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Authors: Gabriel García Márquez

El otoño del patriarca (12 page)

BOOK: El otoño del patriarca
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gobierno de reprimir cualquier protesta o tentativa de desorden, pero la fuerza pública no intervino cuando las hordas de peregrinos indignados hicieron hogueras en la Plaza de Armas con los portones de la basílica primada y destruyeron a piedras los vitrales de ángeles y gladiadores de la Nunciatura Apostólica, acabaron con todo, mi general, pero él no se movió de la hamaca, asediaron el convento de las vizcaínas para dejarlas perecer sin recursos, saquearon las iglesias, las casas de misiones, rompieron todo lo que tenia que ver con los curas, mi general, pero él permaneció inmóvil en la hamaca bajo la penumbra fresca de las trinitarias hasta que los comandantes de su estado mayor en pleno se declararon incapaces de apaciguar los ánimos y restablecer el orden sin derramamientos de sangre como se había acordado, y sólo entonces se incorporó, apareció en la oficina al cabo de tantos meses de desidia y asumió de viva voz y de cuerpo presente la responsabilidad solemne de interpretar la voluntad popular mediante un decreto que concibió por inspiración propia y dictó de su cuenta y riesgo sin prevenir a las fuerzas armadas ni consultar a sus ministros, y en cuyo artículo primero proclamó la santidad civil de Bendición Alvarado por decisión suprema del pueblo libre y soberano, la nombró patrona de la nación, curadora de los enfermos y maestra de los pájaros y se declaró día de fiesta nacional el de la fecha de su nacimiento, y el artículo segundo y a partir de la promulgación del presente decreto se declaró el estado de guerra entre esta nación y las potencias de la Santa Sede con todas las consecuencias que para estos casos establecen el derecho de gentes y los tratados internacionales en vigencia, y en el artículo tercero se ordenó la expulsión inmediata, pública y solemne del señor arzobispo primado y la consiguiente de los obispos, los prefectos apostólicos, los curas y las monjas y cuantas gentes nativas o forasteras tuvieran algo que ver con los asuntos de Dios en cualquier condición y bajo cualquier título dentro de los límites del país y hasta cincuenta leguas marinas dentro de las aguas territoriales, y se ordenó en el artículo cuarto y último la expropiación de los bienes de la iglesia, sus templos, sus conventos, sus colegios, sus tierras de labor con su dotación de herramientas y animales, los ingenios de azúcar, las fábricas y talleres así como todo cuanto le perteneciera en realidad aunque estuviera registrado a nombre de terceros, los cuales bienes pasaban a formar parte del patrimonio póstumo de santa Bendición Alvarado de los pájaros para esplendor de su culto y grandeza de su memoria desde la fecha del presente decreto dictado de viva voz y firmado con el sello del anillo de esta autoridad máxima e inapelable del poder supremo, obedézcase y cúmplase. En medio de los cohetes de júbilo, las campanas de gloria y las músicas de gozo con que se celebró el acontecimiento de la canonización civil, él se ocupó de cuerpo presente de que el decreto fuera cumplido sin maniobras equivocas para estar seguro de que no lo harían víctima de nuevos engaños, volvió a coger las riendas de la realidad con sus firmes guantes de raso como en los tiempos de la gloria grande en que la gente le cerraba el paso en las escaleras para pedirle que restaurara las carreras de caballo en la calle y él mandaba, de acuerdo, que restaurara las carreras de sacos y él mandaba, de acuerdo, y aparecía en los ranchos más míseros a explicar cómo debían echarse las gallinas en los nidos y cómo se castraban los terneros, pues no se había conformado con la comprobación personal de las minuciosas actas de inventarios de los bienes de la iglesia sino que dirigió las ceremonias formales de expropiación para que no quedara ningún resquicio entre su voluntad y los actos cumplidos, cotejó las verdades de los papeles con las verdades engañosas de la vida real, vigiló la expulsión de las comunidades mayores a las cuales se atribuía el propósito de sacar escondidos en talegos de doble fondo y corpiños amañados los tesoros secretos del último virrey que permanecían sepultados en cementerios de pobres a pesar del encarnizamiento con que los caudillos federales los habían buscado en los largos años de guerras, y no sólo ordenó que ningún miembro de la iglesia llevara consigo más equipaje que una muda de ropa sino que decidió sin apelación que fueran embarcados desnudos como sus madres los parieron, los rudos curas de pueblo a quienes les daba los mismo andar vestidos o en cueros siempre que les cambiaran el destino, los prefectos de tierras de misiones devastados por la malaria, los obispos lampiños y dignos, y detrás de ellos las mujeres, las tímidas hermanas de la caridad, las misioneras cimarronas acostumbradas a desbravar la naturaleza y hacer brotar legumbres en el desierto, y las vizcaínas esbeltas tocadoras de clavicordio y las salesianas de manos finas y cuerpos intactos, pues aun en los puros cueros con que habían sido echadas al mundo era posible distinguir sus orígenes de clase, la diversidad de su condición y la desigualdad de su oficio a medida que desfilaban por entre bultos de cacao y costales de bagre salado en el inmenso galpón de la aduana, pasaban en un tumulto giratorio de ovejas azoradas con los brazos en cruz sobre el pecho tratando de esconder la vergüenza de las unas con la de las otras ante el anciano que parecía de piedra bajo los ventiladores de aspas, que las miraba sin respirar, sin mover los ojos del espacio fijo por donde tenía que pasar sin remedio el torrente de mujeres desnudas, las contempló impasible, sin pestañear, hasta que no quedó ni una en el territorio de la nación, pues éstas fueron las últimas mi general, y sin embargo él recordaba sólo una que había separado con un simple golpe de vista del tropel de novicias asustadas, la distinguió entre las otras a pesar de que no era distinta, era pequeña y maciza, robusta, de nalgas opulentas, de tetas grandes y ciegas, de manos torpes, de sexo abrupto, de cabellos cortados con tijeras de podar, de dientes separados y firmes como hachas, de nariz escasa, de pies planos, una novicia mediocre, como todas, pero él sintió que era la única mujer en la piara de mujeres desnudas, la única que al pasar frente a él sin mirarlo dejó un rastro oscuro de animal de monte que se llevó mi aire de vivir y apenas si tuvo tiempo de cambiar la mirada imperceptible para verla por segunda vez para siempre jamás cuando el oficial de los servicios de identificación encontró el nombre por orden alfabético en la nómina y gritó Nazareno Leticia, y ella contestó con voz de hombre, presente. Así la tuvo por el resto de su vida, presente, hasta que las últimas nostalgias se le escurrieron por las grietas de la memoria y sólo permaneció la imagen de ella en la tira de papel en que había escrito Leticia Nazareno de mi alma mira en lo que he quedado sin ti, la escondió en el resquicio donde guardaba la miel de abeja, la releía cuando sabía que no era visto, la volvía a enrollar después de revivir por un instante fugaz la tarde inmemorial de lluvias radiantes en que lo sorprendieron con la novedad mi general de que te habían repatriado en cumplimiento de una orden que él no dio, pues no había hecho más que murmurar Leticia Nazareno mientras contemplaba el último carguero de ceniza que se hundió en el horizonte, Leticia Nazareno, repitió en voz alta para no olvidar el nombre, y eso había bastado para que los servicios de la seguridad presidencial la secuestraran del convento de Jamaica y la sacaron amordazada y con una camisa de fuerza dentro de una caja de pino con sunchos lacrados y letreros de alquitrán de frágil do not drop this side up y una licencia de exportación en regla con la debida franquicia consular de dos mil ochocientas copas de champaña de cristal legítimo para la bodega presidencial, la embarcaron de regreso en la bodega de un barco carbonero y la pusieron desnuda y narcotizada en la cama de capiteles del dormitorio de invitados de honor como él había de recordarla a las tres de la tarde bajo la luz de harina del mosquitero, tenía el mismo sosiego de sueño natural de otras tantas mujeres inertes que le habían servido sin solicitarlas y que él había hecho suyas en aquel cuarto sin despertarlas siquiera del letargo de luminal y atormentado por un terrible sentimiento de desamparo y de derrota, sólo que a Leticia Nazareno no la tocó, la contempló dormida con una especie de asombro infantil sorprendido de cuánto había cambiado su desnudez desde que la vio en los galpones del puerto, le habían rizado el cabello, la habían afeitado por completo hasta los resquicios más íntimos y le habían barnizado de rojo las uñas de las manos y los pies y le habían puesto carmín en los labios y colorete en las mejillas y almizcle en los párpados y exhalaba una fragancia dulce que acabó con tu rastro escondido de animal de monte, qué vaina, la habían echado a perder tratando de componerla, la habían vuelto tan distinta que él no conseguía verla desnuda debajo de los afeites torpes mientras la contemplaba sumergida en el éxtasis de luminal, la vio salir a flote, la vio despertar, la vio verlo, madre, era ella, Leticia Nazareno de mi desconcierto petrificada de terror ante el anciano pétreo que la contemplaba sin clemencia a través de los vapores tenues del mosquitero, asustada de los propósitos imprevisibles de su silencio porque no podía imaginarse que a pesar de sus años incontables y su poder sin medidas él estaba más asustado que ella, más solo, más sin saber qué hacer, tan aturdido e inerme como estuvo la primera vez en que fue hombre con una mujer de soldados a quien sorprendió a medianoche bañándose desnuda en un río y cuya fuerza y tamaño había imaginado por sus resuellos de yegua después de cada zambullida, oía su risa oscura y solitaria en la oscuridad, sentía el regocijo de su cuerpo en la oscuridad pero estaba paralizado de miedo porque seguía siendo virgen aunque ya era teniente de artillería en la tercera guerra civil, hasta que el miedo de perder la ocasión fue más decisivo que el miedo del asalto, y entonces se metió en el agua con todo lo que llevaba encima, las polainas, el morral, la correa de municiones, el machete, la escopeta de fisto, ofuscado por tantos estorbos de guerra y tantos terrores secretos que la mujer creyó al principio que era alguien que se había metido a caballo en el agua, pero en seguida se dio cuenta de que no era más que un pobre hombre asustado y lo acogió en el remanso de su misericordia, lo llevó de la mano en la oscuridad de su aturdimiento porque él no lograba encontrar los caminos en la oscuridad del remanso, le indicaba con voz de madre en la oscuridad que te agarres fuerte de mis hombros para que no te tumbe la corriente, que no se acuclillara dentro del agua sino que te arrodilles con fuerza en el fondo respirando despacio para que te alcance el aliento, y él hacia lo que ella le indicaba con una obediencia pueril pensando madre mía Bendición Alvarado cómo carajo harán las mujeres para hacer las cosas como si las estuvieran inventando, cómo harán para ser tan hombres, pensaba, a medida que ella lo iba despojando de la parafernalia inútil de otras guerras menos temibles y desoladas que aquella guerra solitaria con el agua al cuello, había muerto de terror al amparo de aquel cuerpo oloroso a jabón de pino cuando ella acabó de quitarle las hebillas de las dos correas y le solté los botones de la bragueta y me quedé crispada de horror porque no encontré lo que buscaba sino el testículo enorme nadando como un sapo en la oscuridad, lo soltó asustada, se apartó, anda con tu mamá que te cambie por otro, le dijo, tú no sirves, pues lo había derrotado el mismo miedo ancestral que lo mantuvo inmóvil ante la desnudez de Leticia Nazareno en cuyo río de aguas imprevisibles no se había de meter ni con todo lo que llevaba encima mientras ella no le prestara el auxilio de su misericordia, él mismo la cubrió con una sábana, le tocaba en el gramófono hasta que se gastó el cilindro la canción de la pobre Delgadina perjudicada por el amor de su padre, le hizo poner flores de fieltro en los floreros para que no se marchitaran como las naturales con la mala virtud de sus manos, hizo todo lo que se le ocurría para hacerla feliz pero mantuvo intacto el rigor del cautiverio y el castigo de la desnudez para que ella entendiera que sería bien atendida y bien amada pero que no tenía ninguna posibilidad de escaparse de aquel destino, y ella lo comprendió tan bien que en la primera tregua del miedo le había ordenado sin pedirle por favor general que me abra la ventana para que entre un poco de fresco, y él la abrió, que la volviera a cerrar porque me da la luna en la cara, la cerró, cumplía sus órdenes como si fueran de amor tanto más obediente y seguro de sí mismo cuanto más cerca se sabía de la tarde de lluvias radiantes en que se deslizó dentro del mosquitero y se acostó vestido junto a ella sin despertarla, participó a solas durante noches enteras de los efluvios secretos de su cuerpo, respiraba su tufo de perra montuna que se fue haciendo más cálido con el paso de los meses, retoñó el musgo de su vientre, despertó sobresaltada gritando que se quite de aquí, general, y él se levantó con su parsimonia densa pero volvió a acostarse junto a ella mientras dormía y así la disfrutó sin tocarla durante el primer año de cautiverio hasta que ella se acostumbró a despertar a su lado sin entender hacia dónde corrían los cauces ocultos de aquel anciano indescifrable que había abandonado los halagos del poder y los encantos del mundo para consagrarse a su contemplación y su servicio, tanto más desconcertada cuanto más cerca se sabia él de la tarde de lluvias radiantes en que se acostó sobre ella mientras dormía como se había metido en el agua con todo lo que llevaba puesto, el uniforme sin insignias, las correas del sable, el mazo de llaves, las polainas, las botas de montar con la espuela de oro, un asalto de pesadilla que la despertó aterrorizada tratando de quitarse de encima aquel caballo guarnecido de recados de guerra, pero él estaba tan resuelto que ella decidió ganar tiempo con el recurso último de que se quite los arneses general que me lastima el corazón con las argollas, y él se los quitó, que se quitara la espuela general que me está maltratando los tobillos con la estrella de oro, que se sacara el mazo de llaves de la pretina que me tropieza con el hueso de la cadera, y él terminaba por hacer lo que ella le ordenaba aunque necesitó tres meses para hacerle quitar las correas del sable que me estorban para respirar y otro mes para las polainas que me rompen el alma con las hebillas, era una lucha
lenta y difícil en que ella lo demoraba sin exasperarlo y él terminaba por ceder para complacerla, de modo que ninguno de los dos supo nunca cómo fue que ocurrió el cataclismo final poco después del segundo aniversario del secuestro cuando sus tibias y tiernas manos sin destino tropezaron por casualidad con las piedras ocultas de la novicia dormida que despertó conmocionada por un sudor pálido y un temblor de muerte y no trató de quitarse ni por las buenas ni por las malas artes el animal cerrero que tenía encima sino que acabó de conmocionarlo con la súplica de que te quites las botas que me ensucias mis sábanas de bramante y él se las quitó como pudo, que te quites las polainas, y los pantalones, y el braguero, que te quites todo mi vida que no te siento, hasta que él mismo no supo cuándo se quedó como sólo su madre lo había conocido a la luz de las arpas melancólicas de los geranios, liberado del miedo, libre, convertido en un bisonte de lidia que en la primera embestida demolió todo cuanto encontró a su paso y se fue de bruces en un abismo de silencio donde sólo se oía el crujido de maderos de barcos de las muelas apretadas de Nazareno Leticia, presente, se había agarrado de mi cabello con todos los dedos para no morirse sola en el vértigo sin fondo en que yo me moría solicitado al mismo tiempo y con el mismo ímpetu por todas las urgencias del cuerpo, y sin embargo la olvidó, se quedó solo en las tinieblas buscándose a sí mismo en el agua salobre de sus lágrimas general, en el hilo manso de su baba de buey, general, en el asombro de su asombro de madre mía Bendición Alvarado cómo es posible haber vivido tantos años sin conocer este tormento, lloraba, aturdido por las ansias de sus riñones, la ristra de petardos de sus tripas, el desgarramiento de muerte del tentáculo tierno que le arrancó de cuajo las entrañas y lo convirtió en un animal degollado cuyos tumbos agónicos salpicaban las sábanas nevadas con una materia ardiente y agria que pervirtió en su memoria el aire de vidrio líquido de la tarde de lluvias radiantes del mosquitero, pues era mierda, general, su propia mierda.

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