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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

El pájaro pintado (13 page)

BOOK: El pájaro pintado
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A medida que se posaba el polvo, la casa demolida dejaba ver tímidamente sus entrañas. Cuerpos humanos fláccidos yacían despatarrados sobre los bordes mellados de los suelos y los techos rotos, como trapos destinados a cubrir la devastación. Apenas empezaban a empaparse en la tintura roja. Pequeñas partículas de papel desgarrado, escayola y pintura se adherían a los harapos pegajosos y enrojecidos, como moscas hambrientas. En torno, todo se seguía moviendo: sólo los cuerpos parecían reposar.

Después el aire se llenó con los gemidos y los gritos de las personas atrapadas por las vigas caídas, insertadas en pértigas y tubos, parcialmente destrozadas y aplastadas bajo fragmentos de paredes. Sólo una anciana salió del foso oscuro. Se aferraba frenéticamente a los ladrillos, y cuando su boca desdentada se abrió para hablar no pudo articular un sonido. Estaba semidesnuda y los pechos marchitos colgaban de su torso huesudo. Cuando llegó al borde del cráter, en lo alto de la montaña de escombros que separaba el foso de la calzada, se empinó brevemente sobre el filo. Después se derrumbó hacia atrás y desapareció detrás de las ruinas.

Un hombre puede morir en condiciones menos espectaculares a manos de otro. No hacía mucho tiempo, cuando aún vivía en casa de Lej, dos campesinos empezaron a pelear en una recepción. Se embistieron en medio de la cabaña, se agarraron sus respectivas gargantas y cayeron al suelo de tierra. Se mordían como perros furiosos, arrancándose jirones de ropa y de carne. Sus manos callosas, sus rodillas y sus pies parecían tener vida propia. Saltaban de un lado a otro apretando, golpeando, arañando, retorciéndose en una danza demencial. Los nudillos desnudos machacaban los cráneos como martillos y los huesos se fracturaban bajo el impacto.

Al fin los huéspedes, que contemplaban apaciblemente el espectáculo, formando un círculo, oyeron un crujido y un estertor. Uno de los hombres permaneció más tiempo sobre el otro. El caído jadeaba y parecía debilitado, y sin embargo levantó la cabeza y escupió en la cara del vencedor. Este no perdonó la afrenta. Se infló triunfalmente como una rana y su puño recorrió un largo trayecto antes de estrellarse con espantosa violencia contra la cabeza de su rival. La cabeza ya no volvió a intentar elevarse, sino que pareció disolverse en un charco cada vez más grande de sangre. El hombre estaba muerto.

Ahora me sentía como el perro sarnoso que los guerrilleros habían matado. Primeramente le habían acariciado la cabeza y le habían rascado detrás de las orejas. El animal, desbordante de alegría, ladraba con ternura y gratitud. Después le arrojaron un hueso. Corrió tras él, moviendo la cola hirsuta, espantando las mariposas y pisoteando las flores. Cuando alcanzó el hueso y lo levantó orgullosamente, le pegaron un tiro.

El soldado se subió el cinturón. Este movimiento me llamó la atención y dejé de pensar por un momento.

Luego traté de calcular la distancia que me separaba del bosque y el tiempo que necesitaría el soldado para coger su rifle y disparar si yo intentaba huir inadvertidamente. El bosque estaba demasiado lejos: moriría en medio de la loma arenosa. En el mejor de los casos, tal vez llegaría hasta las malezas, donde seguiría siendo visible y que no podría recorrer a mucha velocidad.

El soldado se levantó y se desperezó con un gruñido. Nos rodeaba el silencio. La brisa tenue alejaba el olor de la gasolina y traía, en cambio, el aroma de la mejorana y de la resina de abeto.

Por supuesto, podría dispararme por la espalda, pensé. La gente prefería matar a sus víctimas sin mirarlas a los ojos.

El soldado se volvió hacia mí y, señalando el bosque, hizo un ademán que parecía decirme: «¡corre, escapa!». De modo que se aproximaba el fin. Simulé no entender y me acerqué a él. Retrocedió bruscamente, como si temiera que le tocase, y señaló coléricamente el bosque, mientras se cubría los ojos con la otra mano. Pensé que se trataba de una treta astuta para engatusarme: fingía no mirar. Me quedé petrificado donde estaba. El soldado me observó impacientemente y dijo algo en su lengua gutural. Le sonreí servilmente, pero esto sólo sirvió para exasperarle aún más. Volvió a estirar el brazo en dirección al bosque. Tampoco esta vez me volví. Entonces se acostó entre los rieles, atravesado sobre su fusil, al que le había quitado el cerrojo.

Calculé la distancia otra vez. Me pareció que esta vez el riesgo era menor. Cuando empecé a alejarme, el soldado sonrió afablemente. Al llegar al borde del terraplén, miré hacia atrás. Seguía inmóvil, dormitando bajo los tibios rayos del sol.

Hice un rápido ademán de despedida y luego corrí como una liebre por el talud, enfilando directamente hacia la maleza del bosque fresco y umbrío. Los helechos me producían rasguños a medida que me alejaba hasta que al fin me quedé sin resuello y caí sobre el musgo húmedo y reparador.

Mientras yacía escuchando los ruidos del bosque, oí dos detonaciones que provenían de la vía del ferrocarril. Al parecer, el soldado simulaba mi ejecución.

Los pájaros se despertaron y empezaron a agitarse entre el follaje. Una lagartija saltó de una raíz, junto a mí, y me miró atentamente. Podría haberla reventado de un manotazo, pero estaba demasiado cansado.

8

Después de un otoño prematuro que destruyó algunas cosechas, se desencadenó un crudo invierno. En primer lugar, nevó durante muchos días. Los habitantes de la comarca conocían el clima y se apresuraron a almacenar víveres para sí y forraje para su ganado, taparon los agujeros de sus casas o establos con paja, y reforzaron las chimeneas y los techos de bálago para protegerlos de los vientos inclementes. Después llegaron las heladas, que lo solidificaron todo debajo de la nieve.

Nadie quería albergarme. Escaseaba el alimento y una boca era un lastre. Además, no había trabajo para mí. Ni siquiera se podía sacar el estiércol de los establos que estaban cubiertos de nieve hasta los aleros. Los seres humanos compartían su techo con las gallinas, los terneros, los conejos, los cerdos, las cabras y los caballos, y hombres y animales se brindaban recíprocamente el calor de sus cuerpos. Pero no había sitio para mí.

La crudeza del invierno no amainó. El cielo borrascoso, cubierto de nubes plomizas, parecía pesar abrumadoramente sobre los techos de paja. A veces, una nube más oscura que las demás pasaba flotando velozmente como un globo, y dejaba una sombra lúgubre que la acechaba como los malos espíritus acechan al pecador. La gente soplaba sobre las ventanas cubiertas de escarcha, para que el aliento abriera espacios por donde poder mirar. Cuando veían deslizarse sobre la aldea la sombra siniestra, se persignaban y murmuraban oraciones. Era obvio que el Diablo discurría por la comarca montado sobre la nube oscura, y mientras estuviera allí sólo se podía esperar lo peor.

Envuelto en viejos harapos, confeccionados con piel de conejo y cuero de caballo, yo vagaba de aldea en aldea, y debía conformarme con el calor del cometa que había fabricado con una lata hallada sobre la vía del ferrocarril. Cargaba sobre la espalda un saco lleno de combustible, que renovaba ansiosamente siempre que se me presentaba una oportunidad. Apenas se aligeraba el saco, iba al bosque, cortaba ramas, arrancaba un poco de corteza y extraía turba y musgo. Después de reaprovisionarme, continuaba la marcha con una sensación de dicha y seguridad, haciendo girar el cometa y deleitándome con su calor.

No era difícil encontrar comida. Las incesantes nevadas obligaban a los aldeanos a permanecer en sus chozas, y yo podía abrirme paso, sin peligro, hasta los graneros cercados por la nieve, donde encontraba las mejores patatas y remolachas que asaba en mi cometa. Incluso cuando alguien me veía, o veía, mejor dicho, un bulto informe de harapos que se desplazaba torpemente por la nieve, pensaba que era un alma en pena y se limitaba a soltar los perros. Estos se resistían a abandonar el abrigo de las chozas y recorrían lentamente el profundo espesor de nieve. Cuando llegaban por fin hasta mí, me resultaba fácil ahuyentarlos con el cometa caliente. Cansados y con frío, volvían a las cabañas.

Yo calzaba grandes zapatones de madera ceñidos por largas tiras de tela. La envergadura de los zuecos, unida a mi escaso peso, me permitía marchar fácilmente por la nieve sin hundirme hasta la cintura. Arropado hasta los ojos, vagaba libremente por todas partes sin toparme con nadie, excepto los cuervos.

Dormía en el bosque, acurrucándome en un hueco debajo de las raíces de un árbol, y con un talud de nieve a manera de techumbre. Cargaba el cometa con turba húmeda y hojas podridas que entibiaban mi madriguera con un humo fragante. El fuego duraba toda la noche.

Finalmente, después de algunas semanas de vientos más apacibles, la nieve empezó a derretirse y los campesinos salieron a la intemperie. No me quedó ninguna alternativa. Los perros tonificados rondaban ahora en torno de las granjas, y yo no podía robar alimentos y debía estar constantemente alerta. Tuve que buscar una aldea remota, situada a una distancia razonable de las líneas alemanas.

Durante mis peregrinaciones por el bosque, a menudo me caían encima mazacotes de nieve húmeda que amenazaban apagar mi cometa. Al segundo día me detuvo un gemido lastimero. Me agazapé detrás de un árbol, inmovilizado por el miedo, escuchando atentamente el susurro de los árboles. Volví a oír el gemido. Sobre mi cabeza los cuervos batían sus alas. Algo los había asustado. Me aproximé al lugar de donde partía el quejido, corriendo sigilosamente de un árbol a otro en busca de amparo. En un sendero angosto, cenagoso, vi un carromato volcado y un caballo, pero no había señales de vida humana.

Cuando el caballo me vio irguió las orejas y sacudió la cabeza. Me acerqué más. El animal estaba tan flaco que podía contarle los huesos. Todas las fibras de sus músculos consumidos colgaban como cuerdas mojadas. Me miró con unos ojos nebulosos e inyectados en sangre que parecían a punto de cerrarse. Movió débilmente la cabeza y de su pescuezo escuálido brotó algo parecido al croar de un sapo.

Una de las patas del caballo estaba rota por encima de la caña. Asomaba una larga astilla de hueso fracturado y cada vez que el animal movía la pata el hueso le cortaba más la piel.

Los cuervos revoloteaban sobre la bestia herida, planeando hacia arriba y abajo a merced del viento, siempre vigilantes. De vez en cuando uno de ellos se posaba en los árboles y hacía caer cascadas de nieve húmeda y semiderretida que al llegar al suelo producía un chasquido semejante al de las tortillas de patata cuando se les da vuelta en la sartén. A cada ruido el caballo levantaba cansadamente la cabeza, abría los ojos y miraba en torno.

Al verme caminar alrededor del carromato, el caballo sacudió afablemente la cola. Me acerqué a él y apoyó la pesada cabeza sobre mi hombro, frotándola contra mi mejilla. Mientras le acariciaba los ollares secos, desplazó el hocico, atrayéndome hacia él.

Me incliné para revisarle la pata. El caballo volvió la cabeza hacia mí, como si aguardara el veredicto. Le incité a dar un paso o dos. Lo intentó, quejándose y tropezando, pero fue inútil. Bajó la cabeza, avergonzado y resignado. Le así el cuello y sentí que aún palpitaba con vida. Traté de persuadirle para que me siguiera: quedarse en el bosque significaría fatalmente la muerte. Le hablé del establo caliente, del olor del heno, y le aseguré que había un hombre capaz de reducirle la fractura y de curarla con hierbas.

Le hablé de los prados exuberantes que aún estaban sepultados bajo la nieve, a la espera de la primavera. Le confesé que si conseguía llevarlo de vuelta a la aldea próxima y devolverlo a su propietario, era posible que mis relaciones con la población local mejoraran. Tal vez incluso podría quedarme en la granja. Me escuchaba, escudriñándome a ratos para verificar si decía la verdad.

Di un paso atrás y lo azucé para que caminara, dándole un ligero azote con una rama. Se balanceó, levantando lo más posible la pata herida. Cojeaba, pero finalmente conseguí que se moviera. La marcha fue lenta y penosa. De vez en cuando el caballo se detenía y se quedaba inmóvil. Entonces le rodeaba el pescuezo con el brazo, le daba un apretón afectuoso y le levantaba la pata herida. Al poco empezaba a marchar nuevamente, como impulsado por un recuerdo, un pensamiento que se le había escapado fugazmente. A veces se le alteraba el paso, perdía el equilibrio, tropezaba. Cada vez que apoyaba la pata rota, el hueso astillado asomaba de debajo de la piel, de modo que pisaba la nieve y el lodo casi con el muñón de hueso desnudo. Sus relinchos afligidos me hacían estremecer. Olvidaba los zuecos que protegían mis pies y me sentía por un momento como si estuviera caminando sobre los filos mellados de mis espinillas, lanzando un gemido de dolor a cada paso.

Exhausto, cubierto de fango, llegué a la aldea con el caballo. Inmediatamente nos rodeó una jauría de perros enfurecidos. Los mantuve a raya con mi cometa, chamuscando el pelo de los más atrevidos. El caballo permanecía impasible, sumido en el sopor.

Muchos campesinos salieron de sus chozas. Uno de ellos resultó ser el sorprendido y satisfecho propietario del caballo, que se había desbocado dos días atrás. Espantó a los perros y examinó la pata fracturada, después de lo cual dictaminó que habría que sacrificar al animal. Sólo serviría para proveer un poco de carne, piel para ser curtida y huesos para uso medicinal. En verdad, en esa comarca, los huesos eran el elemento más valioso. Una enfermedad grave se trataba con varias ingestiones diarias de una infusión de hierbas mezcladas con huesos de caballo triturados. El dolor de muelas se curaba mediante la aplicación de una compresa cuyos ingredientes eran un muslo de rana y algunos dientes de caballo molidos. Era seguro que los cascos de caballo quemados sanaban los resfriados en dos días, en tanto que los huesos de las ancas del caballo, colocados sobre el cuerpo de un epiléptico, le ayudaban a superar las convulsiones.

Permanecí apartado mientras el campesino revisaba al animal. Luego me tocó el turno. El hombre me estudió minuciosamente y me preguntó dónde había estado antes y qué había hecho. Le contesté con la mayor cautela posible, ansioso por evitar cualquier cosa que pudiera despertar sus sospechas. Me pidió que repitiera varias veces lo que había dicho, y mis inútiles esfuerzos por hablar el dialecto local le hicieron reír. Me preguntó reiteradamente si era un huérfano judío o gitano. Le juré por todos los objetos y todos los seres que se me cruzaron por la cabeza que era un buen cristiano y un trabajador obediente. Cerca de nosotros había otros hombres que me miraban con recelo. Sin embargo, el aldeano resolvió emplearme como jornalero en su corral y sus campos. Me hinqué de rodillas y le besé los pies.

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