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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

El juego de Caín (16 page)

BOOK: El juego de Caín
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—Quizá se ha confiado —respondí—. La primera vez salió bien, así que, ¿por qué no intentarlo otra?

—Pues eso, un aficionado. Como decía Gracián: «La confianza es madre del descuido».

Hermes solía salpicar sus conversaciones con tanta frases de personajes célebres que cualquiera que no lo conociese demasiado bien pensaría que era poseedor de una cultura enciclopédica. Sin embargo, yo conocía su secreto; la primera vez que fui a su casa descubrí que sólo tenía tres clases de libros: tratados de derecho y economía (una afición adquirida durante sus años carcelarios) y diccionarios de citas, muchos diccionarios de citas. «Cultura en cápsulas», lo llamaba él.

—También es posible que haya sucedido algo imprevisto —comenté—. La primera vez, el chantajista pidió medio millón de euros y ahora, un mes más tarde, pide cuatro veces más. Es como si le hubiera entrado la prisa de repente.

—Y la codicia —observó Hermes.

—En el ser humano, la codicia viene incluida de fábrica. —Arrugué la nariz—. Estamos dando palos de ciego. Ni siquiera sabemos con qué presionan a Mochedano.

—Con su hermano, jefa; tenías razón.

—Ya, pero ¿cuál es la amenaza en concreto? —Hice una pausa y proseguí—: En uno de los primeros
e-mails
, el chantajista decía que si se divulgaba, el secreto aparecería en la primera plana de los periódicos deportivos. Bueno, pues cualquier secreto que se me ocurra relacionado con Simón Mochedano sería noticia, pero de todos los periódicos, no sólo de los deportivos. —Tamborileé con los dedos sobre la mesa—. Es algo que tiene que ver con el fútbol…

—Bueno, se lo podrás preguntar al chantajista cuando mande el siguiente correo. Porque supongo que a partir de ahora no le quitaremos el ojo de encima a ese cibercafé.

Asentí.

—Ya he hablado con Félix. Parte de los que vigilaban el chalet de Mochedano vigilarán ahora Interlandia; siempre habrá alguien de guardia. Además, Violeta asegura que puede tener controlados todos los ordenadores del cibercafé. Si el chantajista vuelve a mandar un mensaje, mi prima podrá decirnos al instante frente a qué ordenador está sentado.

Hermes cerró los ojos y movió la cabeza de un lado a otro con desaprobación.

—Brujería moderna, eso es la informática —dijo—. Antes todo era más sencillo; hicieras lo que hicieses, no tenías que preocuparte de si un ojo invisible estaba mirando por encima de tu hombro. Como decía el gran Bacon: «La ciencia es por sí misma poder».

En ese momento llegó el camarero con una sopera llena de humeante caldo de cocido y Hermes interrumpió su diatriba contra la informática para comenzar, acto seguido, a extenderse sobre las virtudes del plato estrella de la cocina madrileña. A Hermes, quizá por haber pasado mucha hambre de pequeño, le encantaba comer. No sé cómo lograba mantenerse tan delgado.

A primera hora de la tarde intenté ponerme en contacto con Vázquez, pero su secretaria y cancerbera me informó de que se encontraba fuera de España, así que le pedí que me telefoneara lo antes posible. Vázquez llamó poco después de las siete y media. Le conté las novedades y el rumbo que había tomado la investigación y él, tras una breve reflexión, dijo:

—Buen trabajo, señora Hidalgo; estoy muy satisfecho, se lo aseguro. Ahora preste atención: cuando localice al chantajista, no intente establecer contacto con él. Limítese a mantenerlo vigilado y llame inmediatamente al señor Santamaría. ¿Está claro?

Meridianamente claro. Una vez que identificáramos al chantajista, Investigaciones Hidalgo sería relegada y Emilio tomaría el control. Supongo que para barrer bajo la alfombra cierta clase de basura es mejor recurrir a alguien de mucha confianza.

Óscar llegó a las ocho en punto. No había traído coche, así que bajamos al garaje y montamos en el mío.

—¿Adónde vamos? —le pregunté.

—¿Por qué no me enseñas tu casa? —preguntó él a su vez—. A fin de cuentas, tú ya conoces la mía. Estoy en desventaja.

No encontré ninguna razón que oponer, salvo el hecho de que en mi casa había una cama comodísima para hacer el amor; aunque no estaba muy segura de si eso era una razón en contra o a favor. ¿Quería volver a acostarme con Óscar? Sin lugar a dudas, sí… pero no. La verdad es que no sabía lo que quería; estaba hecha un lío. Arranqué el coche y, tras salir del garaje, me sumergí en el atasco que habitualmente paraliza la Gran Vía.

—¿Dónde estuviste? —preguntó Óscar.

—¿Qué?

—De viaje. Me mandaste un mensaje diciendo que salías fuera.

—Sí, es verdad. Estuve en Colombia.

—Donde nació Rubén Mochedano. Entonces, sigues investigándole.

—Sí.

—¿Y va todo bien?

Me encogí de hombros.

—Aún no estoy segura.

Óscar rió por lo bajo.

—Qué lacónica —dijo—. De acuerdo, ya sé que no puedes contarme nada; no haré más preguntas.

Apenas hablamos durante el trayecto. Me sentía cohibida, insegura como una adolescente en su primera cita; lo cual, para una mujer en mitad de la treintena, no podía ser más patético. Lo cierto es que no sabía qué decirle; ¿por qué le había rehuido? ¿Por miedo…? Qué respuesta más estúpida.

Dejamos atrás el atasco y enfilé por Alberto Aguilera en dirección a Chamberí. Recuerdo que, mientras conducía, notaba un vago cosquilleo en la nuca, como cuando alguien situado a tu espalda te mira fijamente. En realidad, tenía la sensación de que me seguían, aunque en aquel momento estaba tan ocupada pensando en otras cosas que lo atribuí a mi imaginación y no le di importancia.

Pero era cierto: me seguían.

* * *

—Tienes una casa muy bonita —comentó Óscar mientras se acomodaba en el sofá.

No es verdad; mi casa quizá sea agradable y puede que acogedora, pero hay demasiado mueble de Ikea fabricado en Taiwán a precio de saldo, demasiado póster enmarcado y demasiada alfombra de mercadillo para ser bonita.

—¿Quieres tomar algo? —pregunté.

—No, gracias.

Me senté frente a él en un incomodísimo sillón de madera y almohadones de loneta. Nos miramos y sonreímos en medio de un silencio más incómodo aún que el sillón.

—Me gustas, Carmen —dijo Óscar de pronto—; me gustas mucho. Y creo que yo también te gusto a ti. ¿Me equivoco?

Negué con la cabeza.

—Pero no te fías de mí —concluyó él.

—Eso no es cierto —protesté.

—Sí que lo es. O quizá no se trate de una cuestión personal; puede que no te fíes de nadie, no lo sé. Te conozco demasiado poco. —Hizo un gesto de impotencia—. Sólo nos hemos visto tres o cuatro veces, Carmen, pero tú ya conoces en líneas generales toda mi vida; sin embargo, yo no sé nada de ti. Y mira que siento curiosidad por enterarme de cómo alguien como tú ha llegado a ser detective privado. —Me señaló con un dedo—. Pero hay algo de mí que aún ignoras. Te he contado lo que hice antes y después del divorcio, pero no por qué me divorcié. —Hizo una pausa y prosiguió—: Después de mi lesión, cuando quedó claro que jamás volvería a jugar, sentí que mi vida se había ido a la mierda. Yo vivía para el fútbol, era mi pasión, y me lo habían quitado. Comencé a beber; tenía veinte años y nunca antes había probado el alcohol, pero me resarcí del tiempo perdido. Cada vez bebía más, año tras año de borracheras, y cuando me casé con Begoña, seguí bebiendo, aunque a escondidas, porque a ella no le gustaba que lo hiciese. Dos años después, cuando nació Pablo, yo era ya un alcohólico. Tres años más tarde, Paloma me abandonó y solicitó el divorcio. Y tenía muy buenos motivos para hacerlo; no es fácil vivir con un borracho. —Desvió la mirada durante un segundo y luego volvió a centrar sus ojos en los míos—. Ahora ya no bebo, Carmen; hace más de tres años que no pruebo ni una gota de alcohol. Pero sigo siendo un alcohólico, porque nunca se deja de serlo. ¿Es eso un problema para ti?

—No.

—Bien, me alegro, porque se trata de mi secreto más vergonzoso. —Se reclinó en el sofá—. Ahora te toca a ti —dijo—; ¿por qué te divorciaste?

—¿Quieres que te cuente mi divorcio?

—Si no te importa.

Sí que me importaba; no me gustaba hablar de mi ex marido, ni recordar aquella época, pero no podía negarme sin parecer más esquiva de lo que ya parecía.

—De acuerdo —dije—, te lo contaré. —Hice una pausa para intentar sintetizar mentalmente una historia que se me antojaba demasiado larga y lejana e inicié mi relato—: Conocí a Gonzalo en la Facultad de Derecho, cuando yo estaba en cuarto de carrera.

—¿Eres abogada? Eso no me lo contó tu madre.

—Sólo ejercí durante un par de años y, gracias al cielo, ya he logrado olvidarme del Código Civil. —Óscar sonrió y me invitó con un gesto a continuar—. Gonzalo tenía siete años más que yo —proseguí—, y era subinspector de policía. Se había matriculado en el turno de noche; supongo que por aquel entonces aspiraba a prosperar en el cuerpo y pensaba que estudiar Derecho le ayudaría, aunque no tardó mucho en abandonar la carrera. Nos conocimos una tarde de noviembre en la secretaría de la facultad y creo que me enamoré de él ese mismo día.

—¿Era guapo?

—Atractivo; pero, sobre todo, era muy simpático, muy divertido, el clásico encantador de serpientes. El caso es que empezamos a salir y acabamos haciéndonos novios o algo así. Terminé la carrera, monté con unas compañeras un bufete laboralista y… fue un desastre que sólo duró un par de años. Entonces, Gonzalo dejó la policía; dijo que lo hacía para dedicarse al sector privado, pero mucho después me enteré de que sus jefes no le dejaron alternativa: o dimitía o le denunciaban por robo, estafa y no sé cuántos delitos más. Pues bien, justo cuando los dos estábamos sin trabajo ni perspectivas de encontrarlo, Gonzalo propuso que nos casáramos, y a mí, todavía me estoy preguntando por qué, me pareció una buena idea.

—Quizá en su momento lo fue.

—Lo dudo; tenía que haber pensado más lo que hacía, pero era demasiado joven y demasiado tonta para preguntarme quién era realmente la persona con la que iba a compartir mi vida. Y eso que más de un amigo me advirtió de que Gonzalo no era trigo limpio, pero no hice caso y nos casamos un par de meses después. Luego, Gonzalo llevó adelante su ansiado proyecto personal: montar una agencia de detectives. Investigaciones Monroy.

—¿Monroy?

—El apellido de mi ex marido. Y es curioso, porque aunque la empresa se llamaba como él, la propietaria oficial era yo. Gonzalo lo puso todo a mi nombre, y yo, como la estúpida que soy, lo consideré una gentileza por su parte. —Sonreí con un deje de amargura—. Lo más gracioso de todo fue que la agencia comenzó a funcionar casi desde el principio. Gonzalo, ya te lo he dicho, era encantador, tenía un don innato para tratar a la gente, de modo que conseguía clientes con regularidad. Contratamos a un par de colaboradores, yo ayudaba en lo que podía y todo iba bien en el País de las Maravillas. Hasta que un buen día, hace algo más de cinco años, un empresario recurrió a Investigaciones Monroy para seguir a su hija, una chica de veinte años cuya alocada vida tenía muy preocupado al buen hombre. Gonzalo decidió ocuparse personalmente del caso y se convirtió en la sombra de la joven. En la sombra y en algo más. —Suspiré—. Un mes más tarde, Gonzalo me dijo que quería ampliar la agencia y que, para hacerlo, debíamos solicitar un crédito. Así que le pedimos doscientos mil euros a un banco; mejor dicho, se los pedí yo, porque yo fui la imbécil que firmó todos y cada uno de los papeles que me pusieron delante sin leerlos siquiera.

Hubo un silencio.

—¿Y qué sucedió? —preguntó Óscar.

—Que dos días después de que nos concedieran el crédito, Gonzalo desapareció con todo el dinero y con la hija del empresario. Y yo me hundí. Gonzalo no sólo me engañó y traicionó, ni se limitó a quitarme todo lo que tenía, sino que además me dejó con una deuda que yo no podía pagar de ninguna manera. —Sacudí la cabeza—. No sé cómo logré superar aquello. Mi familia me prestó algo de dinero y, entre Hermes y yo, conseguimos sacar adelante la agencia; entretanto, me gradué en Criminología y obtuve la licencia de detective. ¿No querías saber antes cómo había acabado dedicándome a este trabajo? Pues ya lo sabes: por culpa de mi divorcio.

Ya está, ya lo había contado todo. Óscar, muy serio, guardó un breve silencio y dijo:

—Tu ex marido es un hijo de puta.

—Estamos de acuerdo.

—Pero no todos los hombres lo somos. Yo no soy un hijo de puta.

—Ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué desconfías de mí?

—No desconfío de ti, Óscar. Es que…

Dejé la frase suspendida en el aire, porque en realidad no tenía ninguna respuesta que ofrecer.

—No te fías de ningún hombre —concluyó él—. Te enamoraste de uno y te hizo daño, así que se acabaron los hombres. ¿Es eso?

Me froté los ojos con el índice y el pulgar.

—No lo sé —repuse, dejando escapar una bocanada de aire—. Quizá…

Óscar asintió un par de veces, pensativo.

—Apenas nos conocemos, Carmen —dijo—, pero me gustas y me encantaría tener la oportunidad de conocerte mejor. No sé si esto es el comienzo de algo o sólo un espejismo, pero eso nunca se sabe, ¿verdad? Lo único que puedes hacer es intentarlo o no intentarlo, darte una oportunidad o no dártela. O no preguntarte nada y seguir tu instinto; y el mío me dice que tú vales la pena. —Sonrió con inesperada timidez—. Yo quiero intentarlo, Carmen, pero tú decides. En cualquier caso, lo que no voy a ser es un pesado, así que si me pides que me marche, lo haré y no volveré a darte la lata.

Guardó silencio y me miró expectante. Durante unos segundos me quedé con la mente en blanco, sin saber qué pensar ni qué decir. De pronto, me sentí tonta y ridícula, como si fuera una niña con miedo a la oscuridad porque cree que en las sombras se ocultan monstruos. En realidad, pensé, hacía tantos años que no tenía una relación estable con un hombre que ya no sabía cómo hacerlo; era como intentar jugar a un juego cuyas reglas has olvidado. Aunque esa clase de juego, me dije, no tiene reglas fijas, sino que se van descubriendo e inventando conforme se juega. El problema era que en todo juego se puede ganar o perder; ¿estaba dispuesta a correr ese riesgo…? De repente me sentí muy, pero que muy enfadada conmigo misma. ¿Por qué le daba tantas vueltas a las cosas? ¿Por qué lo complicaba todo tanto?

Me levanté y tendí un brazo hacia Óscar.

—Ven —dije.

Se incorporó y me cogió de la mano. Luego, le conduje al dormitorio.

* * *

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