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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (34 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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9. Plano medio de Claire. Se estremece levemente; y entonces, parece morirse.

10. Martin, de pie frente al escritorio, reuniendo las páginas del manuscrito. Sale del estudio, con el relato terminado en la mano.

11. Martin entra en la habitación, sonriente. Mira hacia la cama; un instante después se le borra la sonrisa.

12. Plano medio de Claire. Martin se sienta a su lado, le pone la mano en la frente y no percibe respuesta. Le pone la oreja en el pecho; tampoco hay reacción. Con pánico creciente, tira el manuscrito a un lado y le empieza a frotar el cuerpo con ambas manos, tratando desesperadamente de darle calor. Ella está desmadejada, tiene la piel fría, ha dejado de respirar.

13. Plano de la chimenea. Vemos las brasas moribundas. No quedan troncos en el hogar.

14. Martin salta de la cama. Recogiendo el manuscrito, da media vuelta y se precipita hacia la chimenea. Parece un poseso, el miedo le ha puesto fuera de sí. Sólo queda una cosa por hacer, y debe hacerse en ese preciso instante. Sin vacilar, Martin arruga la primera página de su relato y la arroja al fuego.

15. Primer plano del fuego. La bola de papel cae sobre las cenizas y desprende una llamarada. Oímos que Martin arruga otra hoja. Un momento después, la segunda bola cae sobre las cenizas y se prende.

16. Corte a primer plano del rostro de Claire. Sus párpados empiezan a agitarse.

17. Plano medio de Martin, en cuclillas frente al fuego. Coge la siguiente hoja, la arruga y la tira a su vez.

Otra súbita llamarada.

18. Claire abre los ojos.

19. Ahora, con toda la rapidez de que es capaz, Martin sigue haciendo bolas de papel y tirándolas al fuego.

Una a una, arden todas, encendiéndose unas a otras a medida que se aviva el fuego.

20. Claire se incorpora. Parpadea, confusa; bosteza; estira los brazos; no presenta rastro alguno de enfermedad. Ha vuelto de entre los muertos.

Recobrando poco a poco la conciencia, Claire pasea la mirada por la habitación, y cuando ve a Martin frente a la chimenea, estrujando frenéticamente su manuscrito y arrojándolo al fuego, parece impresionarse. ¿Qué haces?, pregunta. Por Dios, Martin, ¿qué estás haciendo?

Pagando tu rescate, contesta él. Treinta y siete páginas por tu vida. Es el mejor negocio que he hecho en la vida.

Pero no puedes hacer eso. No está permitido.

Puede que no. Pero lo estoy haciendo, ¿no? He cambiado las normas.

Claire está muy afligida, a punto de echarse a llorar.

Ay, Martin, exclama. No sabes lo que has hecho.

Sin desanimarse por las objeciones de Claire, Martin sigue alimentando las llamas con su relato. Cuando llega a la última página, se vuelve hacia ella con una expresión de triunfo en los ojos. ¿Lo ves, Claire?, le dice. No son más que palabras. Treinta y siete páginas, y sólo palabras.

Se sienta en la cama y Claire lo rodea con los brazos.

Es un gesto sorprendentemente intenso y apasionado, y por primera vez desde que empezó la película, parece que Claire tiene miedo. Le quiere, y no le quiere. Está extasiada; está horrorizada. Siempre ha sido la fuerte, la que poseía el valor y la confianza, pero ahora que Martin ha resuelto el enigma de su encantamiento, parece perdida.

¿Qué vas a hacer?, le pregunta. Dime, Martin, ¿qué demonios vamos a hacer?

Antes de que Martin pueda contestar, la escena cambia al exterior. Vemos la casa a unos quince metros de distancia, aislada, sin nada alrededor. La cámara hace un contrapicado, se desplaza a la derecha y se detiene en las ramas de un álamo grande. Todo está quieto. No sopla el viento; no hay aire entre el follaje; no se mueve ni una hoja. Pasan diez segundos, quince, y entonces, de pronto, la pantalla se funde en negro y se acaba la película.

8

Horas después, la copia de
Martin Frost
fue destruida. Probablemente debería considerarme afortunado por haberla visto, por haber asistido a la última proyección de una película en el Rancho Piedra Azul, pero en cierto modo lamento que Alma hubiera encendido el proyector aquella mañana, que me hubieran puesto ante los ojos un solo fotograma de aquella breve película, tan elegante y perturbadora. No habría importado si no me hubiera gustado, si hubiera sido capaz de desecharla como una narración torpe o incompetente, pero evidentemente aquello no era torpe ni incompetente, y ahora que sabía lo que estaba a punto de perderse, me di cuenta de que había viajado más de tres mil kilómetros para participar en un crimen. Cuando La vida interior desapareció entre las llamas junto al resto de la obra de Hector aquella tarde de julio, fue como una tragedia para mí, como el final de este puñetero mundo de mierda.

Esa fue la única película que vi. No hubo tiempo de ver otra, y dado que no vi
Martin Frost
más que una sola vez, estuvo bien que Alma me facilitara el cuaderno y el bolígrafo. Esa afirmación no es contradictoria. Puedo desear no haber visto nunca la película, pero el caso es que la vi, y en el momento en que las palabras y las imágenes se insinuaron en mi ánimo, me sentí agradecido por disponer de un medio de retenerlas. Las notas que tomé aquella mañana me han ayudado a recordar detalles que de otro modo se me habrían escapado, a mantener la película viva en la memoria después de tantos años. Al escribir apenas bajaba la vista hacia la página —garabateando en esa especie de taquigrafía telegráfica que me inventé siendo estudiante—, y si una gran parte de lo que escribí lindaba con lo ilegible, con el tiempo llegué a descifrar alrededor del noventa o noventa y cinco por ciento. La transcripción me llevó semanas de laboriosos esfuerzos, pero una vez que logré una copia fiable del diálogo y desglosé la historia en escenas numeradas, me fue posible restablecer el contacto con la película. Para lograrlo tengo que caer en una especie de trance (lo que significa que no siempre da resultado), pero si me concentro lo suficiente y me pongo en el estado de ánimo conveniente, logro evocar las imágenes a través de las palabras, y es como si volviera a ver
La vida interior de Martin Frost
, o pequeños extractos, en todo caso, dentro de la sala de proyección de mi cráneo. El año pasado, cuando empecé a acariciar la idea de escribir este libro, fui en varias ocasiones a la consulta de un hipnotizador. La primera vez no ocurrió gran cosa, pero las tres visitas siguientes produjeron resultados asombrosos. Escuchando las grabaciones de aquellas sesiones, he sido capaz de colmar ciertas lagunas, de traer a la memoria una serie de cosas que empezaban a esfumarse. Para bien o para mal, parece que los filósofos tenían razón. De lo que nos ocurre nada se pierde.

La proyección acabó pocos minutos después de mediodía. Alma y yo teníamos hambre, ambos necesitábamos una breve pausa, y en vez de sumergirnos inmediatamente en otra película, salimos al pasillo con nuestra cesta del almuerzo. Era un extraño lugar para un picnic, acampados en el polvoriento suelo de linóleo, acometiendo nuestros bocadillos de queso bajo una hilera de parpadeantes tubos fluorescentes; pero no queríamos perder tiempo buscando un sitio mejor fuera. Hablamos de la madre de Alma, de las demás obras de Hector, de la mezcla extrañamente satisfactoria de fantasía y seriedad de la película que acababa de terminar. El cine podía hacernos creer cualquier insensatez, dije, pero esta vez me lo había tragado de verdad. Cuando Claire volvía a la vida en la escena final, me había estremecido, sintiendo que presenciaba un auténtico milagro. Martin quemaba su relato para rescatar a Claire de la muerte, pero también era Hector rescatando a Brigid O'Fallon, y Hector quemando sus propias películas, y cuanto más se desdoblaban así las cosas, más profundamente iba yo entrando en la película.

Lástima que no pudiéramos verla otra vez, dije. No estaba seguro de haber prestado suficiente atención al viento, de si había observado bien los árboles.

Debí de estar parloteando más de la cuenta, porque en cuanto Alma anunció el título de la siguiente película que íbamos a ver ( Informe del antimundo
)
, resonó una puerta en el interior del edificio. Nos estábamos poniendo en pie en aquel preciso momento, sacudiéndonos las migas de la ropa, bebiendo un último sorbo de té con hielo del termo, preparándonos para volver dentro. Oímos el ruido de unas zapatillas de deporte sobre el linóleo. Unos momentos después, Juan apareció al fondo del pasillo, y cuando echó a trotar hacia nosotros —corriendo más que andando deprisa—, comprendimos que Frieda había vuelto.

Durante unos minutos, fue como si yo no hubiera estado allí. Juan y Alma hablaron en silencio, comunicándose con las manos en un aluvión de señales, amplios gestos de brazos y enfáticos movimientos de cabeza. No entendí lo que decían, pero a medida que intercambiaban información, yo veía que Alma iba inquietándose cada vez más. Sus gestos se volvían duros, truculentos, casi agresivos en su negativa a lo que Juan le decía. Juan alzó las manos en actitud de rendición (No me eches la culpa, parecía decir, yo sólo soy el mensajero), pero Alma volvió a arremeter contra él, los ojos nublados de hostilidad.

Juan se dio un puñetazo en la palma de la mano, luego se volvió hacia mí y me señaló con el dedo. Ya no era una conversación. Era una disputa, y de pronto se habían puesto a discutir sobre mí.

Seguí observándolos, tratando de entender lo que decían, pero era incapaz de descifrar el código, de comprender lo que estaba viendo. Luego se marchó Juan, y mientras se alejaba por el pasillo con grandes zancadas de sus piernas macizas y diminutas, Alma me explicó lo que había pasado. Frieda ha vuelto hace diez minutos, me dijo.

Quiere empezar ahora mismo.

Es de una rapidez pasmosa, observé.

A Hector no lo incineran hasta las cinco de la tarde.

No quería quedarse tanto tiempo en Albuquerque, así que decidió venirse a casa. Piensa recoger las cenizas mañana por la mañana.

Entonces, ¿de qué discutíais Juan y tú? No tengo ni idea de lo que decíais, pero me apuntó con el dedo. No me gusta que me señalen así.

Hablábamos de ti.

Lo suponía. Pero ¿qué tengo yo que ver con los planes de Frieda? No soy más que una visita.

Creí que lo habías entendido.

No entiendo el lenguaje de signos, Alma.

Pero has visto que me enfadaba.

Claro que lo he visto. Pero sigo sin saber por qué.

Frieda no quiere que estés aquí. Todo esto es muy íntimo, dice, y no es buen momento para recibir a desconocidos.

¿Quieres decir que me va a poner de patitas en la calle?

No en esos términos. Pero eso es más o menos lo que ha dicho. Quiere que te vayas mañana. Su idea es dejarte en el aeropuerto cuando vayamos a Albuquerque.

Pero si ha sido ella quien me ha invitado. ¿Es que no se acuerda?

Entonces vivía Hector. Ahora no. Las circunstancias han cambiado.

Bueno, a lo mejor tiene razón. He venido a ver películas, ¿no? Si ya no hay películas que ver, probablemente no hay motivo para que me quede. He conseguido ver una.

Ahora veré cómo las demás arden en la hoguera, y después me marcharé.

De eso se trata precisamente. Tampoco quiere que veas eso. Según lo que Juan acaba de decirme, no es asunto tuyo.

Ah. Ya veo por qué te has enfadado.

No tiene nada que ver contigo, David. Es por mí.

Sabe que yo quiero que te quedes. Esta mañana hemos hablado de eso, y ahora rompe su promesa. Estoy tan cabreada, que le daría un puñetazo en la boca.

¿Y dónde tengo que esconderme mientras todo el mundo está en la barbacoa?

En mi casa. Dice que puedes quedarte en mi casa.

Pero voy a ir a hablar con ella. Haré que cambie de opinión.

No te molestes. Si ella no me quiere aquí, no puedo hacer valer mis derechos y armar un follón, ¿verdad? No tengo ningún derecho. Esta es la casa de Frieda, y tengo que hacer lo que ella diga.

Entonces yo tampoco iré. Que queme las puñeteras películas con Juan y Conchita.

Pues claro que irás. Es el último capítulo de tu libro, Alma, y tienes que estar allí para ver lo que pasa. Tienes que aguantar hasta el final.

Yo quería que tú también estuvieses allí. No será lo mismo si no estás conmigo.

Catorce copias con sus negativos van a hacer una hoguera tremenda. Mucho humo. Muchas llamas. Con un poco de suerte, podré verlo desde la ventana de tu casa.

Al final, resultó que vi el fuego, aunque hubo más humo que llamas, y como en la pequeña casa de Alma estaban abiertas las ventanas, fue más lo que olí que lo que vi. El celuloide quemado tiene un olor acre y penetrante, y las sustancias químicas transportadas por el aire permanecen en la atmósfera mucho después de que el humo se haya disipado. Por lo que Alma me contó aquella noche, tardaron más de una hora, ellos cuatro, en sacar las películas del sótano donde estaban guardadas. Luego cargaron las latas, sujetándolas con cuerdas, en unas carretillas que llevaron rodando por el terreno rocoso hasta un sitio justo detrás del estudio de sonido. Utilizando periódicos y queroseno, encendieron hogueras en dos barriles de petróleo, uno para las copias y otro para los negativos. El viejo material de nitrato ardía fácilmente, pero las películas posteriores a 1951, impresionadas en material menos inflamable a base de triacetato, se prendían con dificultad. Tuvieron que desenrollar las películas de las bobinas y echarlas al fuego una por una, dijo Alma, lo que llevó tiempo, mucho más de lo que habían previsto. Habían calculado que acabarían sobre las tres, pero el caso es que trabajaron hasta las seis.

Pasé aquellas horas solo en casa de Alma, tratando de no sentirme molesto por mi exilio. Había puesto buena cara a Alma, pero lo cierto era que estaba tan enfadado como ella. El comportamiento de Frieda era imperdonable. No se invita a alguien a casa de uno para retirarle la invitación en cuanto llega. Y si se hace eso, al menos se da una explicación personalmente, y no a través de un intermediario, de un criado sordomudo que te da el recado señalándote a la cara con el dedo. Era consciente de que Frieda estaba hecha polvo, que tenía un día de tempestades y dolores cataclísmicos, pero, por mucho que quisiera excusarla, no podía evitar el sentirme ofendido. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué habían mandado a Alma a Vermont para traerme al desierto a punta de pistola si luego no querían verme? Al fin y al cabo, era Frieda quien me había escrito aquellas cartas. Era ella quien me había pedido que fuera a Nuevo México para ver las películas de Hector. Según Alma, le había costado un año convencerlos de que me invitaran. Hasta aquel momento, yo suponía que Hector se había resistido a la idea y que Alma y Frieda acabaron convenciéndolo. Ahora, al cabo de dieciocho horas en el rancho, empezaba a sospechar que me había equivocado.

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