El lenguaje de los muertos (3 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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No se trataba del caos de las regiones superiores, pues aquél no era más que un caos puramente material, y estas profundas criptas secretas no habían sufrido la destrucción de los niveles más altos; se hallaban perfectamente conservadas bajo las telarañas y el polvo de medio siglo. No, éste era un caos mental: el conocimiento de que éstas eran las obras de un hombre o de unos hombres, o —si tenemos en cuenta las leyendas y los mitos cíngaros— las obras de seres que habían adoptado una apariencia humana.

En cuanto a las criptas mismas, eran de muy antigua construcción. En la mampostería se veían manchas de nitrato pero no de humedad, aunque en algunos lugares el agua filtrada había formado delgadas estalactitas que colgaban de los altos techos, y en los rincones de las habitaciones, donde el suelo no había sido pisado tan a menudo, las estalagmitas formaban pequeños nudos o ampollas sobre las losas. Dumitru no era un arqueólogo, pero incluso él, teniendo en cuenta el rústico ensamblaje de las piedras, y el mal estado de la argamasa que las unía, hubiera atribuido al castillo —o al menos a sus cámaras secretas— una antigüedad de ocho o nueve siglos. Era necesario como mínimo ese tiempo para que se formaran los depósitos de calcio, a menos que el líquido que se filtraba desde los niveles superiores estuviera impregnado de sales.

Había numerosas arcadas, todas ellas de unos dos metros cuarenta centímetros de ancho por tres metros sesenta centímetros de alto, y la parte superior del arco construida con grandes piedras, algunas de las cuales aparecían levemente hundidas por el inimaginable peso que soportaban. Los techos —ninguno de los cuales tenía menos de cuatro metros y medio en el punto más alto— estaban abovedados con un diseño entrelazado similar al de las arcadas; en algunos lugares se habían desprendido grandes trazos de piedra, sin duda a causa de la misma sacudida o explosión que destruyera el castillo, resquebrajando las gruesas losas del suelo como si fueran pequeñas pizarras escolares.

Más allá de las arcadas se extendían otras salas muy grandes, todas ellas con sus propias arcadas. Dumitru había descendido a un laberinto de antiguas habitaciones, donde el morador de estas ruinas había practicado sus secretas artes.

En cuanto a la naturaleza de estas artes:

Dumitru había evitado hasta el momento toda conjetura, con la sola excepción de sus primeras y aterrorizadas suposiciones. Pero ya no podía seguir manteniendo esta actitud. Los muros estaban cubiertos por pinturas que, aunque desvaídas, contaban toda la historia, y algunas de las habitaciones contenían pruebas aún más sólidas, y más espantosas. Y la voz que resonaba en su cabeza, ahora cruel y llena de regocijo, no iba a permitir que continuara en la ignorancia: la criatura
deseaba
que Dumitru lo supiera todo sobre aquellos antiguos asuntos.

Cuando tu antorcha disipó las sombras de este lugar, lo primero que pensaste fue en nigromancia, Dumitru
—dijo la voz—.
La resurrección de muertas sales y cenizas para interrogarlas. La historia del mundo contada por los reanimados, imperfectos fantasmas de aquellos que la vivieron. Desentrañar antiguos secretos, y tal vez lograr un presagio del nebuloso y distante futuro. Sí, la adivinación por medio de los muertos. Eso es lo que tú creíste adivinar
.

Bien
—y después de una pausa, la voz se encogió mentalmente de hombros—,
tenías razón en parte. Pero sólo en parte, porque no fuiste lo bastante lejos, y la verdad es mucho más vasta. No has querido mirar, y tampoco quieres hacerlo ahora. ¿Pero qué eres, Dumitru: mi hijo o un crío llorón? Yo creía que había llamado a mi interior a un vino espirituoso, y ahora he de descubrir que todos estos años los cíngaros sólo han destilado agua. ¡Ja, ja, ja! Pero no te ofendas, sólo es una broma. No te enfurezcas, hijo mío. ¿O acaso lo que sientes no es furia? ¿No, Dumiitruuu? ¿Es miedo, tal vez? ¿Temes por tu vida, Dumiitruuu?
—La voz era ahora un susurro, pero insidiosa como un ácido que corroyera lentamente—.
¡Pero seguirás viviendo, hijo mío…, en mí! La sangre es la vida, Dumiitruuu, la vida que sigue, y sigue, y sigue…, y…

Añora la voz resonó más alto, se volvió alegre.

¡Nos hemos puesto taciturnos, y eso no puede ser! Pero seremos como un solo ser, y viviremos toda nuestra vida juntos. ¿Me escuchas, Dumiitruuu? ¿Qué respondes?

—Sí, te…, te oigo —respondió el joven.

¿Y me crees? Dilo. Di que crees en mí, como creyeron todos tus antepasados
.

Dumitru no estaba seguro de creer, pero el poseedor de la voz hizo presión dentro de su cabeza hasta que el joven gritó:

—¡Sí, sí, creo, como creyeron mis antepasados!

Muy bien
—aprobó la voz, al parecer apaciguada—.
Si es así, no seas tan tímido, Dumiitruuu; contempla mis obras sin desviar la mirada, sin retroceder. Contempla las pinturas y los grabados de los muros, las hileras de ánforas en los estantes, las sales y los polvos que guardan esas antiguas vasijas…

Dumitru miró a la luz de la antorcha. Por todas partes había estantes de oscuro roble, y sobre ellos innumerables recipientes, o urnas, o ánforas, como las había denominado la voz. En total, y contando todas las habitaciones del refugio subterráneo, debía de haber varios miles. Todas estaban bien cerradas con tapones de madera de roble revestida de plomo, y tenían borrosas etiquetas centenarias, pegadas donde las asas se unían al cuello del ánfora. Las piedras caídas del techo habían derrumbado un estante y los potes habían caído al suelo y los polvos que contenían se habían derramado, formando pequeños conos que a su vez habían sido cubiertos por el polvo de los siglos, y cuando Dumitru miró esos residuos derramados…

Mira qué delicadas son esas sales esenciales
—susurró la voz en su cabeza, y ahora había en ella un matiz de curiosidad, como si incluso el dueño de la voz sintiera atracción y respeto por el macabro tesoro—.
Inclínate y tócalas, Dumiitruuu
.

El joven no podía desobedecer; palpó los polvos, que eran finos como el talco y resbaladizos como el mercurio; corrieron por sus manos y las dejaron limpias, sin ningún residuo. Y mientras él tocaba las sales, la criatura en su mente pareció olfatear, paladear incluso la esencia de aquello que había ordenado a Dumitru que examinara. Y dijo:

Ah… Éste era griego, lo reconozco, hemos hablado en varias ocasiones. Sí, era un sacerdote venido de Grecia, que conocía las leyendas de los vrykoulakas. Había emprendido una cruzada contra ellos, y la había continuado a través del mar en Moldavia, en Valaquia, y hasta en estas montañas. Construyó una gran iglesia en Alba Iulia, que posiblemente sigue en pie, y desde allí viajaba a ciudades y pueblos para buscar a los monstruosos vrykoulakas
.

La gente de los pueblos y las ciudades acusaba a sus enemigos —a menudo sabiendo que eran inocentes—, y según el poder y la clase social del acusador, el venerable Arakli Aenos —que así se llamaba—, «probaba» o «refutaba» la acusación. Por ejemplo, si un famoso boyardo afirmaba que determinadas personas eran demonios que chupaban sangre, puedes estar seguro de que el griego descubría que lo eran. Pero si un hombre pobre hacía la misma acusación —aunque tuviera fundamento—, se le ignoraba, e incluso se le castigaba por mentiroso. El viejo Aenos era un cazador de brujas y un farsante, y en una ocasión hasta me acusó a mí, y tuve que apresurarme a huir de Visegrad, pues vinieron a matarme. Sí, aquellos fueron tiempos difíciles para mí…

Sí, pero siempre llega la ocasión de desquitarse. Polvo eres y en polvo te convertirás. Cuando el viejo farsante murió, lo enterraron en Alba Iulia, junto a la iglesia que había levantado, y en un féretro revestido de plomo. ¡Qué favor me hicieron! Porque, tal como deseaban, el plomo del féretro no permitió que hubiera filtraciones, o que acabaran con el cuerpo gusanos y roedores; hasta que cien años más tarde yo exhumé el cadáver. Sí, y tuvimos unas cuantas conversaciones. Pero al final de cuentas, ¿qué sabía el viejo Aenos? ¡Nada, no era más que un farsante. Un impostor!

Pero al menos me desquité. Ese montoncillo de polvo que has tocado es Arakli Aenos… ¡Y cómo chillaba el perro cuando le devolví forma y carne, y lo quemé con hierros candentes! ¡Ja, ja, ja!

Dumitru, horrorizado, retiró de inmediato los dedos de las «sales» y sacudió las manos como si también a ellas las hubieran quemado con hierros candentes, las sopló y se las restregó en la rústica tela de los pantalones. Se puso de pie y retrocedió para alejarse de las urnas rotas, pero tropezó con un estante que había detrás de él. Cayó de bruces al suelo, sobre el polvo y las sales, pero esto sirvió para aclarar un poco su mente perpleja. El dueño de la voz lo advirtió de inmediato, y redobló la presión.

Tranquilo, tranquilo, hijo mío. Ah, ya veo. Tú piensas que te torturo sin ningún objetivo, simplemente por placer. Pero no, no es así, considero justo que conozcas la importancia de los servicios que me prestas. Tu ofrenda es cuantiosa: socorro, sustento, reaprovisionamiento. Y yo, a cambio, te concedo sabiduría…, aunque sea por un breve tiempo. Y ahora ponte de pie, yérguete, presta atención a mis palabras y haz lo que ellas te señalen
.

Los muros, Dumiitruuu, ve hacia los muros. ¡Bien! Ahora recorre con tus ojos y con tus manos las pinturas. Mira y aprende
.

He aquí un hombre. Nace, vive su vida y muere. Príncipe o campesino, santo o pecador, todos acaban igual. Ya los ves en los frescos: hombres piadosos y canallas avanzando sin pausa de la cuna a la tumba, lanzados desde el dulce y cálido instante de la concepción al helado y vacío abismo de la disolución. Al parecer, ésa es la suerte de todos los hombres: fundirse con la tierra, y que todo lo que han aprendido en vida se desperdicie, y sus secretos permanezcan en ellos para siempre…

Pero los restos de algunos hombres —como, por ejemplo, los del sacerdote griego—, debido a las características de su sepultura, permanecen intactos, y otros son quemados, y sus cenizas depositadas en urnas: ésos tampoco se confunden con la tierra, y permanecen puros. Allí están, algún que otro fragmento de hueso y un puñado de cenizas que encierran toda la sabiduría que poseían cuando paseaban sobre la tierra, todos los secretos de la vida y a veces los de la muerte —y tal vez los de estados intermedios entre una y otra— que se llevaron a la tumba. Todo perdido
.

Ya sé, dirás tú, ¿y el conocimiento que contienen los libros, que se transmite oralmente, o se graba en las piedras? Un hombre instruido, si lo desea, puede legar sus conocimientos a los que vengan después por todos estos medios
.

¿Pero qué dices? ¿Tablas de piedra grabadas? Si hasta las montañas sucumben a la erosión, y se sabe que épocas enteras han sido borradas para siempre. ¿La transmisión oral? Cuéntale a un hombre una historia, y cuando él la repita ya la habrá cambiado y después de veinte veces de ser contada puede que sea irreconocible. ¿Los libros? En un siglo se marchitan, en dos se vuelven frágiles y se rompen, en tres se convierten en polvo. No, no me hables de libros, son la cosa más perecedera que existe. Hubo una vez en Alejandría la biblioteca más maravillosa del mundo… ¿y dónde, dime, están ahora esos libros? Desaparecidos, Dumiitruuu, desaparecidos con los hombres de antaño. Pero, a diferencia de los libros, los hombres no son olvidados. No forzosamente…

¿Y si un hombre no desea que sus secretos se conozcan?

Pero dejemos este tema por el momento; mira, los frescos han cambiado. Y aquí hay otro hombre… En todo caso, démosle ese nombre. Pero es extraño, no fue concebido solamente por un hombre y una mujer. Puedes verlo por ti mismo: su padre es… ¿pero qué es esto? ¿Una serpiente? ¿Una babosa? Y la criatura produce un huevo, que el hombre recibe dentro de sí. Y ahora esta afortunada persona ya no es meramente humana, sino otra cosa. ¡Ah! Y mira… Este ser no muere, sino que continúa viviendo. Una y otra vez. Puede que para siempre
.

¿Me sigues, Dumiitruuu? ¿Sigues las pinturas del muro? Sí, y a menos que esta criatura tan especial sea asesinada por algún hombre brutal que tenga los conocimientos necesarios para poder hacerlo, o muera accidentalmente, cosa que suele ocurrir alguna vez, este ser vivirá eternamente. Claro que… tiene necesidades. No se alimenta como el resto de los hombres. No, él conoce mejores fuentes de alimentación. La sangre es la vida…

¿Sabes cómo se llama esta criatura, hijo mío?

—Sí —respondió Dumitru, que parecía hablar al vacío de un recinto ocupado solamente por él—, sé los nombres que tienen los hombres como él. Los griegos los llaman «vrykoulakas», como ya lo has dicho antes; los rusos, «viesczy»; y nosotros, los Viajeros, los cíngaros, los llamamos «moroi», vampiros.

Existe otro nombre
—dijo la voz—,
originario de una tierra muy, muy lejana en el espacio y en el tiempo. Es el nombre que ellos se dan a sí mismos: «wamphyri»
—y la voz hizo una pausa, quizá de reverencia.

Y ahora, Dumiitruuu
—continuó luego—,
dime si sabes quién soy. Sí, ya sé que soy una voz que suena en tu cabeza, pero a menos que estés loco, la voz debe de tener un emisor. ¿Has adivinado mi identidad? ¿O quizá la conocías desde el primer momento?

—Eres el Viejo —respondió Dumitru, como si masticara las palabras, la garganta reseca—. El no muerto, el patrón de los cíngaros Zirras, el que no muere. Eres Janos, el barón Ferenczy.

Puede que seas un campesino, pero no eres un ignorante
—dijo la voz—
Sí, soy quien has dicho. Y tú estás a mis órdenes. Pero ante todo, una pregunta: en la tribu de Vasile Zirra, tu padre, ¿hay alguien que tenga cuatro dedos? Podría ser un niño, nacido hace poco tiempo, o quizás un extranjero que encontrasteis en uno de vuestros viajes, y deseaba unirse a la tribu
.

Algunos pensarían que era una pregunta muy rara, pero no Dumitru. Era parte de la leyenda: un día llegaría un hombre que, en lugar de los cinco dedos habituales, tendría sólo tres y el pulgar; habría nacido así, no los habría perdido en un accidente ni en una operación. Y ni siquiera parecería grotesco a la mirada de los demás.

—No —respondió sin vacilar Dumitru—. No ha venido.

La voz emitió un gruñido mental; Dumitru casi podía ver el gesto de impaciencia con que había encogido sus anchos, fornidos hombros.

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