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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

El León de Damasco (16 page)

BOOK: El León de Damasco
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—¡Sí! ¡Un cordón de seda para que se ahorquen! —contestó con una sonrisa Muley. —¡No temas por mí, mi fiel Ben-Tael! ¡Al León de Damasco sólo podrán matarlo con la espada, y ningún musulmán osará enfrentárseme, ni siquiera el capitán Metiub! Vete y que de aquí a media hora esté preparada la expedición, compuesta por mis guerreros de Damasco, fieles a mí y a mi padre hasta la muerte.

El esclavo, cuya resistencia debía de ser sorprendente, salió a la carrera, en tanto que otros servidores ensillaban el corcel de batalla de su señor, que era considerado como uno de los más veloces del ejército.

No había pasado todavía media hora cuando Ben-Tael se detenía ante la casa sobre un magnífico caballo blanco. Con él iban treinta jinetes damascenos, con armaduras, mosquetes, cimitarras y mazas de acero.

—¡Ya está todo dispuesto, señor! —dijo, al ver a Muley-el-Kadel salir por la puerta.

—Estamos decididos a emprender la marcha y a seguiros hasta el mismo infierno, si lo queréis —dijo uno de los hombres.

El León de Damasco echó una rápida ojeada a los jinetes y, complacido con su examen, subió al caballo.

—¡En marcha, valientes! —gritó.

La hueste partió a galope detrás del joven y de Ben-Tael, que cabalgaba junto a él y conocía mejor que los otros el camino de Hussif.

—Si los caballos aguantan, hacia el alba llegaremos a Hussif, señor —opinó Ben-Tael. —Veremos de qué forma nos recibe Haradja.

—No demasiado bien —dijo Muley.

Y, tras un instante de silencio, añadió:

—¡Ah! ¡Cualquiera sabe! Tal vez le complazca verme de nuevo. Ya sabes que me amaba y confiaba en ser la mujer del León de Damasco.

—Sí; se lo dijo a la duquesa.

—¿Haradja?

—Me informó El-Kadur.

—¿Y de qué manera habló de mí?

—No demasiado bien, según creo. Al parecer, ahora más que amor siente aborrecimiento por vos.

—¡Ya veremos! —contestó con acento irónico el joven. —Esa mujer es cruel, pero muy sensible. ¡Espolea el caballo, Ben-Tael! ¡Temo llegar tarde!

Sobre las dos de la madrugada los soldados hicieron un alto de media hora frente a las colinas que separaban el llano de los estanques de sanguijuelas, con el objeto de no rendir por completo a los caballos, que hasta aquel momento no se habían detenido ni un instante.

Al empezar a clarear, Ben-Tael enseñó a su señor las altas torres del castillo de Hussif.

—Dentro de una media hora llegaremos, señor —le dijo. —Reduzcamos algo la marcha, ya que la senda es muy fatigosa.

Dejaron atrás los estanques, desiertos en aquel momento, e iniciaron la marcha hacia el castillo.

Casi no habían alcanzado la pequeña meseta sobre la cual se alzaba aquél, cuando el centinela de las torres dio la señal de alarma.

Un instante más tarde el puente levadizo caía con gran fragor y una tropa compuesta por jenízaros y marineros armados salió del castillo, presta a recibir a los visitantes.

Muley-el-Kadel hizo que la escolta se detuviera y avanzó solo.

—¡Soy el León de Damasco! —anunció con fuerte voz. —Marchad a advertir de mi llegada a la sobrina del bajá.

Un gran clamor, un grito de entusiasmo, surgió de cien bocas:

—¡Larga vida y salud al León de Damasco!

Las filas de jenízaros se apartaron a un lado, dejando paso a Muley, y todos saludaron con profundas inclinaciones al famoso guerrero.

—¿Está durmiendo Haradja? —inquirió el joven una vez que cesó el entusiástico griterío.

—Se está levantando, señor, y ya ha sido advertida de tu llegada.

—Entonces, dejad paso.

Hizo una indicación a su escolta para que le siguiera y penetró en el patio de honor, donde le aguardaban algunos capitanes en unión de varios esclavos que sostenían bandejas con vasos de café y pastas para obsequiarle.

Muley-el-Kadel bajó del caballo, y apenas hubo bebido un vaso de magnífico moka, cuando el mayordomo del castillo acudió a su encuentro, anunciándole:

—Mi señora te aguarda. ¿Haces el favor de seguirme?

—¿Solo?

—Sí. Desea entrevistarse contigo a solas —repuso el mayordomo.

Muley-el-Kadel se volvió hacia Ben-Tael y le advirtió en voz baja:

—¡Qué mis hombres no dejen sus armas! ¡Estad preparados para cualquier sorpresa!

El esclavo hizo con la cabeza un signo de aquiescencia.

—¡Vamos: acompañadme! —dijo Muley al mayordomo.

Salieron a otro patio e invitaron a Muley a pasar al mismo salón en que Haradja y la duquesa estuvieron comiendo.

La sobrina del bajá se hallaba apoyada sobre la mesa.

—¡Tú, Muley-el-Kadel ! —dijo con voz lenta y algo sofocada. —No imaginé verte entrar jamás en el castillo. ¿Qué es lo que vienes a hacer aquí?

—Deseo que me informes sobre una mujer cristiana a quien tuviste como convidada un día y después ordenaste perseguir por tus capitanes.

Un colérico resplandor iluminó los ojos de Haradja.

—¡Ah! ¿Te refieres a esa mujer que se presentó aquí luciendo ropas de capitán turco?

—Sí, ésa —respondió con firme acento Muley.

—¡Ah! —dijo de nuevo Haradja.

—¿Dónde se encuentra? —inquirió casi con amenazadora voz Muley-el-Kadel.

—¡Quién sabe!

—¿No se encuentra aquí?

—De hallarse aquí, no te aseguro, Muley, que a estas horas estuviese con vida.

—¿Siempre habrás de ser cruel, Haradja?

—¡Siempre!

—Debes saber dónde está. Me han asegurado que la galera de Metiub le ha dado alcance.

Haradja experimentó un violento temblor. Su rostro adquirió una expresión de intensa ira.

—¡La han apresado! —exclamó. —¿Quién me la quitará ahora de las manos?

—Yo he venido para que me la entregues, en unión de todos sus compañeros.

—¡Tú! ¡Un musulmán! —gritó Haradja.

—Sí; los protejo —repuso Muley en frío tono.

—¿Y qué supones que Mustafá o Selim harían, si se enterasen?

—Que manden al ejército que me detenga. Soy su ídolo, y no habría quien osara hacerlo.

—Sería suficiente un cordón de seda enviado desde Constantinopla —dijo Haradja.

—¡Constantinopla está a mucha distancia! —contestó con burla Muley.

—Hay galeras muy veloces y en cinco o seis días podría llegar hasta aquí el cordón.

—¿Serías capaz de traicionarme?

Haradja se aproximó a él, le puso una mano sobre el hombro y, después de haberle mirado profundamente, le dijo con acento insinuante:

—¿Qué has hecho de mi corazón, altivo León de Damasco?

¡Me lo has destrozado, luego de inflamarlo con tu mirada! ¡Te amaba, Muley; te amaba intensamente, como sólo las mujeres de mi raza saben amar, y desdeñaste mi cariño! No obstante, no era una mujer de tantas. Era la sobrina del gran almirante que tenía bajo mi mando una escuadra y a la que muchos bajas se disputaban. No te voy a explicar lo que he padecido. ¡Solamente yo sé lo largas que son las noches sin dormir, pensando en ti, en el joven guerrero, a quien mi pensamiento veía preparado para la lucha, bello y orgulloso como un dios de la guerra, con la invencible cimitarra en la mano! ¿Y pretendes que esta Haradja, que por ti ha llorado, deje en tu poder a esa cristiana que se ha reído de mí y a la que tú amas?

El León de Damasco hizo un ademán de protesta.

—¡Sí, la quieres! —gritó Haradja. —¡Lo adivino en tus ojos y, además, sería suficiente el interés que por ella te tomas y los riesgos que afrontas para presumirlo! ¡Esta maldita cristiana ha hecho mella en tu corazón! ¡Niégalo si eres capaz!

—Te equivocas, Haradja —dijo Muley en tono no muy convincente. —Esa valerosa mujer, que se hallaba entre los cristianos con el nombre de capitán Tormenta, me perdonó la vida, y hubiera sido una deshonra para el León de Damasco, que tiene fama de generoso, no haberla defendido.

—¡Pero la amas! —exclamó colérica Haradja.

El León de Damasco cruzó los brazos como en actitud de reto y, examinándola, repuso calmosamente:

—¿Y si fuese cierto, Haradja?

—¡La cristiana me pertenece! ¡Se encuentra en poder de Metiub y no podrá huir! ¡Mandaré clavar su cabeza, que tantas pasiones ha provocado, en la torre más alta del castillo! ¡Haradja jura por el Corán, y ya sabes bien que soy mujer que cumple lo que ha jurado!

El León de Damasco llevó su diestra a la empuñadura de la cimitarra; pero, reprimiéndose, añadió:

—¡Metiub no ha llegado todavía! ¡Confío en poder detenerle antes que desembarque!

—¡A él! ¿Y no piensas en mis hombres? ¿Y su galera? ¿Posees por ventura una escuadra?

—¡Ya comprobarás lo que puede hacer el León de Damasco! ¡Adiós para siempre, Haradja!

El joven se dirigió a la salida, altivo y decidido.

—¡Ten cuidado con el cordón de seda del sultán! —le gritó Haradja.

—¡Si lo deseas, ordena que me lo mande! —repuso sin volverse Muley.

Se disponía a cruzar el umbral, cuando Haradja le detuvo con un grito.

—¡Ah! ¡Olvidaba decirte una cosa! —dijo la sobrina del bajá, dirigiéndose con rapidez a una panoplia llena de artísticas armas.

—¿Qué más deseas de mí? —inquirió el León de Damasco, que se mantenía en guardia.

—Regalarte algo que te gustará.

—¿Qué es?

—Deseo entregarte la espada con la cual el guapo Hamid derrotó al mejor espadachín de la flota. La puedes unir a la que te hirió a ti, y así conservarás dos recuerdos de la mujer a la que amas.

Y mientras pronunciaba aquellas palabras pasó la mano por la pared y oprimió un botón de dorado metal, situado en la parte alta de la panoplia. El suelo se hundió bajo los pies del León de Damasco.

Una de las losas del pavimento se había abierto y Muley-el-Kadel cayó a una especie de pozo, lanzando una terrible maldición, que fue acompañada de una carcajada de Haradja.

—¡Ya te encuentras en mis manos, hábil guerrero! —dijo. —¡Ah! ¡Qué ingenio tienen los venecianos! ¡Me he quedado sin Hamid, pero he conseguido al León de Damasco, y lo uno me compensa de lo otro!

Se inclinó hacia el suelo y escuchó con atención. A través de la losa se distinguían maldiciones y amenazas: el León de Damasco no parecía hallarse satisfecho en aquel pozo, que seguramente comunicaba con los subterráneos del castillo.

—¡Ahora por los otros! —dijo Haradja, levantándose.

Salió con objeto de encaminarse a la galería, que rodeaba el patio de honor. La escolta del León de Damasco estaba en el centro, con los arcabuces preparados, y con las mechas encendidas, y las cimitarras al cinto.

—¡Treinta! —comentó luego de contarlos, e hizo un gesto colérico. —¡Mis jenízaros son más numerosos, pero no confío en ellos! ¡Procuremos ganar tiempo! ¡Metiub no ha de estar a mucha distancia!

15. La traición de Haradja

Llamó al mayordomo, que aguardaba sus instrucciones. Era un turco anciano, obeso y alto, que ya debía de haber supuesto la jugarreta que Haradja hizo al León de Damasco, ya que se permitió esbozar una maliciosa sonrisa.

—¿El subterráneo es seguro? —inquirió Haradja.

—Sí, señora. Solamente tiene una salida, cerrada por una puerta de hierro que puede resistir el disparo de una culebrina.

—Llama al jefe de los jenízaros. Mientras tanto, haz que sirvan a la comitiva de Muley-el-Kadel café, helados y pasteles, y suplícales que dejen las armas y descansen hasta que su capitán haya acabado de comer conmigo.

—¿Estarán dispuestos a obedecer?

—¿Lo pones en duda?

—He observado que el León de Damasco conversaba en voz baja con aquel negro, que parece ser ahora el jefe de la escolta.

—Ve y no te inquietes por nada. De lo demás ya me ocupo yo. Espero al capitán de jenízaros.

El eunuco se aproximó a varios esclavos para indicarles que llevaran refrescos y fue luego adonde se encontraba Ben-Tael, que comenzaba a impacientarse.

—Suplica a tus hombres que apaguen las mechas de los arcabuces y que bajen de los caballos —le dijo. —El León de Damasco está comiendo con mi señora y no vendrá hasta dentro de una hora.

Ben-Tael hizo un gesto de sorpresa.

—¿Mi señor comiendo con Haradja? ¡No es posible!

—¿Por qué razón? ¿Qué tiene eso de asombroso? —adujo el turco. —¿Acaso el León de Damasco no era amigo de mi señora?

—Era —repuso Ben-Tael, acentuando significativamente la palabra, —pero me imagino que ya no debe de serlo. Notifica a mi señor que a caballo aguardamos su regreso.

—Haradja os envía refrescos —dijo el turco, al ver que llegaban los esclavos con las bandejas.

Ben-Tael le contempló atentamente y respondió con firmeza:

—¡No necesitamos nada! Agradece a tu señora su delicadeza para con nosotros.

—¿Los rechazáis?

—¡Sí! —contestaron al unísono todos los de la escolta.

—Mi señora puede sentirse ofendida.

—El León de Damasco la calmará —dijo Ben-Tael. —Hasta que venga él a indicarnos que aceptemos, no tomaremos la menor cosa.

Dándose cuenta de que iba a ser en vano insistir más, el turco se marchó de pésimo humor, temeroso de algún estallido de ira por parte de su colérica señora.

La encontró en el comedor paseando arriba y abajo, igual que un tigre enjaulado. El capitán de jenízaros se hallaba de pie en un rincón de la estancia.

—¿Has logrado algo? —preguntó, volviéndose con aspecto furioso.

—Esos hombres no solamente rechazan tus refrescos, sino que tampoco quieren desarmarse y desmontar de los caballos.

—¿Recelan algo? —inquirió Haradja, con vehemencia.

—Me temo que sí. Todos parecen sorprendidos de que su señor haya aceptado comer contigo.

—Tú, capitán, ¿me respondes de la lealtad de tus jenízaros? —preguntó Haradja.

—Por tratarse del León de Damasco, señora, tengo mis dudas sobre que se hallen dispuestos a aniquilar a su escolta. Ese joven es muy famoso en el ejército, y tengo la certeza de que los guerreros se sublevarían, incluso aunque la orden les fuera dada por el propio Mustafá.

—¡Pues entonces los aniquilaré uno a uno! —dijo Haradja con ímpetu.

Y, volviéndose al eunuco, agregó:

—Haz venir a todos los esclavos y árabes de mi escolta y ordena que se coloquen en las terrazas superiores. Y tú, capitán, puesto que no se puede contar con tus hombres, desármalos.

Cogió de la pared una cimitarra y llamó a los centinelas árabes, dándoles orden de que encendieran las mechas de sus arcabuces y se dirigieran con ella al patio.

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