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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (45 page)

BOOK: El paladín de la noche
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—Y me encuentro con una criatura de Sul que te llama Oscuro Amo. Tal vez la princesa tiene razón, después de todo —prosiguió Usti, y miró a Mateo estrechando suspicazmente sus párpados—. ¡Nos has traicionado, pasándote al lado de la oscuridad!

—¡No, no! ¡No lo he hecho! —se defendió Mateo bajando la voz—. ¡Confía en mí, Usti! ¡Dile a Zohra que confíe en mí! ¡Y no le hagas daño alguno! Tengo un plan…

Alguien llamó a la puerta. Mateo se encogió.

—¿Quién es? —consiguió responder con una voz que esperaba sonase como si acabara de despertarse.

—Traigo comida y bebida para tu desayuno —fue la respuesta.

—¡Sólo… sólo un momento!

Mateo no podía demorarse en abrir. Moviéndose despacio hacia la puerta, habló apresuradamente al djinn, quien ya estaba empezando a desvanecerse.

—¡Dile a Zohra que tenga fe en su dios! ¡Él está con ella!

Usti parecía dudarlo.

—Le transmitiré el mensaje —dijo con aire hosco— si tengo oportunidad. La bruja ya se la ha llevado y está iniciando cierto proceso de purificación…

Se oyó el ruido de la llave en la cerradura; la puerta comenzó a abrirse.

—¡No ejecutes la orden de Zohra! —rogó Mateo al evanescente humo—. ¡No hasta que todo esté perdido!

Pero ya sólo habló al aire vacío. Suspirando, apenas miró al esclavo que entraba con una bandeja cargada de comida. Pero sí notó la presencia de un Paladín Negro montando guardia fuera de la habitación y supo que ya no tendría más oportunidades de moverse libremente por el castillo.

El esclavo depositó la bandeja sobre la mesa y salió sin decir una palabra; Mateo oyó el «clic» de la cerradura. Tenía poco apetito, pero sabía que debía comer para conservar sus fuerzas y se sentó a tomar su sombrío desayuno.

Por encima de él, desde las sombras del techo, el diablillo contemplaba golosamente al joven brujo.

«De modo que tienes un plan, ¿no? Estás pensando con demasiada fuerza, humano. Puedo ver tus pensamientos. Creo que mi Príncipe los encontrará de lo más interesantes…»

Capítulo 15

Auda ibn Jad abrió su ventana al aire de la noche y sintió a éste soplar con frescor contra su piel acalorada y febril de anticipada excitación. Tocado por el vago olor sulfúreo del volcán dormido, el viento levantó el negro cabello que le caía hasta los hombros y avivó la piel de su pecho y brazos desnudos. Se recreó en la sensación; después, volviéndose hacia su habitación, se bañó, temblando con el frío del aire, y tras ataviarse con su armadura negra, se puso encima los negros hábitos de terciopelo. Examinándose con ojo crítico en el espejo, comprobó si había el menor fallo, consciente de que los ojos de su Señor serían difíciles de complacer aquella noche. Se atusó la negra barba que recorría su fuerte mandíbula, cepilló sus mojados cabellos negros para que brillasen y los ató por detrás de su cabeza con una cinta negra. El bigote que crecía sobre su labio superior trazaba dos finas líneas descendentes hacia cada lado de su boca y bajaba hasta su barbada barbilla como un delgado río negro. Su pálido rostro aparecía teñido por un inusual flujo de sangre bajo la piel y sus ojos negros centelleaban a la luz. «Debo calmarme. Esta excitación es profana e irreverente», se dijo, arrodillándose sobre el frío suelo de piedra. Auda juntó las manos en oración y procuró un sosegado reposo a su alma perdiéndose en sagrada meditación. En torno a él, el castillo estaba anormalmente quieto y silencioso. Todos se hallaban solos en sus habitaciones, preparándose para el gran acontecimiento con oraciones y ayuno. Permanecerían en ellas hasta que llegara la hora de la congregación. Once veces repicaría la campana convocándolos a la Sacristía.

Faltaba todavía una hora para eso. Ibn Jad se puso en pie, concluidas sus oraciones. Su mente estaba clara y su acelerado pulso latía otra vez lenta y uniformemente. Tenía un asunto importante que atender antes de la congregación. Haciendo el menor ruido posible con sus botas para no molestar a los demás en su santa soledad, Ibn Jad salió de su habitación y abandonó los refugios superiores del castillo para descender hasta las cámaras que se hallaban bajo la superficie de la tierra.

Había visto al Maestro de Vida aquella mañana. Exhausto por no haber dormido en todo el día y toda la noche, el nombre iba camino de su habitación para tomar un bocado (la restricción del ayuno era sólo requisito de los caballeros) y después una siesta de unas pocas horas. Un ayudante a quien él estaba enseñando sus abominables artes se había quedado a cargo del califa.

—El nómada es un hombre fuerte, Ibn Jad —había dicho el Maestro de Vida con su enorme cabeza balanceándose sobre su delgadísimo cuello—. Sabes escoger. Se hará de noche antes de que podamos domarlo.

—El único hombre vivo que me ha superado jamás —repuso Auda ibn Jad recordando a Khardan en el saqueo de la ciudad largos meses atrás—. Quiero el vínculo de sangre con él.

El torturador asintió con la cabeza, como si aquello no lo sorprendiera.

—Ya me lo imaginaba. He oído lo de Catalus —añadió en voz baja—. Mis condolencias.

—Gracias —dijo gravemente Ibn Jad—. Murió por la causa, derramando la maldición de sangre sobre el sacerdote que pretende gobernarnos a todos. Pero ahora estoy sin hermano.

—Hay muchos que se sentirían honrados de hermanarse contigo, Paladín —dijo el Maestro de Vida con acento emocionado.

—Lo sé. Pero el destino de este hombre y el mío están ligados. Así me lo dijo la Maga Negra y así lo sentí en mi corazón desde el momento en que nos miramos el uno al otro en la ciudad de Kich.

El torturador no dijo nada más. Si la Maga Negra había dado su opinión al respecto, no había más que decir…, al menos, no si uno deseaba permanecer sano.

—El momento crítico llegará esta noche. El dolor y la angustia lo habrán arrastrado casi hasta la muerte. Debemos tener cuidado de que no se nos vaya —dijo el Maestro de Vida con el aire modesto de quien ha dominado un arte delicado—. Ven a los diez toques de campana. El vínculo será más fuerte si es tu mano la que lo aleja de la muerte.

Los últimos toques de la campana de hierro estaban justo desvaneciéndose cuando Auda ibn Jad entró en la terrible cámara del Maestro de Vida.

Khardan se hallaba ya en lo último de su resistencia vital. Ibn Jad, quien había asesinado a incontables semejantes, no podía mirar el torturado cuerpo del nómada sin sentir encogerse su estómago. Los recuerdos de su propia conversión a Zhakrin, de su propio sufrimiento y tormento en aquella misma cámara, abrasaban la bendita y deliberada negrura del olvido. Auda había visto a otros soportar aquel mismo destino sin que ello le hiciese volver a recordar aquel tiempo pasado. ¿Por qué? ¿Por qué ahora?

Con la cara pálida, un gusto amargo en la boca y el cuerpo cubierto de sudor frío, el Paladín Negro se recostó desfallecidamente contra la pared, incapaz de arrancar su mirada de aquel hombre moribundo que yacía fláccidamente en el suelo. Khardan ya no estaba encadenado. Ya no le quedaba suficiente energía para escapar ni combatir a su atormentador.

El Maestro de Vida, ocupado en su trabajo, dirigió una mirada a Ibn Jad.

—Ah —dijo en voz baja—, el vínculo está comenzado ya.

—¿Qué… qué quieres decir? —preguntó Ibn Jad con voz ronca.

—El dios te ha devuelto el recuerdo que una vez él benditamente te quitó. Vuestras almas comparten el dolor, del mismo modo que vuestros cuerpos pronto compartirán la sangre.

Dejándose caer de rodillas, Ibn Jad inclinó la cabeza dando gracias a Zhakrin, pero su cuerpo se contrajo y a punto estuvo de lanzar un grito cuando el Maestro de Vida lo cogió del brazo.

—¡Ven! —dijo con urgencia el torturador—. ¡Es el momento!

Auda se aproximó a Khardan. El rostro del nómada estaba ceniciento y con los ojos hundidos. El sudor brillaba en su piel y, mezclado con la sangre, corría en riachuelos por todo su cuerpo.

—¡Llámalo! —ordenó el Maestro de Vida.

—Khardan —dijo Ibn Jad con una voz que temblaba en contra de su voluntad.

Los párpados del nómada se movieron casi imperceptiblemente; su boca hizo una temblorosa inhalación.

—¡Otra vez!

La voz del Maestro de Vida era insistente, temerosa.

—¡Khardan! —llamó Auda elevando la voz con alarma, como si gritase a alguien que está a punto de caminar ciegamente hasta el borde de un precipicio—. ¡Khardan! —repitió Ibn Jad levantándole una fláccida mano que estaba ya desprovista del calor de la vida—. ¡Lo estamos perdiendo! —susurró colérico.

—¡No, no! —replicó el Maestro de Vida, con su cabeza agitándose de aquí para allá con tanta rapidez que parecía que iba a salir volando de su frágil y delgado cuello—. ¡Hazle invocar el nombre de Zhakrin!

—¡Khardan! —insistió Ibn Jad—. Ruega al dios…

—¡Mira, te oye! —dijo el torturador con lo que Ibn Jad distinguió era un tono de alivio.

El Paladín Negro miró al hombre con frialdad, mostrando un evidente desagrado, y el Maestro de Vida se amedrentó ante la cólera de Auda.

Pero Ibn Jad no tenía tiempo para dedicar al torturador. Los párpados de Khardan titilaron y se abrieron. Rodeados de círculos carmesíes, y con sus pupilas dilatadas, los ojos del nómada se quedaron mirando a Auda sin el menor signo de reconocimiento.

—¿Dios? —dijo con voz inaudible, desplazando con su levísimo hálito la ensangrentada espuma que le cubría los labios—. Sí, ya… recuerdo, Mateo…

Sus palabras se perdieron en lo que Ibn Jad temió fuese su última exhalación. El Paladín Negro agarró con fuerza la mano del califa.

—¡Invoca al dios y te salvará, Khardan! ¡Ofrécele tu alma a cambio de tu vida y terminará tu suplicio!

—Mi alma…

Los ojos de Khardan se cerraron. Sus labios se movieron y, luego, se quedaron inmóviles. La cabeza se desplomó hacia adelante y descansó sobre su pecho.

—¿Qué ha dicho? —preguntó severamente Ibn Jad el torturador.

—Ha dicho… «Zhakrin, quédate con mi vida».

—¿Estás seguro? —repuso Ibn Jad frunciendo el entrecejo.

Él había oído las palabras «quédate con mi vida», pero no había podido distinguir el nombre del dios a quien el hombre se dirigía.

—¡Desde luego! —se apresuró a responder el Maestro de Vida—. ¡Mira! ¡Las arrugas de dolor de su cara se están relajando! ¡Ha inspirado profundamente! ¡Está durmiendo!

—Ciertamente, la vida retorna a él —asintió Ibn Jad, sintiendo aumentar el calor de la mano que sostenía y viendo el color afluir a sus exangües mejillas—. ¡Khardan! —llamó con tono suave.

El nómada se movió y levantó la cabeza. Luego abrió los ojos y miró atónito a su alrededor. Su mirada se fue hacia el Maestro de Vida y después hacia Ibn Jad. Los ojos de Khardan se estrecharon con evidente desconcierto.

—To… todavía estoy aquí —murmuró.

«Una extraña reacción», pensó Ibn Jad. Aunque aquél era un hombre poco común. Jamás había visto a nadie encontrarse tan cerca de la muerte y, después, tener la fuerza de volver atrás.

—¡Alabado sea Zhakrin! —exclamó Ibn Jad observando de cerca la reacción del hombre.

—Zhakrin… —exhaló Khardan y luego sonrió, como si de pronto recordase algo—. Sí, alabado sea Zhakrin.

Poniéndose en pie con dificultad, el Maestro de Vida se fue hasta una mesa cercana y regresó con un afilado cuchillo cuya hoja aparecía teñida ya de sangre seca. Al verlo, los ojos de Khardan centellearon y sus labios se apretaron.

—No tengas miedo…, hermano mío —dijo con suavidad Auda.

Khardan lo miró interrogativamente.

—Hermano —repitió Ibn Jad—. Ahora eres ya un Paladín Negro. Uno que sirve a Zhakrin en la vida y la muerte, y por consiguiente eres mi hermano. Pero yo deseo ir más allá. He solicitado que tú y yo nos unamos mezclando nuestra sangre.

—¿Qué significa eso? —preguntó Khardan con voz apagada, intentando incorporarse y con la cara desencajada de dolor por el movimiento.

—Vida por vida, nos debemos el uno al otro. El honor nos compromete a acudir en defensa del otro siempre que podamos, o a vengar su muerte cuando no podamos. Tus enemigos son mis enemigos y mis enemigos son los tuyos a partir de ahora.

Tomando el cuchillo de la mano del Maestro de Vida, el caballero se efectuó un corte en su propia muñeca que hizo brotar profusamente la sangre. Después, cogió el brazo de Khardan, le practicó otro corte y apretó su brazo contra el del nómada.

—«Desde mi corazón al tuyo, desde el tuyo al mío. La sangre del uno entra a fluir en el cuerpo del otro. Nuestro vínculo es más estrecho que el de dos hermanos de nacimiento». Ahora, repite tu el juramento.

Khardan se quedó mirando dubitativamente a Ibn Jad durante largos momentos. Los labios del califa se separaron, pero no dijo nada. Su mirada se fue hacia los brazos de ambos, pegados el uno contra el otro: el brazo de Auda ibn Jad, fuerte y de blanca piel, con sus venas y tendones claramente visibles contra los firmes músculos, y el brazo de Khardan, debilitado por la forzada inactividad de los últimos meses, manchado de sangre, suciedad y sudor.

—Rechazar este honor constituiría un grave insulto al dios que te ha devuelto la vida —señaló el Maestro de Vida al ver vacilar al nómada.

—Sí —murmuró Khardan, que parecía cada vez más confuso—. Supongo que así sería.

Y, lenta y entrecortadamente, repitió el juramento.

Auda ibn Jad sonrió satisfecho y, poniendo su brazo entorno a la desnuda espalda de Khardan, lo ayudó a ponerse en pie.

—Vamos. Te llevaré a tu habitación donde podrás descansar. La Maga Negra te dará algo para aliviar la quemazón de tus heridas y ayudarte a dormir…

—No —dijo Khardan reprimiendo un grito de dolor y, con las gotas de sudor acumulándose sobre su labio superior, añadió—: Debo estar presente… en la ceremonia.

Auda ibn Jad reflejó en el rostro su aprobación pero, lentamente, sacudió la cabeza.

—Comprendo tu deseo de compartir este momento de nuestra victoria, pero estás demasiado débil, hermano mío…

—¡No! —insistió Khardan con los dientes apretados—. ¡Estaré allí!

—El dios me libre de poner obstáculos a tu noble coraje —dijo Ibn Jan—. Yo tengo un bálsamo que ayudará a aliviar algo el dolor, y un vaso de vino hará el resto.

Khardan no tenía aliento para responder, pero hizo un gesto de asentimiento. El Maestro de Vida puso una tela negra sobre su cuerpo desnudo y, apoyándose sobre Auda ibn Jad, el califa, débil como un bebé, se dejó conducir fuera de aquella cámara de renacimiento.

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