblar el cuello y miré hacia arriba. Ella seguía subiendo, y la luz continuaba balanceándose, pero se encontraba a mucha mayor altura que antes. Efectivamente, debía de ser muy buena trepando por la cuerda, tal como había dicho. En todo caso, la altura era considerable. Casi irrazonable. ¿Por qué se le habría ocurrido al anciano refugiarse en un lugar tan estrambótico? Si nos hubiera esperado en un lugar más normal, nos habríamos ahorrado muchas fatigas.

Estaba absorto en estos pensamientos cuando me pareció oír una voz en lo alto. Al alzar la vista, distinguí una lucecita amarilla que parpadeaba como las luces de navegación de un avión. Debía de haber llegado a la cima. Agarré la cuerda con una mano, saqué la linterna del bolsillo con la otra e hice, hacia arriba, la misma señal. Luego, de paso, enfoqué hacia abajo, dispuesto a comprobar hasta dónde llegaba ya la superficie del agua, pero la luz de mi linterna era demasiado débil y nada pude ver. Las tinieblas eran demasiado profundas y, a no ser que descendiera un poco, no distinguiría nada. Mi reloj de pulsera indicaba las cuatro y doce minutos de la madrugada. Aún no había amanecido. Todavía no habían repartido la edición matinal del periódico. Los trenes aún no circulaban. En la superficie, la gente debía de dormir profundamente, sin enterarse de nada.

Tiré de la cuerda hacia mí con ambas manos y, tras respirar hondo, empecé a subir lentamente.

24
EL FIN DEL MUNDO
La plaza de las sombras

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