Read El principe de las mentiras Online

Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

El principe de las mentiras (5 page)

BOOK: El principe de las mentiras
13.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Oh, no —susurró Perdix—. Él no. Ahora no.

Torm el Veraz avanzó hacia Cyric. Su armadura resonaba al andar, y los sonidos eran repetidos por el eco sobre las paredes como lejanos cañonazos. Al lado de Gwydion, Torm se detuvo y se quitó el yelmo. La sombra jamás había visto un joven guerrero de tan perfecta apostura. La luz de la rectitud le brillaba en los ojos azules, y su mandíbula reflejaba un valor inquebrantable.

—Libera a esta alma —ordenó Torm—. La atrajiste a tu reino con ilusiones y perfidia. Pusiste fin a su vida con engaño.

El señor de los Muertos se recostó en su asiento e hizo una mueca de desprecio.

—Oh, vamos, Torm. Supongo que no has hecho este viaje al Hades por un mísero gusano. Tienes gigantes más grandes que matar. ¿No es ésa la expresión que circula entre tus tormitas?

—Tormianos —corrigió el dios del Deber con gesto severo—. Y el destino de Gwydion es razón suficiente para traerme a tu detestable corte. Él me invocó y yo respondo a su plegaria.

Un grito de alivio salió de los labios de Gwydion.

—Gracias, santidad, sabía que no dejarías a un fiel...

—No te deshagas en alabanzas todavía —lo interrumpió Cyric taimadamente—. A Torm no le importa lo más mínimo tu alma. Tiene poder suficiente para entrar en mi ciudad sin invitación sólo porque tú pronunciaste su nombre. Le has dado una razón muy conveniente para presentarse en mi casa sin ser bienvenido.

La ira que Torm había estado tratando de contener se desbordó. Alzó un puño cubierto de malla y amenazó con él al Príncipe de las Mentiras.

—Tengo un deber para con mis fieles. Los hombres me llaman Torm el Veraz porque valoro la lealtad por encima de todo. Me llaman...

—Te llaman Torm el Valiente porque eres lo bastante tonto como para recortar tus pérdidas y abandonar una lucha perdida —dijo Cyric entre dientes—. Me conozco muy bien la letanía. Se la repetí con bastante sentido dramático a Gwydion en Thar no hace mucho tiempo.

Torm dio un paso amenazador hacia Cyric, que todavía no se había levantado de su asiento.

—Llegamos rápidamente al meollo de la cuestión. Eso no es propio de ti.

—Ah, vienes aquí para informarme de que no te halaga mi representación —se rió el Príncipe de las Mentiras—. Pues te aseguro que fue muy buena. Además de la espada, te imité hasta en los menores detalles. —Se puso de pie y se estiró—. Sin embargo, te voy a dar una oportunidad de salvar a esta pobre alma engañada.

—¿Admites tus pecados? —preguntó Torm entornando los ojos con aire de desconfianza—. ¿Es Gwydion libre de marcharse?

—Yo no admito nada —replicó Cyric—. Pero te daré una oportunidad para rescatar a este supuesto tormita. —Apartó a Af de un puntapié y alzó a Gwydion por los grilletes—. Sin embargo, antes de que lo acojas bajo tu ala, debes convencerme de que tendrá un lugar entre tus fieles. No puedo dejar salir un alma de mi reino sin esa garantía.

—Si no conmigo —empezó Torm—, entonces con...

—No puedes hablar por los demás dioses, Torm. Me sorprende que tengas la osadía de intentarlo.

El dios del Deber se ruborizó y miró fijamente a Gwydion.

—Puedo ofrecerte un santuario —dijo—, pero sólo si eres realmente uno de mis fieles. ¿Estás dispuesto a demostrar tu devoción por mí?

La sombra dio un paso al frente, apartándose de los horribles engendros y del siniestro y silencioso senescal.

—Por supuesto —respondió.

Torm estiró los dedos y extendió las manos con la palma hacia abajo. El mortecino resplandor que entraba por las ventanas permitió ver multitud de diminutas runas talladas en sus guanteletes: en la derecha, la palabra que significaba deber en todos los idiomas conocidos; en la izquierda, lo mismo con respecto a la palabra lealtad.

Se murmuraba que Torm podía ser destruido si se perdían todas esas palabras. Para evitar ese desastre, algunos novicios tormianos pasaban su primer año de servidumbre secuestrados en diminutas celdas donde repetían una de las palabras que significaban deber o lealtad a modo de mantra durante todas sus horas de vigilia. Los más devotos incluso las seguían repitiendo en sueños.

—Lee cualquier palabra de uno de mis guanteletes —dijo Torm en tono solemne.

Gwydion miró la armadura entrecerrando los ojos y a continuación desvió la mirada al dios del Deber.

—Yo... no veo nada escrito, santidad.

Una tristeza auténtica llenó los ojos de Torm.

—El pacto que tengo con mi Iglesia es claro, Gwydion el Veloz. No puedo aceptar tu alma si no eres capaz de pasar esta sencilla prueba. —La ira volvió a aparecer y relumbró ferozmente. Se enfrentó a Cyric—. Vas a pagar por esto. Me encargaré de ello.

El Príncipe de las Mentiras le dio la espalda al dios de la armadura y se dirigió lentamente hacia su asiento.

—Af, Perdix, llevaos a Gwydion y pegadlo a la pared. Vigiladlo hasta que os vuelva a llamar.

Silenciosamente, Gwydion miró a Torm pidiendo ayuda, pero el dios del Deber hizo un gesto negativo con la cabeza. La sombra sintió que morían todas sus esperanzas. Inclinando la cabeza, dejó que los engendros se lo llevaran sin oponer resistencia.

Tan pronto como el prisionero hubo abandonado la estancia, Cyric despidió a Torm con un gesto displicente de la mano.

—Ve e informa al Círculo sobre su castigo. Sé perfectamente que la pared está reservada a los que no tienen fe. He colocado al gusano allí por un motivo: quiero que recuerdes por toda la eternidad que le pusiste las cosas más difíciles por meter la nariz donde no debías.

—La ley que rige...

—Mis caprichos son ley en la Ciudad de la Lucha —le soltó Cyric—. Harías bien en recordar eso, especialmente porque estás yendo demasiado lejos. Podría ocurrírseme llamar a varios
cientos de amigos
abismales para que te escoltaran hasta la salida...

—¡Me estás amenazando! —El dios del Deber se transformó y sus agraciadas facciones se volvieron leoninas—. Podría matar a cuantos seres abismales fueras capaz de invocar en tu morada infernal —rugió.

—Pero eso te mantendría ocupado algún tiempo —se burló Cyric—. El tiempo suficiente para que yo visitara tus iglesias haciéndome pasar por ti y desatara una guerra santa. Tampoco tendrías poder para detenerme. Después de todo, Torm, tú eres sólo un semipoder.

Torm se dirigió al extremo de la biblioteca. Su rostro leonino estaba crispado en una mueca airada. La melena dorada se le arremolinaba formando un halo en torno a la cabeza.

—No eres digno de ser considerado un poder mayor. —Dicho esto, desapareció en un destello de luz azulada.

«El Tonto tiene suerte de no saber hasta qué extremo eres peligroso, magnificentísimo señor»
, apuntó Jergal.

Cyric volvió a sacar su espada corta y se quedó mirando intensamente la hoja carmesí.

—Si lo supiera, me habría limitado a tratar con él como lo hice con Bhaal, Myrkul y Leira. De hecho, podría matarlo de todos modos. Mi espada le ha tomado el gusto a la sangre de dioses. —Deslizó la mano con suavidad por la hoja—. ¿No es cierto, amor mío?

«Sólo cuando es sangre derramada por ti»
, ronroneó en su mente una seductora voz femenina. El espíritu de la espada se contoneó con satisfacción en el fango de la conciencia de Cyric, tan oscuro y cruel como cualquiera de las ideas corruptas que pululaban en la mente del dios de la Muerte.

2. El libro de las mentiras

Donde la versión tricentésimo nonagésimo séptima de un libro donde se cuenta la vida de Cyric es objeto de una revisión radical para desesperación de los copistas e iluminadores de la Torre de Zhentil

Bevis llevaba quince años como iluminador y no podía recordar ni un instante en que hubiera disfrutado de su trabajo. Detestaba las perpetuas manchas de tinta de sus dedos. Las pinturas de olor acre le hacían llorar los ojos y al finalizar cada día de trabajo invariablemente tenía la mano acalambrada. El problema era que Bevis no tenía otras habilidades que pudiera explotar legalmente, y mucho menos el valor necesario para abrirse camino en el submundo enorme y floreciente de Zhentil Keep. De modo que así transcurrían sus días, proveyendo de ilustraciones artísticas a aburridas colecciones de sermones, tediosos relatos de batallas locales y pomposas autobiografías de jefes de gremios que esperaban comprarse un lugar en la historia zhentilesa. Algo menos aburrido le resultaba el trabajo que hacía en los penitenciales. Esos libros contaban las penitencias impuestas por diversos pecados y por lo general contenían escenas vividas de engendros torturando a las almas en la Ciudad de la Lucha, por si el fiel tenía necesidad de que le recordaran cuáles eran las penas por andar ganduleando. Como el resto de las miniaturas que dibujaba Bevis, las horrorosas imágenes tenían su origen en un libro de modelos. De todos modos, copiar engendros era más interesante que reproducir reiteradamente el símbolo santo de Máscara en papel barato destinado a las notas esporádicas del gremio de los ladrones.

El libro adjudicado en ese momento al poco inspirado Bevis había atraído su atención con más intensidad incluso que el más espantoso penitencial. Había sido contratado por la Iglesia de Cyric para limpiar los cuadernillos de páginas acabadas antes de que pasaran al encuadernador. A pesar de la misteriosa escasez de copistas e iluminadores de Zhentil Keep, los clérigos le habían dicho a Bevis con muy poco tacto que sus habilidades no estaban a la altura necesaria para hacer los bordes ni el miniado de esta importante obra. Después de revisar las primeras páginas, se sintió inclinado a darles la razón.

El pergamino era el más fino que hubiera visto jamás, delgado y flexible y con una textura perfecta para trabajar con la tinta y la pintura. Unos títulos ornamentados escritos con tinta roja indicaban cuál era la intención de cada sección. Extrañas franjas de engendros bestiales rodeaban el texto, aparentemente advirtiendo al lector timorato del contenido que guardaban. Grandes cuadrados tratados con pan de oro servían de fondo para las miniaturas. Los más elaborados representaban ciudades sitiadas por monstruos sobrenaturales y a los dioses en el momento de ser expulsados de los cielos.

—Ah, la Era de los Trastornos —susurró el iluminador, y a continuación pasó los ojos inquieto por el lugar lleno de oscuros recovecos en el que trabajaba.

Hacía rato ya que los sacerdotes se habían retirado al calor del templo, dejando a Bevis solo en las criptas. Un círculo de braseros dibujaba un amplio arco de luz alrededor de él, pero todavía tenía la desagradable sensación de que alguien acechaba desde donde no podía verlo. Sin embargo, después de escudriñar la oscuridad durante un rato, el iluminador decidió que era una tontería. Estaba solo. Los sacerdotes jamás se enterarían de que había desobedecido sus órdenes estrictas y leído una parte pequeñísima del libro.

«La ira de Ao» era el título en nobles y grandiosos caracteres de la página que tenía ante los ojos. En esa sección se describía cómo el señor supremo de los dioses, furioso por el robo de las Tablas del Destino, había desalojado a las deidades de Faerun de sus palacios eternos en los cielos. Los dioses convertidos en mortales se vieron obligados a deambular por el mundo en avatares mortales hasta que se devolvieran las Tablas. A su paso fueron surgiendo el caos y las contiendas. La magia se volvió inestable, los clérigos ya no podían invocar a sus patronos celestiales para curar a los enfermos, la muerte y la violencia se adueñaron incluso de las naciones y ciudades-estado más civilizadas del oeste.

Ésa era la esencia de la historia, y en la década transcurrida desde la Era de los Trastornos se habían escrito docenas de tratados para explicar los calamitosos acontecimientos. Bevis incluso había iluminado uno hacía ya cinco años. No obstante, algo en este relato llamó su interés. Se sintió extrañamente compelido a seguir leyendo. Reuniendo los cuadernillos que tenía ante sí, Bevis los ordenó en una pila de bordes desiguales.

«El robo de las Tablas.» Bien, eso iba antes de la sección que acababa de leer, pensó. «La traición del Gremio.» Esta historia no se limitaba a la Era de los Trastornos. ¡Era sobre Cyric antes de que se convirtiera en un dios! Una niñez en las sombras. «Kelemvor y el rey del invierno.» «El caso del Puente de los Caballeros»...

Sin aliento, Bevis repasó la primera página de cada cuadernillo. Una ilustración mostraba a Cyric en su época de joven ladrón asaltando a un guardia desprevenido en lo alto de las negras murallas de Zhentil Keep. La siguiente introducción hablaba de su primer encuentro con Medianoche, la hechicera que habría de buscar las Tablas del Destino junto con Cyric, el guerrero maldito Kelemvor Lyonsbane, y un sacerdote insustancial llamado Adon. Poco sospechaban Cyric o Medianoche que esa primera noche en Arabel recuperarían las Tablas y serían recompensados por Ao con un lugar entre los dioses.

Una violenta miniatura, deslumbrante por el brillo del oro, llamó la atención de Bevis mientras pasaba al siguiente cuadernillo. El artista había creado una escena macabra con una carnicería en una aldea halfling. Los soldados zhentileses empalaban a mujeres y niños. Las casas y graneros ardían con llamas de oro mientras que las cabezas cortadas de negros ojos contemplaban la escena. Y en el centro de la matanza estaba Cyric, con una corta espada rosácea en sus manos ensangrentadas. Un halo de oscuridad anticipaba su futura divinidad.

La explicación que seguía a la escena de la matanza simplemente anunciaba el tema: «Robles Negros y
Godsbane
».

Sucedió así que Cyric se libró de la compañía de esa ramera de Medianoche, del presumido Adon de Sune y del maldito soldado Kelemvor Lyonsbane. En los días que siguieron reunió en torno a sí a un pequeño grupo de zhentileses e hizo que lo acompañaran en su ascensión como profetas. Atravesó las Tierras Centrales con estos soldados, eliminando a todo aquel que se oponía a su visión de un mundo libre de la hipocresía de la Ley y el Honor.

La sangre de los reyes poco convencidos bañó sus espadas, los cerebros de sabios necios salpicaron sus armaduras. No obstante, cada cabeza cortada o corazón arrancado ganaba un par de heraldos para la causa de Cyric. En los reinos mortales, los cadáveres corrompidos renunciaron a sus amenazas contra su grandeza con gritos silenciosos y caras paralizadas por el terror. En el Hades y en los demás reinos celestiales, las almas recién liberadas llegaron con una proclamación: Preparaos porque viene un dios que hará de todo el vasto mundo su dominio.

Una vez difundido su mensaje y cuando la gente se dio cuenta de que sólo podía ganarse la libertad mediante el Poder, Cyric se vio aclamado como héroe conquistador en muchas ciudades y pueblos. Pusieron guirnaldas al cuello de sus hombres y se celebraron abundantes festines en su honor.

Sin embargo, algunos reductos aislados, como la aldea halfling Robles Negros, permanecían ciegos a la gloria de Cyric. Las necias criaturas que habitaban en Robles Negros lo rechazaron y amenazaron con invocar la ira de los débiles iconos a los que honraban. Incluso entonces, un mes antes de su ascenso desde la cima del monte Aguas Profundas, Cyric hizo saber que alguien de su grandeza no toleraría semejantes insultos.

Con fuego y acero, borró Robles Negros de la faz de Faerun. Mientras sus zhentileses quemaban las endebles viviendas, Cyric reunió a los halflings y los decapitó, uno por uno. Las cabezas fueron colocadas en hileras perfectas, como coles boquiabiertas y ensangrentadas que esperasen el momento de la recolección; a continuación, Cyric maldijo los montones de hueso y carne condenándolos a una muerte en vida por toda la eternidad. Todavía hoy los cráneos descarnados dan fe de su estupidez a todos cuantos los miran.

Como su espada había quedado mellada por su incansable castigo a los halflings, Cyric buscó otra para reemplazarla. Fue así que liberó una poderosa espada encantada de las manos de el Furtivo, el más grande guerrero de Robles Negros y el único que logró escapar de la aldea aquel día. El espíritu de la espada había quebrantado la voluntad del halfling convirtiéndolo en un esclavo incondicional. Esto no representaba una vergüenza, porque hasta que Cyric la tuvo en su poder la espada rosácea no había sido conquistada jamás. Larga era la lista de soldados y reyes destruidos al tratar de doblegar la espada a su voluntad, pero sólo Cyric tenía poder suficiente para triunfar sobre ella.

La espada rosácea encantada prestó buenos servicios a Cyric, protegiéndolo de los vientos heladores de Marpenothy curando las heridas que recibió en las feroces batallas por las Tablas del Destino. Como recompensa, Cyric le daba sangre. Al igual que todos los que lo servían sin reticencias, la espada recibía lo que más deseaba.

Fane, un oficial zhentilés, fue el primero en dar su vida a la espada. El halfling al que llamaban el Furtivo fue el siguiente. Sin embargo, la esencia de estos hombres quedaría muy pronto a la altura de simples sobras ante los banquetes con los que la espada pronto habría de saciarse.

En el puente de Boareskyr, Cyric mató a Bhaal, patrono de los asesinos, señor del Asesinato. Tan grande fue el caos desatado por la muerte de Bhaal, que las Aguas Sinuosas todavía corren turbias y emponzoñadas desde el puente de Boareskyr hasta el vado de la Garra del Troll. Toda criatura que bebe de esas aguas muere maldiciendo a los que se oponen a Cyric, ya que esa resistencia es inútil, como lo demuestran sin duda las aguas envenenadas.

Bhaal no fue el último de los dioses aniquilados por Cyric. En lo alto de la torre de Khelben Bastón Negro Arunsun, mago conocido como enemigo de Zhentil Keep y de sus agentes, Cyric se enfrentó a sus enemigos unidos, ya que Medianoche se había aliado con Myrkul, el dios de la Muerte caído. Juntos habían tramado un cobarde complot para poner las Tablas del Destino, y por consiguiente la totalidad de Faerun, en manos de esos dioses que habían honrado la Ley y el Bien por encima de todo. Cyric mató a Myrkul por volverse contra sus fieles. Con un solo tajo de su espada encantada cortó en dos al avatar del dios. El cadáver se transformó en cenizas que cayeron sobre Aguas Profundas disolviendo edificios y caminos.

Kelemvor Lyonsbane también murió aquel glorioso día en lo alto de la torre de Bastón Negro, y la traidora Medianoche habría seguido a su amante hacia la destrucción de no haber invocado sus poderes mágicos para escapar de la ira de Cyric. Fue por esta cobardía que el lord Ao ordenó a Medianoche renunciar a su nombre cuando la eligió para ocupar el lugar de la destruida diosa de la Magia. Y fue así que Medianoche se transformó en Mystra.

Fue así también que la corta y rosácea espada encantada pasó a ser conocida como Godsbane, ya que ninguna otra arma en la historia de Faerun había sido usada para abatir poderes que gobiernan por encima de los reinos mortales.

BOOK: El principe de las mentiras
13.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

If Angels Fight by Richard Bowes
Simplicity Parenting by Kim John Payne, Lisa M. Ross
Stirring Attraction by Sara Jane Stone
Diamond Mine by Felicia Rogers
When Totems Fall by Wayne C. Stewart
Grace Grows by Sumners, Shelle
The Dark Stranger by Sara Seale
Beatlebone by Kevin Barry