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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

El pájaro pintado (22 page)

BOOK: El pájaro pintado
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Nos detuvimos junto al borde del pozo. Su superficie marrón, ondulada, despedía una fetidez semejante a la que se desprende de la horrible película que se forma sobre un cuenco de sopa de alforfón caliente. Sobre aquella superficie bullía una miríada de gusanillos blancos, que tenían más o menos la longitud de una uña. Por encima revoloteaban nubes de moscas que zumbaban monótonamente, dotadas de bellos cuerpos azules y violetas que refulgían bajo el sol, entrechocándose, precipitándose fugazmente hacia el pozo, para luego volver a remontarse por el aire.

Tuve arcadas. Los campesinos me columpiaron por las manos y los pies. Las nubes pálidas del cielo azul flotaron ante mis ojos. Caí en el centro mismo de la inmundicia marrón, que se abrió bajo mi cuerpo para devorarme.

La luz del día desapareció sobre mí y empecé a ahogarme. Me debatí instintivamente en el espeso elemento, manoteando y pataleando. Toqué el fondo y reboté tan rápidamente como pude. Una tromba esponjosa me empujó hacia la superficie. Abrí la boca y aspiré una ráfaga de aire. Me sentí nuevamente succionado y volví a tomar impulso en el fondo. La boca del pozo sólo medía poco más de un metro cuadrado. Reboté nuevamente, esta vez hacia el borde. En el último momento, cuando la onda de rechazo estaba a punto de tragarme, me aferré a un zarcillo de las fuertes y largas malezas que crecían alrededor del pozo. Luché contra la succión de las fauces devoradoras y salí a duras penas, casi cegado por el légamo que me cubría los ojos.

Me arrastré fuera del cieno y casi inmediatamente me acometieron los calambres del vómito. Me sacudieron durante tanto tiempo que perdí todas mis fuerzas y me desplomé completamente exhausto sobre los matorrales cáusticos y quemantes de cardo, helechos y ortigas.

Oí la música lejana del órgano y los cánticos humanos, y consideré que era probable que después de la misa los feligreses, al salir de la iglesia volvieran a ahogarme en el pozo si me veían vivo entre los arbustos. Debía huir y en consecuencia corrí hacia el bosque. El sol endureció la costra marrón que me cubría, y me acosaban nubes de moscardones y otros insectos.

Apenas me encontré a la sombra de los árboles comencé a rodar sobre el musgo fresco y húmedo, friccionándome con hojas frías. Raspé con trozos de corteza los restos de inmundicia. Me froté el pelo con arena y después me revolqué en la hierba y volví a vomitar.

De pronto comprendí que algo le había sucedido a mi voz. Traté de gritar, pero la lengua aleteó infructuosamente en mi boca abierta. No tenía voz. Estaba despavorido y, cubierto de sudor frío, me negué a creer que esto fuera posible e intenté convencerme de que recuperaría el habla. Esperé un momento y repetí el ensayo. No sucedió nada. Sólo el zumbido de las moscas que me rondaban rompía el silencio del bosque.

Me senté. El último grito que había lanzado al caer el misal aún reverberaba en mis oídos. ¿Sería el último de mi vida? ¿Mi voz se había evadido con él como la llamada de un pato extraviado en una inmensa laguna? ¿Dónde estaba, ahora? Imaginé a mi voz volando, sola, bajo las altas vigas combadas del techo de la iglesia. La vi embestir los fríos muros, las imágenes sagradas, los gruesos paneles de las vidrieras que los rayos del sol apenas podían atravesar. Seguí su deambular sin rumbo por las oscuras naves, donde flotaba del altar al púlpito, del púlpito al coro, del coro otra vez al altar, impulsada por el sonido multicorde del órgano y por la expansión del canto colectivo.

Todos los seres mudos que había visto en mi vida desfilaron por mi mente. No eran muchos, y la imposibilidad de hablar determinaba que parecieran muy semejantes. Las absurdas convulsiones de sus rostros trataban de reemplazar el timbre del que carecían sus voces, en tanto que el movimiento frenético de sus miembros sustituía a las palabras que se resistían a dejarse oír. Las otras personas siempre los miraban con recelo: parecían seres extraños, que temblaban, hacían visajes, y chorreaban abundante baba.

Debía de haber una explicación para mi pérdida del habla. Una fuerza superior, con la que aún no había logrado comunicarme, gobernaba mi destino. Empecé a dudar que se tratara de Dios o de alguno de Sus santos. Puesto que me había asegurado el crédito mediante ingentes cantidades de oraciones, mis días de indulgencia debían de ser incontables, y Dios no tenía ningún motivo para infligirme un castigo tan terrible. Probablemente había suscitado la cólera de otras fuerzas, que desplegaban sus tentáculos sobre aquellos a quienes Dios había abandonado por una razón u otra.

Me alejé cada vez más de la iglesia, internándome en el bosque tupido. De la tierra negra a la que jamás llegaba el sol, emergían los troncos de árboles talados hacía mucho tiempo. Estos tocones eran ahora lisiados que no podían vestir sus cuerpos atrofiados y mutilados. Se erguían aislados y solitarios. Contrahechos y achaparrados, carecían de vigor para alzarse hasta la luz y el aire. Ninguna fuerza podía modificar su condición. Su savia nunca sabría de ramas o follaje. Los grandes nudos huecos de sus zonas bajas parecían ojos muertos que miraban eternamente con pupilas ciegas las copas ondulantes de sus hermanos vivos.

Nunca serían desgajados ni zarandeados por los vientos, sino que se pudrirían lentamente, como víctimas de la humedad y de la descomposición del suelo del bosque.

12

Cuando los muchachos campesinos que estaban al acecho en el bosque, esperándome, por fin me atraparon, temí que me sucediera algo terrible. En cambio, me hicieron comparecer ante el jefe de la aldea. Este se aseguró de que no tenía llagas ni úlceras en el cuerpo, y de que sabía hacer el signo de la cruz. Luego, después de varios intentos infructuosos de que me aceptaran en casa de otros campesinos, me entregó a un granjero llamado Makar.

Makar vivía con su hijo y su hija en una finca alejada del resto de la población. Aparentemente, su esposa había muerto hacía mucho tiempo. Ni siquiera a él le conocían muy bien en la aldea. Había llegado hacía pocos años y le trataban como a un forastero. Pero circulaban rumores de que evitaba a los demás porque pecaba tanto con el muchacho que pasaba por hijo como con la chica que pasaba por hija.

Makar era bajo y robusto, y de cuello fornido. Sospechaba que yo fingía ser mudo para no traicionar mi pronunciación gitana, y a veces irrumpía por la noche en el pequeño desván donde yo dormía y trataba de arrancarme un grito de miedo. Despertaba temblando y abría la boca como un polluelo que reclama alimentos, pero de mi garganta no brotaba ningún sonido. Makar me observaba atentamente y parecía desilusionado. Después de repetir la prueba en varias ocasiones se dio finalmente por vencido.

Antón, su hijo, tenía veinte años. Era un pelirrojo de ojos claros, sin pestañas. En la aldea gozaba de tan pocas simpatías como su padre. Cuando alguien le hablaba, miraba a su interlocutor con indiferencia y después le volvía la espalda en silencio. Le llamaban
Codorniz
, porque su hábito de limitarse a los soliloquios y de no responder a las otras voces lo emparentaba con esa ave.

También estaba la hija Ewka, un año más joven que Codorniz. Era alta, rubia y delgada, con pechos semejantes a peras aún no maduras y caderas que le permitían deslizarse fácilmente entre las estacas de una cerca. Ewka nunca acudía a la aldea. Cuando Makar iba con Codorniz a las poblaciones vecinas, a vender conejos y pieles de estos animales, se quedaba sola. Anulka, la curandera de la comarca, la visitaba alguna que otra vez.

Los aldeanos no querían a Ewka. Decían que tenía un ariete en los ojos. Se reían del bocio que empezaba a desfigurarle el cuello, y de su voz ronca. Afirmaban, también, que en su presencia las vacas perdían la leche, y que ésa era la causa por la que Makar sólo criaba conejos y cabras.

Muchas veces les oí comentar a los campesinos la conveniencia de expulsar del pueblo a la extraña familia de Makar, y de quemar después su casa. Pero Makar no hacía caso de estas habladurías. Siempre llevaba en la manga un largo cuchillo, y podía arrojarlo con tanta puntería que en una oportunidad clavó una cucaracha a la pared, lanzándolo desde cinco metros de distancia. Y Codorniz llevaba un granada de mano en el bolsillo. La había encontrado en poder de un guerrillero muerto y siempre amenazaba a la persona y la familia de cualquiera que pudiera molestarle a él, a su padre o a su hermana.

Makar tenía en el patio trasero un alsaciano bien adiestrado, al que llamaba
Ditko
. Las jaulas de los conejos estaban distribuidas por hileras en los cobertizos que rodeaban el patio, y sólo las separaba una tela metálica. Los conejos se olfateaban y se comunicaban mientras Makar podía vigilarlos a todos con una sola mirada.

Makar era un experto en conejos. En sus jaulas guardaba muchos ejemplares magníficos, tan caros que ni siquiera los campesinos más ricos podrían haberse permitido el lujo de criarlos. En la granja tenía cuatro cabras y un macho cabrío. Codorniz era quien se encargaba de cuidar esos animales, de ordeñarlos y de apacentarlos, y a veces se encerraba con ellos en el establo. Cuando Makar volvía a casa después de haber hecho una buena venta, él y su hijo se emborrachaban y se iban al cobertizo de las cabras. Ewka insinuaba maliciosamente que allí se estaban divirtiendo. En esas ocasiones, ataban a
Ditko
cerca de la puerta para que nadie pudiera acercarse.

Ewka no quería a su hermano ni a su padre. A veces se quedaba varios días dentro de la casa, porque temía que Makar y Codorniz la obligaran a pasar toda la tarde con ellos en el establo de las cabras.

A Ewka le gustaba tenerme cerca mientras cocinaba. Le ayudaba a pelar las hortalizas, acarreaba leña y sacaba las pavesas.

En ciertas ocasiones me pedía que me sentara cerca de sus piernas y que se las besara. Me aferraba a sus delgadas pantorrillas y empezaba a besarlas muy lentamente desde los tobillos, primero con un suave roce de los labios y delicadas caricias a lo largo de los músculos tensos, para luego besar el terso hueco de debajo de la rodilla y continuar subiendo por los blancos muslos aterciopelados. Le levantaba gradualmente la falda. Ella me urgía con golpecitos sobre la espalda, y yo apresuraba el proceso, besando y mordisqueando la carne blanda. Cuando llegaba al tibio montículo, el cuerpo de Ewka empezaba a temblar espasmódicamente. Deslizaba frenéticamente los dedos entre mi pelo, me acariciaba el cuello y me pellizcaba las orejas, con un jadeo cada vez más acelerado. Luego apretaba fuertemente mi rostro contra su ser, y después de un momento de trance se dejaba caer contra el respaldo del banco, exhausta.

También me gustaba lo que ocurría a continuación. Ewka se sentaba en el banco, colocándome entre sus piernas abiertas, abrazándome y acariciándome, besándome en el cuello y la cara. El pelo seco y enmarañado le caía sobre la cara mientras yo miraba el fondo de sus ojos claros, y un intenso rubor se extendía desde su rostro hasta su cuello y sus hombros. Mis manos y mi boca revivían. Ewka se estremecía y respiraba más profundamente, su boca se enfriaba y sus manos trémulas me atraían contra su cuerpo. Cuando oíamos que se acercaban los hombres, Ewka escapaba a la cocina, arreglándose el pelo y las faldas, mientras yo corría a las conejeras para administrar a los animales la comida de la noche.

Más tarde, cuando Makar y su hijo ya dormían, Ewka me traía la cena, que yo devoraba de prisa mientras ella yacía desnuda junto a mí, acariciándome ansiosamente las piernas, besándome el pelo, quitándome precipitadamente las ropas. Nos acostábamos juntos y Ewka ceñía fuertemente su cuerpo contra el mío, pidiéndome que la besara y la succionara, aquí, allá. Yo me plegaba a todos sus deseos y hacía las cosas más diversas, aunque fueran dolorosas o me parecieran absurdas. Los movimientos de Ewka se trocaban en espasmos y se convulsionaba debajo de mí; luego era Ewka quien me montaba, o me pedía que me sentara sobre ella, me estrujaba ávidamente, me clavaba las uñas en la espalda y los hombros. Pasábamos casi todas las noches así, adormeciéndonos a ratos, y volviendo a despertar para ceder a sus deseos desenfrenados. Todo su cuerpo parecía atormentado por erupciones y tensiones internas y secretas. Se tensaba como una piel de conejo puesta a secar sobre una tabla, y después se relajaba nuevamente.

A veces Ewka venía a buscarme a las conejeras, durante el día, cuando Codorniz estaba a solas con las cabras y Makar aún no había vuelto a casa. Saltábamos la cerca juntos y desaparecíamos entre los altos trigales. Ewka marchaba delante y elegía un escondite seguro. Nos acostábamos sobre la tierra erizada de rastrojos, y Ewka me incitaba a desvestirme más de prisa, tironeando impacientemente de mis ropas. Me tendía sobre ella y trataba de satisfacer sus múltiples caprichos, mientras las pesadas espigas de trigo se rizaban sobre nosotros como las ondas de un estanque sereno. Ewka se dormía durante un rato. Yo contemplaba el río dorado del trigal y veía los moscardones que se mecían tímidamente en los rayos del sol. Más arriba, las golondrinas portaban la promesa del buen tiempo con sus intrincados revoloteos. Las mariposas aleteaban en despreocupada persecución mutua, y un halcón solitario se cernía en las alturas como una advertencia eterna, a la espera de una cándida paloma.

Yo me sentía seguro y feliz. Ewka se movía en sueños, su mano me buscaba instintivamente, y al aproximarse a mí doblaba los tallos del trigo. Me arrastraba hasta ella, me abría paso entre sus piernas y la besaba.

Ewka trataba de transformarme en un hombre. Me visitaba por la noche y me cosquilleaba las partes, insertándoles dolorosamente pajitas finas, estrujando, lamiendo. Me sorprendió experimentar algo que no había conocido antes; empezaron a suceder cosas sobre las que no ejercía ningún control. Todavía era espasmódico e imprevisible, a veces rápido, a veces lento, pero sabía que ya no podría detener esa sensación.

Cuando Ewka se dormía a mi lado, murmurando entre sueños, yo pensaba en todo eso mientras escuchaba los ruidos que hacían los conejos alrededor de nosotros.

No había nada que no estuviera dispuesto a hacer por Ewka. Olvidé mi destino de gitano mudo condenado a la hoguera. Dejé de ser un duende hostigado por los pastores, un duende que arrojaba maleficios sobre niños y animales. En sueños me convertía en un hombre alto, apuesto, de tez blanca y ojos azules, con una cabellera del color de las pálidas hojas otoñales. Me convertía en un oficial alemán de uniforme negro, ceñido. O en un cazador de pájaros, familiarizado con todos los senderos secretos de los bosques y las marismas.

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