El fulgor y la sangre (37 page)

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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El fulgor y la sangre
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—A ver si ese gitano va a amargarnos las fiestas. Hay que esperar que no pase nada, aunque eso de que vaya armado da mala espina. Armado y bebido puede dar un disgusto grave.

El cabo preguntó a una mujer. Sí, había visto pasar corriendo a un joven, que iba hacia arriba, seguramente a coger el sendero del Vía Crucis; sí, por donde vuelven las ovejas; desde luego no hacía mucho tiempo, pero llevaba una buena delantera. Y ¿qué había pasado? Nada importante, bueno, pues iba en aquella dirección. «Vayan ustedes con Dios.»

Caminaban de prisa. Calculaba el cabo que no iría muy lejos. El alcohol le daría de momento muchas energías, pero se le irían acabando en seguida, en cuanto se sofocase un poco. Caminaban seguros. El cabo se descolgó el fusil y metió un cargador. Guillermo le imitó. En las ferias nunca llevaban los fusiles cargados. Cualquier descuido podía dar lugar a un accidente. El cabo dijo:

—No creo que se resista. En cuanto se le pase la locura, ya verás como se nos acerca. Hay que darle tiempo. Si ves que echa mano del arma, no dudes en disparar. Tira bajo. Creo que no pasará nada, pero, en fin, estas cosas nunca se saben; lo mejor es estar prevenido.

Llevaban hora y media caminando. Estaban próximos a un olivar. El cabo se paró de pronto.

—Aquí está. No lo veo, pero aquí está. No ha podido ir más lejos. Entra tú por ese lado, ten cuidado; yo entraré dándole la vuelta. Estáte atento.

Se separaron. El cabo andaba de prisa, luego fue haciendo más lento el caminar. Se metió entre los olivos. El olivar tenía un cauce seco partiéndolo de Norte a Sur. El cauce hecho por las aguas de las tormentas se atrincheraba a trozos. El cabo comenzó a andarlo por la orilla más alta. Llevaba el fusil entre las manos. Oyó ruido. Escuchó un momento. Gritó: «Date, sal pronto, que, si no, va a ser peor.» Oyó una carrera franca y él también corrió. «Date, date.» Lo sentía muy cerca pero no lo veía. Caminó con precaución. «Date, date, hombre.» No tuvo tiempo de verlo. Desde detrás de un adelfo partió un tiro. El cabo intentó mantenerse firme. Disparó su fusil contra el suelo. La bala levantó una pequeña nube de polvo. Después cayó.

Francisco Santos se ahogaba. Tenía a Guillermo a su lado.

—Sí-gue-le. Me ha do-bla-do… Tí-ra-le… por el cau-ce. Tí-ra-le… por el cau-ce.

Guillermo echó a correr. Lo vio ya fuera del olivar. Se arrodilló y tiró. Tiró todo el cargador. Por un instante pensó que le había tocado. Luego, desapareció de su vista.

Cuando volvió junto al cabo, éste estaba agonizando. La tierra había empapado un charco de sangre, que ya no era más que una sombra negra. Las ramas de los olivos formaban una celosía que filtraba los rayos del sol. El cabo tuvo un último vómito y fijó los ojos en el rostro de Guillermo. Los ojos del cabo quedaron desmesuradamente abiertos. Un pájaro chotacabras, en el silencio del campo, daba un ruido monótono, continuado y amargo. Guillermo soltó la guerrera del cabo. En medio del pecho tenía un agujerito negro, apenas visible entre el vello.

Baldomero y Cecilio se guiaron por los disparos.

—Están tirando, pero son de máuser. No he oído otras detonaciones. Estoy seguro que solamente han sido de fusil.

Caminaron en silencio. La calma del campo, su atento oído, les hacía percibir hasta los más leves ruidillos de la vida animal: un grillo lejano, movimiento en una mata de un posible conejo, el ruido del chotacabras…

Guillermo apoyó, en una última esperanza, el cuerpo del muerto contra un olivo. Los ojos del cabo Francisco Santos, empañados y fijos, parecían contemplar la lejanía ocre, bajo el azul del cielo, desde una remota memoria de sueño.

* * *

Ernesta corrió hacia su marido y se abrazó a él. Ernesta estaba llorando. Se apretaba fuertemente a Guillermo.

—Ya sabía que tú no eras, ya sabía que tú no podías haber muerto.

Carmen tenía cogido por el brazo a Cecilio y los dos se apartaron un poco del grupo.

—Tienes que insistir en el traslado. Nos tenemos que marchar de aquí. Me voy a volver loca, esto es irresistible —alzó la voz—. Me volveré loca; tienes que hacer que nos vayamos de aquí.

María Ruiz hablaba con su marido.

—¿Cómo ocurrió, Baldomero? ¿Qué es lo que ha pasado para que al cabo lo mataran?

Llevaron el cadáver del cabo a su domicilio. Entre Baldomero y Guillermo lo tendieron sobre la cama, después que las mujeres la arreglaron. La cama estaba sin hacer, todavía con la huella del cuerpo en las sábanas, arrugadas y ligeramente sucias.

Baldomero salió de la casa y fue al Cuerpo de Guardia. Pedro Sánchez le recibió de pie.

—Pero ¡cómo ha podido ser!

—Ya te lo explicaré. Ahora hay que llamar a la Comandancia para comunicarles lo ocurrido.

Los dos hombres estuvieron un buen rato esperando comunicación. En la casa, junto a la habitación del cabo Francisco Santos, estaban todos reunidos. El párroco comentaba con el alcalde, mientras Sonsoles les escuchaba.

—Parece imposible. Un tiro de pistola acabar con un hombre así. Además, ha debido de ser de lejos. Ha sido un tiro con mala suerte; dos centímetros más abajo, y se hubiera salvado.

Felisa salió hacia la casa donde estaban los chiquillos.

Comunicaron con la Comandancia. Baldomero se presentó poco después en la casa.

—Mañana llegará un cabo a hacerse cargo del puesto. Vendrá en la furgoneta que ha de llevarse el cadáver. Guillermo, tienes que hacer un informe. Una pareja ha de salir al campo. Uno de nosotros ha de ir al pueblo a hacerse cargo del que está detenido en el Ayuntamiento y a hacer un interrogatorio previo al
Maño
y los que estaban en su tenderete. Después hay que conducirlos hasta Talavera…

Los chiquillos estaban en el patio rodeando a Felisa. El mayor quiso entrar a ver al cabo. Le dejaron pasar. Estuvo un instante en la habitación y salió muy pálido. La bombilla daba una luz amarillenta que le profundizaba los ojos. El chiquillo parecía haber envejecido en un momento.

Baldomero salió con Guillermo. Éste preguntó:

—¿Un nuevo cabo mañana?

—Sí, un nuevo cabo. El traslado de Francisco había llegado esta tarde, de modo que éste ya estaba nombrado. Vete a hacer el informe, luego lo vemos, a ver si está bien claro. ¿Te parece?

—Sí.

El patio del castillo estaba adensándose de oscuridad. Ruipérez iba a cerrar la puerta de entrada. En la lejanía, hacia el sur, los relámpagos cuarteaban las tinieblas. Todavía había pesadez en el aire. Refrescaría en seguida.

El párroco y el alcalde se despidieron.

—Hasta mañana. ¿A qué hora vendrá la furgoneta?

—Hacia mediodía.

—Subiremos.

Cecilio Jiménez explicaba a Ruipérez lo que había sucedido. En las bombillas encendidas repiqueteaban los insectos de frágiles alas. Sonsoles rezaba. Felisa estaba en la cocina. Carmen se abrazaba a su hijo. Ernesta y María hablaban del muerto.

Un rayo de luz se filtraba bajo la puerta de la habitación donde estaba el cadáver del cabo Francisco Santos. Baldomero estaba al teléfono recibiendo nuevas órdenes de la Comandancia. Ordenes generales para todos los puestos de la vera de la carretera hasta la entrada de Extremadura. Baldomero se sentó y estuvo pensando. Pensó en el muerto y en su asesino.

Un hombre caminaba en la noche, a través de los campos, sin dirección, fija, azuzado por el miedo. Un miedo que le atería el cuerpo y que le hizo tirar la pistola al cruzar un olivar.

IGNACIO ALDECOA

IGNACIO ALDECOA ISASI (Vitoria-Gasteiz, 1925 - Madrid, 1969) Escritor español, de amplia e intensa producción narrativa. Estudió Filosofía y Letras en las universidades de Salamanca y Madrid, donde trabó amistad con Sánchez Ferlosio, Martín Gaite, Fernández Santos y otros jóvenes que formaron el futuro plantel de la narrativa de los cincuenta. Aunque se inició como poeta (
Todavía la vida
, 1947;
El libro de las algas
, 1949), pronto se dedicó al cultivo del cuento —género del que fue sin duda un maestro— y la novela.

Su novelística, reducida a cuatro títulos, es parte de un vasto proyecto consistente en tres trilogías que debían de abordar, respectivamente, el trabajo del mar, el trabajo de las minas y el mundo de los guardias civiles, los gitanos y los toreros. De todo ello la muerte sólo le permitió escribir una parte de la primera,
Gran Sol
, de 1957, que trata de la pesca de altura, y dos de la última:
El fulgor y la sangre
, de 1954, sobre la vida cotidiana de una pequeña guarnición de la guardia civil, y
Con el viento solano
, de 1956, en torno al mundo de los gitanos. Independiente de estas series es la novela titulada
Parte de una historia
(1967). A pesar de la crudeza humana de su escritura, de su intensa carga testimonial, Ignacio Aldecoa rehúye el mensaje explícitamente político (en ello se aparta de las propuestas del realismo crítico) y tiende a una ajustada técnica objetivista.

Sus cuentos son fragmentos de vida, historias insignificantes pero dotadas de un gran poder evocador; por su variada temática (los oficios, la clase media, los bajos fondos, las vidas extrañas, el éxodo rural a la ciudad, etc.) configuran un amplio cuadro de comedia humana de nuestra posguerra. Recopilados en 1973
Cuentos completos
, aparecieron en las colecciones
Vísperas del silencio
(1955), E
l corazón y otros puntos amargos
(1959),
Caballo de pica
(1956),
Arqueología
(1961),
Los pájaros de Baden Baden
(1965) y
Santa Olaja de acero
(1968).

Aldecoa convirtió en materia novelable su profunda experiencia de los hombres y la difícil tesitura por la que atraviesa España en años particularmente crueles: los posteriores a la Guerra Civil. Guiado siempre por un creciente deseo de objetividad y comprensión de las formas de vida del país y de sus gentes, en especial las más sencillas y sometidas a la injusticia, el novelista le da al conjunto de su obra un sello personal inconfundible: rico, laborioso, con un riguroso sentido de la construcción por lo que hace a las situaciones y una técnica realista de la que sobresale la nota enérgica, teñida invariablemente de poesía y verdad..

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