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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

El libro secreto de Dante (7 page)

BOOK: El libro secreto de Dante
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Pero a Giovanni le sorprendió en concreto un manuscrito de pequeño formato, escrito por la mano del poeta, cuya letra reconoció al abrirlo. Era un pequeño cuaderno que muy probablemente se remontaba a los primeros años del exilio, cuando, de corte en corte, de monasterio en monasterio, el poeta no podía disponer de una biblioteca propia, pero transcribía personalmente extractos de los libros que se ponían a su disposición en los
scriptoria
de los conventos y en las cortes en las que recalaba. Se puso a ojearlo al azar, leyendo aquí y allá donde se posaba la mirada. Casi todos los apuntes estaban en latín. La primera cita que leyó le asombró:

Primus gradus in descriptione numerorum incipit a destera… si in primo gradu fuerit figura unitatis, unum representat… hoc est si figura unitatis secundum occupat gradum, denotat decem… Figura namque que in tertio fuerit gradu tot centenas denotat, ve lin primo unitates, ut si figura unitatis centum…

Reconoció el
Liber abaci
de Leonardo Fibonacci, las instrucciones para el uso de los números arábigos basándose en la posición de las cifras, donde se explica que la figura
unitatis,
el símbolo del uno, vale respectivamente uno, diez o cien dependiendo de si está en la primera, en la segunda o en la tercera posición contando desde la derecha hacia la izquierda. Pero solo los banqueros y los grandes mercaderes lo usaban, pues simplificaban los cálculos complejos; la gente común seguía contando con el viejo y sencillo sistema de los números romanos, más intuitivo, más natural. Leyó más, pero las citas de Leonardo da Pisa acababan allí e inmediatamente después había un apunte sobre las once virtudes registradas en la
Ética
de Aristóteles, diez que consisten en el equilibrado ejercicio de pasiones positivas y una, la última, una virtud operativa, la más importante de todas: la justicia, que nos predispone a amar el camino recto y a hacer el bien. Después había un apunte:
«Et quid est bonum
("¿Qué es el bien?").
L'amor che move il sole e l'altre stelle
("El amor que mueve el Sol y las demás estrellas"). Con este verso cerraré el libro sagrado».

«¡Ah, eso es! El verso final de la
Comedia,
el que falta en la estera: el motor inmóvil, que mueve el Sol y está por encima de él, que origina el tiempo y está fuera de él, en el eterno presente, como decía Antonia».

Finalmente se sentó al escritorio, con el autógrafo incompleto de la
Comedia,
y empezó a copiar el canto decimotercero del
Paraíso.
Tenía prisa y usó un código taquigráfico propio para acabar antes, después ya tendría más tiempo para transcribirlo todo en una bonita copia.

Terminó rápidamente el canto decimotercero, pero después dejó de escribir. Tenía muchas ganas de leerlo, y se puso a hojear los siguientes. Quién sabía si el poeta no había dejado en el propio poema, en alguna parte de los últimos cantos publicados, alguna pista sobre dónde estaban los cantos que faltaban… Pero mientras estaba inclinado sobre el manuscrito y leía el encuentro con el cruzado Cacciaguida, le pareció ver con el rabillo del ojo una sombra negra, furtiva, pasar frente a él, fuera, en el patio de la casa, y le pareció que había entrado desde el jardín en el dormitorio adyacente. Se levantó despacio, sin hacer ruido. Desenvainó lentamente de la funda la espada que colgaba de la pared. Abrió despacio la cortina de la puerta del dormitorio. Primero miró dentro, con el corazón en la garganta, y vio a un hombre vestido de negro, de gran corpulencia, con el pelo rasurado casi al cero, en la cincuentena pero vigoroso como un treintañero, que debía de haber saltado el muro que rodeaba el jardín imaginando que no encontraría a nadie en la casa. Estaba de espaldas, al borde de la cama, y contemplaba el cuadrado de Dante, la extraña composición de autocitas en el cabezal de cuero que se encontraba detrás del jergón del poeta. Se acercó de puntillas, de modo que el hombre advirtiera su presencia solo cuando estuviera al alcance de su espada. Y efectivamente este se volvió de golpe, pero entonces Giovanni ya estaba lo bastante cerca para plantarle con un movimiento decidido y rápido la punta de la hoja en la garganta, entre las dos cadenas de plata de una especie de collar que le acababa en el cuello redondo de la túnica. Al hombre no le quedó otra que levantar los brazos, asombrado, en señal de rendición.

—¿Y vos quién sois? —le preguntó a Giovanni, aunque aparentemente permanecía tranquilo.

—¿Desde cuándo —respondió el de Lucca— son los ladrones los que piden explicaciones a los de la casa?

El otro, con un movimiento felino, intentó sustraerse al alcance del arma plegándose hacia un lado y protegiéndose con una mano del filo de la espada. Pero Giovanni fue rápido de reflejos, le ensartó de pleno el collar con la punta de la espada y lo atrajo enérgicamente hacia sí, haciéndole perder el equilibrio, y, dejándolo caer a sus pies, le agarró con la mano libre la cadena del cuello, de modo que si este hubiera hecho movimientos bruscos se hubiera estrangulado solo. Vio el medallón de plata que había salido fuera de la túnica: estaban representados dos caballeros montados en un solo caballo. El caballero que es dos siendo uno, al mismo tiempo monje y
miles,
el soldado de Cristo, el sacerdote armado: el emblema de los templarios.

—Soy yo quien os pregunta a vos: ¿quién sois?

V

L
a boca del templario se abrió como un dique devastado por la crecida. Ni siquiera se había vuelto a poner en pie, se había quedado sentado en el suelo con un brazo apoyado en la cama, y sus palabras se habían derramado en la habitación como el Arno cuando se desborda en el campo de Pisa.

—Me llamo como el santo que ha bautizado la sagrada milicia, soy francés, pero desde los dos años hasta los veintiuno viví en Outremer; un pecado de lujuria de mi padre,
oïl,
llevado a Tierra Santa desde pequeño en señal de expiación. Mi madre murió en Francia, pero no sé cómo. Yo, con mi padre penitente, crecí en San Juan de Acre en los años de la tregua de Baibars; mi adolescencia ha sido una larga espera de la guerra, he sido adiestrado para ganarme el paraíso muriendo en la lucha contra el mal. Nací caballero del Templo y fui educado enseguida para odiar a los infieles. Era hijo del pecado, tenía que merecerme de algún modo haber vivido, lavando con el malicidio (matando infieles) la culpa de haber nacido. Ahora que todo se ha acabado, en Jerusalén y después en Europa con la disolución de la orden, he venido aquí a buscar los últimos trece cantos del
Paraíso,
porque en el poema, en algún sitio, está descrito
in aenigmate
el mapa del nuevo Templo, el secreto que Guillaume de Beaujeu confió a Gérard de Monreal…

—¿Y es vuestra costumbre —había preguntado el médico— entrar furtivamente en las casas ajenas buscando cosas que no os pertenecen solo porque vuestra adolescencia ha sido infeliz y os habéis acostumbrado a detestar a los infieles?

—Estoy convencido —había contestado el extemplario— de que Dante era el maestro oculto que todos nosotros esperábamos y de que conocía el secreto de los eneasílabos en los que se indica el lugar del nuevo santuario de la Ley. He venido aquí, a Rávena, a verlo en persona. Si no hubiera muerto, habría hablado directamente con él. Ya me encontré con él en la abadía de Pomposa durante su último viaje, pero apenas tuve tiempo de un breve intercambio de bromas: le pedí el poema y el poeta me aseguró que lo había acabado, pero añadió que había escondido los últimos trece cantos en un lugar seguro, creo que en esta casa, para no faltar a la promesa hecha al Can veronés de no divulgarlo sin su previa aprobación. Una pura formalidad, ¿qué queréis que entienda el Can? En cualquier caso, a su regreso de Venecia tenía que haberlos dado a conocer. Porque en algún sitio están los trece cantos, bien ocultos en algún misterioso escondite. No pudimos hablar de nada más aquella noche porque con el poeta estaba también toda su comitiva, los de la delegación ravenesa y los de la escolta, con dos hermanos menores que se habían unido a la brigada, y los eneasílabos no son un tema del que se pueda hablar en voz alta en una compañía tan variopinta, por añadidura frente a los frailes menores. Pero de que Dante fuera por lo menos un caballero secreto del nuevo Templo…, de eso estoy seguro, como es cierto que el hombre es imagen de Dios…

—No digamos disparates… —había comentado Giovanni.

Sin embargo aquel hombre había empezado a contarle su vida, igual que un ladrón que no fuera profesional al que se sorprende robando, que se pone a justificar de cualquier manera el hecho de estar allí, haciendo algo que normalmente no haría. El de Lucca se había sentado frente a él, al borde de la cama.

—¡Muy importante,
escutez,
es el secreto de la Ley divina, intentad entenderlo! —le había suplicado el caballero.

En San Juan de Acre había estado muy cerca de expiar totalmente el hecho de haber nacido, es más, puede decirse que casi había muerto, con lo que ahora podría estar en el paraíso de los mártires… Al menos, seguro que no allí, dejándose la piel para encontrar a toda costa el nuevo Templo. Estaba prácticamente ya muerto y el hecho de que se hubiera despertado al día siguiente en la casa de Ahmed había sido puro azar. A Ahmed ya lo había conocido antes del asedio de los mamelucos, era un árabe de origen egipcio, buena persona, un médico dedicado por entero a la ciencia, que hacía milagros, y había curado también a su padre, que padecía de
al-ghamm
(«depresión»), con semillas de
badhanjan
(«berenjena»). En esos años de espera de la guerra se vivía de esta manera en Tierra Santa, se tenían que tolerar muchas excepciones al propio odio hacia los infieles, y por otro lado también ellos tenían que adaptarse, aunque consideraran a los cristianos politeístas a causa de la Trinidad. «Bastardo politeísta trinitario», te decían mientras te ofrecían
lakhalakhà
para esnifar, una mezcla de agua de rosas y sándalo, mirto y
al-khalaf,
que hueles directamente del frasco y te regenera… Y él se había acostumbrado a situaciones como aquella sin hacerse demasiadas preguntas: odiar a los infieles y ser amigo de gente como Ahmed. Se odiaban con respeto mutuo, así era como funcionaban las cosas en Outremer.

Sin embargo, después llegó la cruzada de los italianos y todo se precipitó. Habían llegado los genoveses o los pisanos con sus naves. La gente como los genoveses, los pisanos o los venecianos —a quienes bastaba con pagarles bien y hubieran hecho cualquier cosa— estaba en las cruzadas solo para hacer dinero, y la guerra se la dejaban por lo general a los francos. Llevaban a Palestina, a condición de que pudieran pagar, a aventureros fanáticos en busca del martirio, y les vendían a los egipcios los esclavos turcos que después les liarían pedazos. La guerra para ellos era un negocio, y quizá fueran los únicos que la querían, pero él entonces era demasiado joven para entender estos asuntos. Dos años antes, en Trípoli, cuando vieron que la ciudad ya estaba prácticamente rodeada, los venecianos y los genoveses habían cargado en sus naves todas las riquezas que cabían y habían dejado a los franceses, que fueron masacrados por los mamelucos. La ciudad fue impracticable durante meses a causa del hedor a carne humana putrefacta. Y ahora tocaba lo mismo en San Juan de Acre…

—Eran lombardos, umbros, etruscos, charlatanes y carne de presidio —había explicado—. Cuando en las ricas ciudades de Italia no los querían, los enviaban a la cruzada; nosotros éramos el último fortín cristiano en Tierra Santa, el sultán de Egipto no esperaba más que un pretexto para echarnos. Tenían fuerzas para exterminarnos diez veces, nosotros lo sabíamos y estábamos quietos esperando refuerzos de Europa. En cambio, de Europa llegaba ya solo esta chusma bulliciosa y desorganizada que pretendía cubrirse de gloria quizá reconquistando Jerusalén ellos solos, y mientras tanto daban vueltas por San Juan en busca de enemigos para matarlos. Mataban a todos los que a sus ojos parecían infieles, los mercaderes del bazar, los campesinos que vivían en la periferia, incluso a los sirios de la ciudad, que eran cristianos pero que llevaban barba como los árabes y no entendían la lengua vulgar… ¿Qué importa?, si Dios reconocerá a los suyos. Así fue como, por represalia, llegó al-Ashraf con doscientos mil hombres y un centenar de catapultas: la Victoriosa, la Furiosa y los Bueyes Negros. Nosotros en la ciudad éramos ochocientos caballeros y catorce mil infantes. Esta era la guerra para la que habíamos sido educados, la que habíamos esperado con entusiasmo y fe en Cristo.

»Fue una carnicería, durante todo el mes de abril fuimos bombardeados con bolas de piedra y fuego griego, que resquebrajaron los muros e incendiaron la ciudad. Intentamos dos salidas nocturnas a caballo para destruir las catapultas, pero las dos veces salió mal; acabó con que nosotros, unos trescientos, fuimos perseguidos en plena noche por diez mil caballeros turcos. Teníamos una catapulta en una nave que los bombardeaba desde el mar, pero se hundió en una tormenta. Al alba de un viernes de mayo, al-Ashraf lanzó el ataque final. En un instante ocuparon los muros externos, la torre del Rey, después la torre Maldita, e intentaron abrirse paso por San Antonio y San Romano. Nosotros estábamos allí, resistimos como héroes…

Le contó cómo había combatido, cómo había visto morir a su padre y a su mejor amigo, y cómo después los turcos habían entrado en la ciudad. Le habló de una chica, quizá de unos quince años, a la que un infante enemigo había matado por diversión… Y que él había huido hacia el puerto cuando ya no había nada que hacer, buscando la salvación, y había avanzado a codazos por el muelle largo, entre mujeres y viejos, hasta que había sido herido en el hombro por un cristiano que huía más desesperado que él…

Al final, milagrosamente, se había despertado al día siguiente en casa de Ahmed.

—Esto sucedía en Outremer —había proseguido —, salías ileso de una refriega furiosa con los turcos del sultán de Egipto, eras herido en el hombro por un cristiano y salvado por un musulmán de origen egipcio. Al parecer, el mundo es más complejo que la idea que de él tenemos. Y la guerra es un esquema demasiado sencillo, que no basta nunca para explicar las cosas. El buen viejo Ahmed me curó como a un hijo en su casa, en el campo que había transformado en un jardín. Me dijo que me había encontrado en el puerto cuando todo acabó, cuando él había ido a prestar sus servicios como médico después de la matanza. Me había cargado en su carro con la ayuda de un amigo. Estaba casi desangrado y vivo de milagro, según me dijo. Me quedé con él un año, hasta que me recuperé completamente, simulando, para no caer en malas manos, que era su esclavo. Ahmed era un hombre sabio, me decía que allí en esa zona de Asia que se asoma al Mediterráneo paz no ha habido nunca y que nunca la habrá, porque más que una región en sí misma es un confín, una frontera abierta a tres regiones. Han llegado los griegos de Constantinopla, los francos del mar, los turcos de las estepas, los árabes del desierto, los mamelucos de Egipto y ahora incluso los mongoles de Catay. Sin embargo, igual que siempre ha sido terreno de combate, ha sido también tierra de encuentro entre las civilizaciones.

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