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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (44 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—Sois un asesino.

Jacques pareció pensar en aquel calificativo.

—Supongo que sí, pero prefiero pensar que es un trabajo como cualquier otro. Debéis admitir, doctora, que para aquellos que no entienden, vuestra profesión es cosa de brujería. Así que ambos somos profesionales que no podemos declarar públicamente cuál es nuestra actividad. Los dos trabajamos y convivimos con la vida y la muerte. —Parecía tranquilo, aunque estaba claro que, al descubrirlo, había herido su orgullo—. Me delaté al tratar de advertiros de que vuestra curiosidad era peligrosa, ¿verdad?

Sus visitas a Bertha, su constante aparición en todas partes, la indefinible sensación de amenaza que acechaba el establo cuando él se encontraba allí. El aroma que Bertha había reconocido. La libertad de rondar por la abadía y pasar inadvertido, que ninguna otra persona poseía. No podía ser más que él.

—Recordad la fiesta de Navidad —dijo Adelia.

Esa noche casi había tenido la certeza de que él era el asesino. En la anciana con verrugas que brincaba en el arca de Noé había reconocido a la vieja que Bertha había visto en el bosque.

—Ah —dijo Jacques—, me temo que tengo debilidad por los disfraces, y esa debilidad me delató ante vos.

—¿Cuándo os contrató Eynsham para matar a Rosamunda?

—Hace siglos. Había llegado a Inglaterra para buscar clientes poco tiempo antes. Acababa de convertirme en el mensajero del obispo; en mi trabajo siempre es útil tener un motivo para viajar. Aunque no viene al caso, espero haber prestado buenos servicios al obispo —dijo sinceramente—. Me gusta pensar que hago bien mi trabajo, sea cual sea.

Sí, era excelente. Cuando Rowley se deslizó dentro de la abadía y le pidió a Walt que alertara a los demás, no se le ocurrió que su mensajero —el irritante, voluntarioso Jacques, uno de los suyos— no debía ser informado del ataque que se avecinaba.

—En realidad —prosiguió—, echaré de menos al obispo de Saint Albans, pero en cuanto Walt me dijo que el rey estaba en camino, no tuve más alternativa que informar a Eynsham. No podía permitir que el señor abad fuera capturado, él me debe dinero.

—¿Así son las cosas? ¿Se ha corrido la voz y se sabe que matáis por dinero?

—Creo que sí. Hasta ahora no me ha faltado trabajo. Las personas que me contratan nunca quieren darse a conocer, por supuesto, pero ¿sabéis cómo descubrí que mi cliente misterioso era nuestro abad?

Excitado, feliz por su perspicacia, Jacques había alzado la voz. Un búho salió volando de su árbol y Schwyz, que iba delante, se dio la vuelta para insultarlo. El mensajero seguía a lo suyo.

—¿Sabéis cómo lo descubrí?

Adelia negó con la cabeza.

—Por sus botas. El señor abad usa unas botas extraordinariamente finas, al igual que yo. Oh sí, y se dirigió a su sirviente diciendo «Hijo mío». Entonces me dije: por todos los santos, es un religioso, y además rico. Solo tuve que preguntar a los mejores zapateros de Oxford. Ahora el problema es conseguir la otra mitad del pago acordado. —El asesino explicó las dificultades propias de su oficio—. Cobro la mitad como anticipo y la otra cuando el trabajo está terminado. Nunca quieren pagar la segunda cuota, ¿comprendéis?

Ella no respondió.

—Para cobrar la otra mitad del precio acordado me vi obligado a permanecer pegado a mi señor Eynsham, como una lapa. En realidad, en esta ocasión, no es su culpa. Las circunstancias no lo han favorecido. La retirada de Wormhold, la nieve…, pero nos dirigimos hacia el norte para llegar a su abadía, y allí tiene el oro.

—Os matará —dijo Adelia, no porque estuviera segura de ello, sino para que siguiera hablando—. Le pedirá a Schwyz que lo haga.

—Son una pareja interesante, ¿verdad? Schwyz lo adora. Tal parece que se conocieron en los Alpes. Me he preguntado si serían…, bueno, ya sabéis…, pero creo que no. Tendréis vuestra opinión como médica.

Uno de los mercenarios que arrastraban el trineo estaba disminuyendo la velocidad y agitaba el brazo para que el mensajero tomara su lugar.

La voz que susurraba en el oído de Adelia se volvió confidencial. Ya no era la voz de un chismoso, sino la de un asesino.

—No os preocupéis por mí, señora. Nuestro abad tiene muchos enemigos que deben ser eliminados de manera silenciosa. Schwyz deja tras de sí los rastros de sus carnicerías, yo no. Mis servicios siempre tendrán demanda. Preocupaos por vos. —Suspiró y echó la lona hacia atrás para bajar del trineo.

—Jacques, ¿seréis vos el encargado de matarme?

—Espero que no, señora. Sería una pena —dijo con amabilidad, y se fue, negándose a colocarse el arnés—. Mi buen amigo, no soy un buey.

Adelia pensó que tampoco era un ser humano, sino una herramienta, tan responsable por lo que hacía como podía serlo un objeto, tan inocente como un arma que se exhibe en una pared, a la cual su dueño admira por su maravillosa utilidad.

El olor a sudor y a sucia humedad del hombre que se arrastró bajo la lona para dormir y roncar borró el rastro del perfume de Jacques.

El abad se había colocado frente al travesaño que se encontraba detrás de Adelia, pero en lugar de ayudar a impulsar el trineo se convirtió en un pasajero. Su peso hizo más lenta la marcha de los hombres que lo arrastraban y la transformó en un paso torpe y lento que puso en peligro su equilibrio. Al advertir que se quejaban, Schwyz les ordenó que se quitaran los patines y continuaran solo con sus botas para permitir un mejor agarre.

Adelia advirtió que ahora, al avanzar, chapoteaban. El trineo había comenzado a arrojar escarcha a los lados. Ya no se veían las estrellas y la difusa luna tenía un resplandor aún más difuso. Schwyz había encendido una antorcha y la llevaba en alto mientras esquiaba. El hielo se derretía.

Una chillona voz resonó por encima de la cabeza de Adelia.

—No es mi intención quejarme, mi querido Schwyz, pero si seguimos así pronto caminaremos por el fondo del río. ¿Estamos lejos?

—Estamos cerca.

Adelia se preguntó dónde estaban. No sabía cuánto tiempo había dormido y no podía calcular la distancia que habían recorrido. Las orillas eran tan monótonas como siempre, una confusa masa de juncos y nieve que siempre parecía igual.

Hacía más frío, seguramente a causa de la humedad creciente y también del miedo. Eynsham solo se tranquilizaría cuando finalizara la marcha a través del río. En cuanto llegara a territorio seguro, podría librarse de la carga que había transportado.

—Allí, delante —gritó Schwyz.

Solo se veía una luz que brillaba débilmente en el cielo, hacia el oeste, como una estrella solitaria que lucía lo suficiente para atravesar la niebla que ocultaba a las demás. Tal vez fuera un castillo o una torreta.

Pronto se aproximaron a un embarcadero bordeado de nieve, de aspecto familiar.

Fue entonces cuando Adelia supo que Rosamunda la esperaba.

• • •

En el recuerdo que Adelia conservaba de Wormhold, el lugar estaba poblado de destellos de colores estridentes, entre los cuales hombres y mujeres se movían y hablaban como enajenados. En aquel momento, a través de la niebla del alba, la torre era nuevamente un mausoleo. Las insinuaciones implícitas en su arquitectura habían desaparecido. Y para aquellos que arrastraban el trineo sobre la nieve derretida, el laberinto era tan solo un túnel recto y lóbrego flanqueado por arbustos grises, que conducía a un monumento similar a una lápida gigantesca, recortada contra un cielo aun más lóbrego.

Al final de los peldaños la puerta permanecía abierta. La pira que no se había encendido seguía intacta y, a causa de la humedad concentrada en el salón, las paredes y un montón de muebles rotos brillaron bajo la antorcha de Schwyz.

Al entrar, el correteo de las ratas que escapaban acentuó el silencio reinante. Lo mismo sucedió cuando el abad intentó llamar al ama de llaves.

—Dakers, ¿dónde estáis, criaturita? Vuestro viejo amigo, Robert de Eynsham, ha llegado. —Cuando el eco de sus palabras se desvaneció, se dirigió a Schwyz—. Ella no sabe que fui yo quien ordenó que la encerraran, ¿verdad?

—La engañamos —replicó Schwyz, moviendo la cabeza.

—Bien, entonces aún soy su aliado. ¿Dónde está ese viejo cuervo? Queremos cenar. ¡Dakers!

—Rob, no podemos quedarnos aquí mucho tiempo. Ese cabrón vendrá a por nosotros.

—Mi querido amigo, debéis dejar de atribuirle poderes sobrenaturales. Somos más astutos que él —afirmó, sonriente—. Supongo que debería subir a buscar mis cartas. Tal vez nuestra bella Rosamunda guardó más de una. Le dije a esa puta gorda que las quemara, pero quién sabe si lo hizo. Las mujeres son totalmente indignas de confianza. —Suspiró y señaló la pira—. La encenderemos cuando llegue el momento. Primero comeremos algo, luego dormiremos una siesta y cuando nuestro afable rey llegue, ya no estaremos aquí, habremos partido mucho antes, dejando un buen fuego encendido para recibirlo. Buscad a Dakers.

«Sin duda, sabe dónde está. El único ser humano que habita este lugar está en la habitación de la cúpula, con la muerta», pensó Adelia.

—De acuerdo —dijo Schwyz y se alejó para dar órdenes a sus hombres. De pronto, dio media vuelta—. ¿Qué queréis hacer con la ramera?

—¿Os referís a esta ramera? —preguntó el abad mirando a Adelia—. La conservaremos con nosotros hasta el último momento. Solo por precaución. Puede subir conmigo y ayudarme a buscar las cartas.

—¿Por qué? Sería mejor que permaneciera aquí —dijo Schwyz, receloso.

El abad fue paciente con él.

—Porque no encontré cartas la última vez que estuvimos aquí, pero la inteligente señora tiene una, ¿verdad, querida? Si encontró una, puede encontrar las demás. Si lo preferís, podéis atarle las manos, pero esta vez por delante y sin apretar mucho la cuerda. Se la ve pálida.

Una vez más, un hombre amarró las manos de Adelia con brusquedad.

—Arriba —dijo el abad, señalando la escalera. Luego se dirigió al mercenario—. Que vuestros hombres se ocupen de mi cena. —Y cambiando el tono, añadió—: En cuanto a…, apostad un vigía en el río.

Adelia advirtió súbitamente que no solo ella sentía miedo. En el fondo, el abad creía que Enrique tenía poderes sobrenaturales. Rogó al cielo que eso fuera verdad.

No era sencillo subir aquellos peldaños en forma de cuña, diminutos, resbaladizos y serpenteantes, sin utilizar las manos para mantener el equilibrio. No obstante, Adelia lo hizo con menos esfuerzo que el abad, que comenzó a protestar en cuanto llegó al segundo descanso. En ese nivel la torre se distanciaba del ruido que reinaba en la base, y en el silencio el eco de sus pasos era perturbador, parecía desafiar el descanso de los muertos.

«Atrás. Esto es una tumba».

Una luz casi imperceptible entraba por las saeteras y permitía ver los mismos objetos desparramados que había descubierto al subir con Rowley. Nadie los había barrido, y nadie lo haría.

Pasaron por los aposentos de Rosamunda, despojados de sus alfombras y sus ornamentos de oro, saqueados por los mercenarios e incluso por los hombres de Aquitania mientras Leonor vigilaba el cadáver. Habían recibido su merecido: tanto los saqueadores como el botín habían terminado en el fondo del Támesis. Ya estaban cerca de la cúpula.

«No quiero entrar allí. ¿Es posible parar esto? No puedo creer que moriré en esa habitación. ¿Alguien puede impedirlo?».

Llegaron al último rellano. La puerta chirrió al abrirse, pero su exquisita llave seguía en la cerradura.

Adelia se detuvo.

—No entraré.

El abad la agarró por el hombro y la empujó delante de sí. Luego, se anunció.

—Dakers, aquí está el abad de Eynsham, vuestro amigo, que ha venido a saludar a vuestra señora. —Algo semejante a una ráfaga de viento lo detuvo en el umbral.

La habitación seguía amueblada tal como la última vez que Adelia la había visto. Nadie había tenido la oportunidad de saquearla.

Rosamunda ya no estaba sentada frente a su escritorio. Yacía en el lecho, entre las tenues cortinas que lo rodeaban. Una capa le cubría la parte de arriba.

No había señales de Dakers. Si quería preservar a su ama, había cometido el error de cerrar las ventanas y encender cirios funerarios.

—Por Dios —exclamó el abad, llevándose un pañuelo a la nariz. Recorrió rápidamente la habitación apagando las velas y abriendo las ventanas—. Por Dios, la perra apesta.

El aire húmedo y gris ventiló un poco la alcoba.

Eynsham regresó junto a la cama, muy excitado.

—No la toquéis —le aconsejó Adelia.

Él apartó la capa y la dejó caer al suelo.

—Puaf.

Desde el rostro en descomposición, el hermoso cabello de Rosamunda caía sobre una almohada, mientras otra sostenía su corona cerca de la cabeza. Las manos, cruzadas sobre el pecho, estaban piadosamente ocultas por un libro de oraciones. Los pies hinchados sobresalían de las minúsculas zapatillas doradas que asomaban debajo de los primorosos pliegues del vestido, azul como un cielo de verano. En la seda se distinguían manchas fangosas.

—Dios mío —dijo el abad, en voz baja—.
Sic transit gloria mundi
. La reina se pudre, como cualquier otra criatura. Rosamunda, la repulsiva.

—¿Cómo osáis…? —gritó Adelia. Si sus manos hubieran estado libres, lo habría golpeado—. No os atreváis a burlaros de ella. Sois el causante de esto y, por Dios, también vuestro cuerpo se corromperá, tal como se ha corrompido vuestra alma.

—Ya —exclamó el abad, y retrocedió como un niño ante la reprimenda de un padre furioso—. Es que… es horroroso. Debéis admitirlo.

—No me importa. Eso no os exime de la obligación de tratarla con respeto.

Por un instante el abad de Eynsham pareció desconcertado por su propia actitud. Titubeando, sin acercarse a la cama, su mano dibujó en el aire una bendición para Rosamunda:
requiescat in pace
. —A continuación, preguntó—: ¿Qué es eso blanco que aparece en su cara?

—Cera —respondió Adelia.

El fenómeno era realmente interesante. Nunca lo había visto en seres humanos, solo en los cerdos que había estudiado. Por unos momentos volvía a ser la señora del arte de la muerte, solo tenía conciencia del proceso que se desarrollaba en el cadáver que tenía a la vista y de la vaga irritación que le producía la falta de tiempo y la carencia de los elementos necesarios para analizarlo.

Pensó que se debía a que Rosamunda estaba gorda, al igual que los cerdos de Salerno. Gordinus los conservaba en herméticos cofres de metal, a salvo de las moscas.

BOOK: El laberinto de la muerte
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