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Authors: Desmond Morris

El Mono Desnudo (12 page)

BOOK: El Mono Desnudo
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Los añadidos sexuales se aplican también a otras partes del cuerpo: sirvan de ejemplo las hombreras de los trajes de los varones y los polisones de las hembras. En ciertas civilizaciones actuales, las mujeres flacas pueden adquirir sostenes para las nalgas o «postizos para el trasero». La costumbre de llevar zapatos de tacón alto aumenta la oscilación de la región glútea durante la locomoción, al alterar la posición normal de la marcha.

En diversas épocas se ha empleado el almohadillado de las caderas, y las curvas de éstas y del pecho pueden también exagerarse con el uso de cinturones ceñidos. A causa de esto, se ha preconizado la cintura estrecha de la hembra y se ha practicado muchísimo la presión del corsé sobre esta región. Esta tendencia alcanzó su punto culminante hace un siglo, con los «talles de avispa», época en la cual llegaron algunas mujeres al extremo de hacerse extraer quirúrgicamente las costillas inferiores para aumentar el efecto.

El generalizado empleo del lápiz de labios, el colorete y el perfume, para aumentar el estímulo de los labios, del rubor y del olor del cuerpo, respectivamente, presenta mayores contradicciones. La hembra que mediante el lavado suprime sistemáticamente su propio olor biológico, lo reemplaza a continuación con perfumes comerciales
sexy
, que, en realidad, no son más que formas diluidas de los productos de las glándulas olorosas de otras especies de mamíferos totalmente diferentes.

Si tenemos en cuenta todas las restricciones sexuales y sus contrapartidas artificiales, no podemos dejar de pensar que sería mucho más fácil volver al punto de partida. ¿Por qué refrigerar una habitación, si después encendemos fuego en ella? Como antes he indicado, la razón de las restricciones es bastante justa: se trata de evitar un estímulo sexual desenfrenado que rompa los lazos entre las parejas. Pero, ¿por qué no una total restricción en público? ¿Por qué no limitar las exhibiciones sexuales, tanto biológicas como artificiales, en los momentos de intimidad entre los componentes de la pareja? Esto se contesta, en parte, diciendo que es precisamente nuestro alto nivel de sexualidad el que exige una constante expresión y un constante desahogo. Se llegó a él para mantener unida a la pareja, y ahora resulta que, en la estimulante atmósfera de una sociedad compleja, sirve para crear continuamente situaciones ajenas a tal pareja. Pero esto es sólo una parte de la respuesta. El sexo se emplea también por motivos de conveniencia, maniobra muy corriente en otras especies de primates. Si una mona quiere acercarse a un macho agresivo con fines no sexuales, realiza a veces una exhibición sexual, no porque quiera copular con él, sino porque, obrando así, despertará su impulso sexual lo suficiente para eliminar su agresión. Estas formas de comportamiento se denominan actividades remotivadoras. La hembra emplea el estímulo sexual para remotivar al macho y conseguir, de esta manera, una ventaja no sexual. Trucos parecidos son empleados también por nuestra especie. Gran parte de los estímulos sexuales artificiales tienden a este fin. Al hacerse atractivos a los miembros del sexo contrario, los individuos pueden reducir eficazmente los antagonismos con otros miembros del grupo social.

Desde luego, tratándose de una especie en que los individuos están atados por parejas, esta estrategia tiene sus peligros. El estímulo no debe ir demasiado lejos. Aceptando las básicas restricciones sexuales impuestas por la civilización, es posible dar claras señales de que «no estoy disponible para la cópula» y, al propio tiempo, dar otras señales que digan: «no obstante, soy muy sexual». Estas últimas cumplirán su misión de reducir el antagonismo, mientras que las primeras evitarán que las cosas salgan de su cauce. De esta manera, uno sabe nadar y guardar la ropa.

Esto podría dar muy buenos resultados, pero, desgraciadamente, juegan otras influencias. El mecanismo de apareamiento no es perfecto. Tuvo que ser injertado en el primitivo sistema de los primates, y éste sigue manifestándose. Si algo sale mal en la situación de la pareja, vuelven a surgir los antiguos impulsos del primate. Añádase a esto que otro fruto importante de la evolución ha sido la extensión de la curiosidad infantil a la fase adulta, y veremos claramente que la situación puede hacerse peligrosa.

El sistema estuvo obviamente encaminado a funcionar en una situación donde la hembra producía una copiosa familia infantil y el macho estaba siempre cazando con otros machos. Aunque esto ha persistido en lo esencial, dos circunstancias han cambiado. Existe una tendencia a limitar artificialmente el número de retoños. Esto significa que la hembra emparejada no dará un pleno rendimiento familiar y será más abordable, sexualmente, durante la ausencia de su compañero. Y existe también, en muchas mujeres, una propensión a sumarse al grupo de cazadores. Naturalmente, la caza ha sido actualmente sustituida por «el trabajo», y los machos que marchan hoy día a trabajar están expuestos a encontrarse en grupos heterosexuales, en vez de las antiguas partidas cinegéticas. Esto significa que el lazo entre la pareja tiene que aguantar tirones por ambas partes. Y, con excesiva frecuencia, acaba por romperse. (Recordemos aquí que, según las estadísticas americanas, un 26 por ciento de las hembras casadas y un 50 por ciento de los varones casados han realizado cópulas extramatrimoniales antes de llegar a los cuarenta años.) Sin embargo, muchas veces el lazo original es lo bastante fuerte para resistir durante estas actividades externas, o para reafirmarse cuando éstas han pasado. Sólo en un pequeño porcentaje de casos se produce una ruptura completa y definitiva.

No obstante, si dejáramos las cosas así, exageramos el caso a favor del lazo entre la pareja. Este puede, casi siempre, sobrevivir a la curiosidad sexual, pero no es lo bastante fuerte para suprimirla. Aunque el poderoso ligamen sexual mantiene unida a la pareja, no elimina su interés por las actividades sexuales externas. Y si los apareamientos externos chocan tan violentamente con el vínculo de unión de la pareja, hay que encontrarles un sustituto menos perjudicial. La solución ha sido el
voyeurismo
, en su más amplio sentido, el cual se practica en gran escala. En este sentido estricto, el
voyeurismo
significa la obtención de excitación sexual mediante la contemplación de la cópula de otros individuos; pero puede ampliarse lógicamente hasta incluir toda clase de interés en la actividad sexual, sin participar en ella. Casi todo el mundo se dedica a esta práctica, mirando, leyendo o escuchando. La mayor parte del material de la televisión, de la radio, del cine, del teatro y de la novela tiende a satisfacer esta demanda. Las revistas, los diarios y las conversaciones contribuyen también a ello. Se ha convertido en una industria importante. Pero, en realidad, y a pesar de tanta alharaca, el observador sexual
no hace
nunca nada. Todo se realiza por poderes. Tan copiosa es la demanda, que tuvimos que inventar una categoría especial de ejecutantes —actores y actrices— que fingen los episodios sexuales para que nosotros podamos contemplarlos. Cortejan y se casan, e inmediatamente asumen nuevos papeles, para cortejar y casarse otra vez. De esta manera, se aumenta copiosamente el material del
voyeur
.

Si observamos la mayoría de las especies animales, llegaremos a la conclusión de que esta actividad contempladora es biológicamente anormal. Sin embargo, es relativamente inofensiva e incluso puede ayudar a nuestra especie, porque satisface en cierto grado las insistentes exigencias de nuestra curiosidad sexual, sin incitar a los individuos a contraer nuevas relaciones sexuales que podrían amenazar el lazo entre la pareja.

La prostitución actúa de manera parecida. En ésta hay, naturalmente, una unión real, pero, en su forma típica, queda absolutamente limitada a la fase copulativa. La primera fase de galanteo e incluso las actividades precopulatorias se reducen al mínimo. Son éstas las etapas en que empieza la formación de la pareja, y son debidamente suprimidas. Si el varón satisface su deseo de novedad sexual copulando con una prostituta, puede dañar el lazo que le une a su pareja, pero menos que si acude a una aventura amorosa romántica no copulativa.

Otra forma de actividad sexual que hay que examinar es el desarrollo de la fijación homosexual. La función primordial del comportamiento sexual es la reproducción de la especie, y es evidente que esto no puede lograrse con la formación de parejas homosexuales. Aquí conviene hacer una sutil distinción. Biológicamente hablando, no hay nada fuera de lo corriente en los actos homosexuales de seudocópula. Muchas especies los practican, en numerosas circunstancias. Pero, desde el punto de vista de la reproducción, la formación de un lazo homosexual es inconveniente, ya que no puede conducir a la producción de retoños y estropea la posible función reproductora de los adultos. Para comprenderlo, echaremos un vistazo a otras especies.

He explicado ya cómo puede una hembra emplear señales sexuales para remotivar a un macho agresivo. Excitándole sexualmente, elimina su antagonismo y evita ser atacada por él. El macho inferior puede valerse de un truco semejante. Los jóvenes monos machos adoptan a menudo posturas femeninas sexualmente excitantes, y son montados por machos dominantes que, de otro modo, les habrían atacado. Las hembras dominantes pueden montar, de igual manera, a otras hembras inferiores. Esta utilización de una línea sexual en situaciones no sexuales llegó a ser fenómeno corriente en el escenario social de los primates, y ha resultado sumamente valiosa para ayudar a mantener la armonía y la organización del grupo. Como estas otras especies de primates no están sometidas a un intenso proceso de formación de parejas, no corren los riesgos que podrían derivarse, a largo plazo, de los apareamientos homosexuales. La cosa sirve sólo para resolver problemas inmediatos de dominio y no origina relaciones homosexuales duraderas.

El comportamiento homosexual se presenta también en ocasiones en que el objeto sexual ideal (un miembro del sexo contrario) resulta inalcanzable. Esto ocurre en muchos grupos de animales: un miembro del mismo sexo es empleado como sucedáneo, como «mal menor», en la actividad sexual. Es frecuente que, en un aislamiento total, los animales recurran a medidas extremas o intenten copular con objetos inanimados, o se masturben. Sabemos, por ejemplo, que ciertos carnívoros en cautividad han copulado con los recipientes de su comida. Los monos adquieren con frecuencia hábitos masturbatorios, y este caso ha sido también registrado entre leones. De la misma manera, animales encerrados con otros de especie diferente intentan copular con ellos. Pero estas actividades cesan casi siempre cuando el estímulo biológicamente correcto —un miembro del sexo contrario— aparece en escena.

Situaciones parecidas se producen con gran frecuencia en nuestra propia especie, y las relaciones son casi las mismas. Cuando los machos o las hembras, por el motivo que sea, no encuentran acceso sexual a los individuos del sexo contrario, buscan otro desahogo a sus impulsos. A veces, acuden a otros miembros de su propio sexo; otras veces, llegan a valerse de miembros de otras especie; otras, se masturban. Minuciosos estudios americanos de comportamiento sexual revelan que, en su sociedad, un 13 por ciento de las hembras y un 37 por ciento de los varones, han realizado, antes de los cuarenta y cinco años, contactos sexuales productores de orgasmo. Los contactos sexuales con otras especies de animales son mucho más raros (porque, naturalmente, éstas no ofrecen el adecuado estímulo sexual), y sólo se han registrado en el 3,6 por ciento de las hembras y en el 8 por ciento de los varones. La masturbación, aunque carece de «estímulo del compañero», es, empero, tan fácil de iniciar que se produce con mayor frecuencia. Se calcula que un 58 por ciento de las hembras y un 92 por ciento de los varones se masturban en alguna época de su vida.

Si todas estas actividades inútiles, desde el punto de vista de la reproducción, pueden realizarse sin menguar la potencia procreadora a lo largo de los individuos afectados, habrá que concluir que son inofensivas. En realidad, pueden ser biológicamente ventajosas, porque pueden contribuir a evitar frustraciones sexuales capaces de originar diversas perturbaciones sociales. Pero en el momento en que dan origen a fijaciones sexuales, crean un verdadero problema. Como ya hemos visto, existe en nuestra especie una fuerte tendencia a «enamorarse», a crear un poderoso vínculo con el objeto de nuestra atención sexual. Este fenómeno de fijación sexuales produce el importantísimo compañerismo a largo plazo, tan vital para las prolongadas exigencias familiares. La fijación empezará a actuar en cuanto se establezcan serios contactos sexuales, y sus consecuencias son evidentes. Los primeros objetos a los que dirigimos nuestras atenciones sexuales están expuestos a convertirse en los objetos. La fijación es un fenómeno asociativo. Ciertos estímulos clave, presentes en el momento del goce sexual, quedan íntimamente vinculados a este goce, y, al poco tiempo, la acción sexual no puede producirse sin la presencia de estos estímulos vitales. Si las presiones sociales nos impulsan a experimentar nuestros primeros goces sexuales en contexturas homosexuales o masturbatorias, es probable que ciertos elementos presentes en estas ocasiones asuman un enorme significado sexual de tipo duradero. (Las formas más raras de fetichismo se originan también así.)

Podría esperarse que estos hechos fuesen más perturbadores de lo que son en realidad, pero, en la mayoría de los casos, dos cosas ayudan a evitarlo. En primer lugar, estamos bien equipados con una serie de reacciones instintivas a las señales sexuales características del sexo contrario; por consiguiente, no es probable que experimentemos fuertes reacciones emotivas ante cualquier objeto que carezca de estas señales. En segundo lugar, nuestras primeras experiencias sexuales tienen carácter de ensayo. Empezamos enamorándonos y desganándonos con gran frecuencia y muy fácilmente. Es como si el proceso de la fijación total anduviera rezagado en relación con los otros sucesos sexuales. Durante esta fase de «búsqueda» desarrollamos un gran número de «fijaciones» poco importantes, cada una de las cuales es contrarrestada por la siguiente, hasta que llegamos indefectiblemente a un punto en que somos susceptibles de una fijación importante. En general, cuando llega este momento hemos experimentado una variedad de estímulos sexuales suficientes para inclinarnos hacia los biológicamente adecuados, y entonces, el apareamiento se produce como un fenómeno normal heterosexual.

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