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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico

El ladrón de días (5 page)

BOOK: El ladrón de días
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Se mareó sólo de verlo y pensó que si persistía en permanecer allí posiblemente perdería el equilibrio y se iría con ellos. Abrió la boca para coger aliento y dio la espalda al espectáculo, volviendo a la luz del sol tan rápido como las plantas espinosas se lo permitieron.

Wendell todavía estaba sentado bajo el árbol. Tenía dos botellas de limonada fría a su lado y alargó una a Harvey mientras éste se acercaba.

—Bien, ¿y qué? —preguntó.

—Tenías
razón
—respondió Harvey.

—Nadie en su sano juicio va nunca allí.

—He visto a Lulu.

—¿No te lo he dicho? —insistió Wendell—. Nadie en su sano juicio.

—Y aquellos peces...

—Sí, ya sé, repugnantes espantajos de pantano, ¿no es verdad?

—¿Por qué querrá el señor Hood tener peces como aquéllos? Quiero decir que, siendo todo lo demás tan hermoso, los céspedes, la casa, el huerto...

—¿A quién le importa? —dijo Wendell.

—A mí —respondió Harvey—. Quiero saber todo lo que hay que saber acerca de este lugar.

—¿Por qué?

—Para contárselo a papá y mamá cuando vuelva a casa.

—¿A casa? —dijo Wendell—. ¿Quién quiere una casa si aquí tenemos todo cuanto necesitamos?

—Aún me gustaría saber cómo funciona todo esto. ¿Hay alguna clase de máquina que haga cambiar las estaciones?

Wendell señaló el sol a través de las ramas.

—¿Te parece esto mecánico? —dijo—. No seas torpe. Esto es real. Es mágico, pero real.

—¿Tú crees?

—Hace demasiado calor para pensar —respondió Wendell—. Ahora siéntate y calla —y lanzando unos cuantos tebeos en la dirección de Harvey, añadió—: Mírate esto y encuentra un monstruo para esta noche.

—¿Qué pasa esta noche?

—Halloween [Noche del 31 de octubre. En Estados Unidos se celebra con disfraces, decoración de calabazas vacías, con luz en su interior, cantos... de carácter jocosamente lúgubre.
(N. del E.)]
, naturalmente —dijo Wendell—, como todas las noches.

Harvey se dejó caer sentado al lado de Wendell, abrió su botella de limonada y empezó a hojear los tebeos, pensando entre página y bebida que tal vez Wendell estuviera en lo cierto y que hacía demasiado calor para pensar. Sin embargo, aquel lugar milagroso funcionaba, y parecía real. El sol calentaba, la limonada estaba fría, el cielo era azul, la hierba verde... ¿Que más necesitaba saber?

En algún momento de sus meditaciones pudo haberse dormido, pues despertó con la sorpresa de que el sol ya no salpicaba el suelo a su alrededor y Wendell ya no estaba leyendo a su lado.

Quiso coger su limonada, pero la botella se había caído y su olor dulce había atraído a cientos de hormigas. Se amontonaban por encima y por dentro de la botella, y algunas de ellas se habían ahogado por su codicia.

Cuando se levantó, sintió la primera brisa verdadera desde el mediodía, y una hoja con los bordes secos cayó en espiral a sus pies.

—Otoño... —murmuró para sí mismo.

Hasta este momento, hallándose entre los crujientes arbustos y viendo cómo el viento sacudía y arrancaba las hojas, el otoño le había parecido siempre la estación más triste. Significaba que el verano había terminado y que las noches se volverían cada vez más largas y más frías. Pero ahora, cuando la lluvia de hojas se había convertido en un diluvio y el ruido de las bellotas y las nueces en un redoble de tambores, se rió al verlo y oírlo venir. Cuando dejó aquel lugar bajo los árboles, tenía hojas en la cabeza mientras otras bajaban por su espalda y a otras las chutaba a cada paso que daba al correr.

Cuando llegó al portal, las primeras nubes que había visto en toda la tarde taparon el sol, y al quedar la casa bajo su sombra, aquel edificio que antes ondeaba como un espejismo bajo el calor de la tarde, ahora de súbito quedaba magnificado, oscuro y sólido.

—Tú eres real —dijo, jadeando en el porche—. ¿Lo eres o no?

Empezó a reírse de su locura de hablar a una casa, pero la risa se le apagó cuando oyó una voz tan tenue que apenas estaba seguro de haberla oído, y que le decía:


¿Tú qué piensas, nene?

Trató de localizar al que había hablado, pero no
había
nadie en el portal, ni en el porche, ni en los escalones detrás de él.

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó.

No hubo respuesta, de lo cual se alegró. No habría sido una voz, se dijo. Pudo ser un crujido de los tablones o el murmullo de las hojas secas sobre la hierba. Pero entró en la casa con los latidos del corazón acelerados, recordándose a sí mismo que las preguntas no eran bien recibidas.

Después de todo, pensó, ¿qué importaba si era un lugar real o de sueño? Lo sentía real y esto era lo que contaba.

Satisfecho con ello, corrió a la cocina donde la señora Griffin estaba sobrecargando la mesa con regalos.

VI

Bien —dijo Wendell mientras comía—, ¿qué vas a ser esta noche?

—No lo sé —respondió Harvey—. ¿Qué serás tú?

—Un verdugo —dijo, con una mueca de espagueti—. He aprendido a hacer lazos. Ahora, lo único que me falta es encontrar a alguien a quien colgar —y añadió, mirando a la señora Griffin—: Es rápido. Sólo tienes que dejarlos caer y... ¡crac! ¡Los cuellos rotos!

—¡Eso es horrible! —exclamó la señora Griffin—. ¿Por qué les gustará tanto a los niños hablar siempre de fantasmas, crímenes y ejecuciones?

—Porque es excitante —respondió Wendell.

—Sois unos monstruos —replicó ella, con una sonrisa insinuada—. Monstruos, esto es lo que sois.

—Harvey lo es —dijo Wendell—. Le he visto limando sus dientes.

—¿Es luna llena? —dijo Harvey, tras untarse con kétchup los bordes de los labios y haciendo una contracción—. Espero que sí. Necesito sangre... sangre fresca.

—Bien —respondió Wendell—. Puedes ser un vampiro. Yo los colgaré y tú les chupas la sangre.

—¡Horrible! —volvió a exclamar la señora Griffin—. ¡Es horrible!

Es posible que la casa hubiera oído a Harvey manifestar su deseo de que hubiera luna llena, porque cuando él y Wendell subieron alocadamente las escaleras y miraron por la ventana del descansillo, vieron —entre las ramas desnudas de los árboles— una Luna tan grande y tan blanca como la sonrisa de un hombre muerto.

—¡Mírala! —dijo Harvey—. Puedo ver cada uno de los cráteres. Es perfecta.

—Oh, esto es solamente el comienzo —prometió Wendell. Y condujo a Harvey a una habitación grande y mohosa repleta de prendas de toda clase. Algunas colgaban de ganchos o perchas; otras estaban en cestos como los trajes de los actores. Pero había todavía más, amontonadas al final de la habitación, sobre el sucio suelo. Y, medio escondida hasta que Wendell despejó el camino, una vista que dejó a Harvey boquiabierto: una pared cubierta de máscaras, del suelo hasta el techo.

—¿De dónde han salido tantas máscaras? —le preguntó Harvey, contemplando el espectáculo.

—El señor Hood las colecciona —explicó Wendell—, y la ropa procede de niños que se la dejaron aquí.

Harvey no estaba interesado en las prendas; eran las máscaras las que le hipnotizaron. Eran como copos de nieve: no había dos iguales. Algunas estaban hechas de madera y plástico; otras de paja, paño y papel maché. Algunas eran vistosas como un papagayo, mientras otras, tan pálidas como un pergamino. Algunas eran tan grotescas que él estaba seguro de que habían sido confeccionadas por algún loco; otras tan perfectas que parecían mascarillas mortuorias de un ángel. Había máscaras de payasos y zorros, máscaras como cráneos, decoradas con dientes reales, e incluso una con llamas simuladas en lugar de pelo.

—Escoge —dijo Wendell—. Seguro que hay alguna de vampiro en algún lugar. Todo lo que vengo a buscar lo encuentro, tarde o temprano.

Harvey decidió dejar para más tarde el placer de escoger una máscara, y en su lugar se concentró en desenterrar algo para ponerse que le hiciera parecer un murciélago. Mientras removía aquellos montones de prendas, se le ocurrió pensar en los niños que las habían dejado allí. A pesar de que siempre había odiado las lecciones de historia, sabía que muchas de las chaquetas, camisas, correas y zapatos ya habían pasado de moda hacía muchos años. ¿Dónde estaban ahora sus dueños? Muertos, supuso, o tan viejos que lo mismo daba.

La idea de que estas prendas pertenecieran a gente muerta le causó un ligero temblor, lo cual era normal. Pero, después de todo, esto era el Halloween, y ¿qué sería un Halloween sin algunos escalofríos?

Después de buscar durante unos minutos encontró un largo abrigo negro con un cuello que podía volverse hacia arriba y que Wendell consideró muy vampírico. Satisfecho por su elección, volvió a la pared de las caretas y sus ojos inmediatamente se iluminaron ante una que aún no había visto: tenía la palidez y las cuencas de los ojos igual que un alma recién salida de la tumba. La cogió y se la puso. Le encajaba perfectamente.

—¿A qué me parezco? —preguntó Harvey, volviendo la cara hacia Wendell, que había encontrado una máscara de verdugo que asimismo se le ajustaba perfectamente.

—¡Feo como el pecado!

—Bien.

Había una titilante familia de cabezas de calabaza alineadas en el porche cuando salieron: el brumoso aire olía a humo de madera.

—¿Adonde vamos a jugar a trucos y bromas? —preguntó Harvey—, ¿afuera, a la calle?

—No —respondió Wendell—. No es Halloween en el mundo real, ¿recuerdas? Iremos detrás de la casa.

—Esto no está muy lejos —remarcó Harvey, desilusionado.

—Lo está a esta hora de la noche —dijo Wendell reposadamente—. Esta casa está llena de sorpresas. Ya lo verás.

Harvey levantó la mirada hacia la casa por los pequeños orificios de su máscara. Parecía tan grande como un cumulo-nimbo, y su veleta, lo suficiente afilada como para pinchar las estrellas.

—¡Ven! —dijo Wendell—. Tenemos por delante un largo viaje.

¿Un largo viaje? pensó Harvey. ¿Cómo podía ser largo un viaje desde delante de la casa hasta su parte trasera? Pero nuevamente Wendell tenía razón: la casa estaba llena de sorpresas. El viaje, que por la tarde habría durado dos minutos, pronto se convirtió en una expedición en la que Harvey habría deseado llevarse consigo una antorcha y un mapa. Las hojas crujían bajo sus pies como serpientes que se arrastraban a su alrededor; los árboles, que durante el día les habían dado sombra, aparecían ahora terríficos, desvalidos y hambrientos en su desnudez.

—¿Por qué estoy haciendo esto? —se preguntó mientras seguía a Wendell en la oscuridad—. Tengo frío y estoy incómodo (pudo haber añadido «aterrorizado», pero anuló ese pensamiento).

Cuando ya estaba a punto de proponer que se volvieran, Wendell señaló hacia arriba y siseó:

—¡Mira!

Harvey levantó los ojos. Directamente enfrente, una forma se movía silenciosamente en el cielo, como si acabara de despegar de los aleros de la casa. La Luna se había ocultado detrás del tejado y no iluminaba aquel nocturno volador, de modo que Harvey sólo podía adivinar su forma por las estrellas que borraba a su paso. Sus alas eran grandes, pero rasgadas; demasiado para sostenerle, pensó. Contrariamente, más bien parecía ir pegado a la oscuridad a medida que avanzaba, como si se arrastrara agarrado al mismo aire.

Todo lo que obtuvo de aquel objeto fue una visión rápida. Repentinamente había desaparecido.

—¿Qué era eso? —susurró.

No hubo respuesta. Durante los momentos en que había estado mirando al cielo, Wendell se había esfumado.

—¿Wendell...? —llamó Harvey en voz baja—. ¿Dónde estás?

Seguía sin respuesta; sólo el ruido de las hojas y los gemidos de las ramas hambrientas.

—Sé lo que estás haciendo —dijo Harvey, esta vez más alto—, y no vas a asustarme tan fácilmente. ¿Me oyes?

Esta vez hubo respuesta, en cierto modo. No en palabras, pero sí con un crujido que procedía de algún lugar entre los árboles.

«Está subiendo a la casa del árbol», pensó Harvey, y decidió pillarle para devolverle el susto. Escuchó y siguió la procedencia del ruido.

Pese a la desnudez de las ramas, sólo podía contar con minúsculos puntos de luz estelar para evitar caerse en el boscaje. Se bajó la máscara, dejándola colgada alrededor del cuello para ver un poco mejor, pero incluso entonces se hallaba casi ciego y tenía que seguir el ruido de Wendell para orientarse. Aún podía oírlo y avanzó, como pudo, hacia aquella dirección con los brazos extendidos a fin de agarrar la escalera en cuanto la alcanzara.

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