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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I (12 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I
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—Yo no puedo darte una respuesta clara, Tarod. Esto escapa a mi competencia; soy historiadora, no vidente. Pero me gustaría hacerte una pregunta…

—Hazla —dijo Tarod, perplejo por su vacilación.

—Muy bien. Es simplemente ésta: en todos los años que han pasado desde que llegaste al Castillo y empezaste tu adiestramiento con nosotros, ¿te ha defraudado el Círculo?

Vio reflejarse la respuesta en los ojos verdes de Tarod, sin que éste pudiera hacer nada por ocultarla, y no le dio tiempo a inventar una negativa:

—Durante los primeros tiempos de tu estancia aquí —prosiguió—, llegué a conocerte más de lo que te imaginas. Vi un niño que anhelaba ser parte de algo que creía grande, espléndido y arcano. Y he visto cómo te convertías en un hombre que sigue teniendo el mismo afán, pero que se ha encontrado con que sus héroes no son más que hombres, tan inseguros y vacilantes como él. ¿Soy injusta contigo, hijo mío?

Keridil contuvo el aliento para no protestar contra una franqueza tan brutal, pero los ojos de Tarod se animaron.

—No, Themila. Eres muy perspicaz.

—Entonces contesta sinceramente mi pregunta.

Keridil no pudo contenerse más.

—Themila, ¡esto no tiene nada que ver con la cuestión! —arguyó—. Los sueños, el incidente de hoy…

Themila le interrumpió severamente.

—Sí, Keridil, los sueños. Yo creo, y pienso que Tarod estará de acuerdo conmigo, que los sueños están tratando de decirnos algo que hubiésemos debido comprender hace mucho tiempo. Dime una cosa: ¿cuántos Iniciados alcanzan el séptimo grado? ¿Cuántos lo consiguen a los diez años de empezar su instrucción en el Círculo? ¿Cuántos tendrían capacidad suficiente para alcanzar un grado todavía mayor, si éste existiese?

Keridil la miró fijamente; después miró a Tarod como si le viese claramente por primera vez. Despacio, se pasó la lengua por los labios, repentinamente secos.

—Sí…, sí, empiezo a comprenderte.

—Yo no pretendo saber lo que hay detrás del… digamos, desacostumbrado talento de Tarod —siguió diciendo Themila sin ambages, ahora que había sido aceptada su premisa mayor—. Pero una cosa es cierta: él no tendrá paz en la mente hasta que la haya explorado lo suficiente para saber a donde quiere llevarle. Y en esto debemos ayudarle todo lo que podamos.

—Sí… —Keridil frunció el ceño, todavía no del todo seguro de sí mismo—. Y sin embargo…

—Sin embargo, ¿qué?

La pregunta de Themila era un desafío.

—No lo sé… Tal vez es algo instintivo, pero… tengo la impresión de que hay algo más que esto. Mucho más. —Miró a Tarod, a la luz menguante de la habitación, y supo, por la expresión de su amigo, que había dado en el blanco—. Desde luego, haré todo lo que pueda por ayudarte, pero… no sé si servirá de algo.

Tarod se movió inquieto en la penumbra.

—Sirva o no sirva, os lo agradezco… a los dos.

—Bueno…, tres mentes piensan más que una. —Sin embargo, Keridil no podría desechar la inquietud que acechaba en el fondo de la suya—. Pensaré en ello, Tarod. Tiene que haber una respuesta: una solución al misterio, o una manera de evitar que éste siga atormentándote.

Se hizo un silencio que se prolongó unos momentos; un silencio opresivo. Por fin, lo rompió Tarod.

—Sí —dijo—. Tiene que haber una respuesta, en alguna parte…

Cuando Keridil y Themila se hubieron marchado, Tarod se sentó en su habitación mientras se extinguían las últimas luces de la tarde. Abajo, en el patio, había llegado una caravana de suministros procedente de la provincia de Chaun, pero el ruido de la descarga y las voces de los conductores que se dirigían al comedor no le distraían de sus pensamientos.

Themila había dado en el blanco con su pregunta sobre si el Círculo le había defraudado, aunque Tarod no había hablado nunca de esto directamente a nadie. Pero, al mismo tiempo, ella estaba equivocada, o al menos así lo creía él, al presumir que su frustración era la causa de los sueños. En todo caso, Keridil había acertado más cuando había dicho que había muchas más cosas de las que cualquiera de ellos podía siquiera imaginarse. Pero Tarod estaba convencido de que los mayores esfuerzos de sus amigos (estaba seguro de que harían todo lo posible) no servirían ni para empezar a descubrir el enigma. Y mientras ellos reflexionaban, el espectro de la pesadilla seguía cerniéndose sobre él como una espada suspendida y a punto de caer, contra la que no podía hacer nada. Y después de lo que había ocurrido hoy en el Salón de Mármol, sabía que las fuerzas desconocidas redoblarían su ataque…

La botella de vino que ahora tenía siempre sobre la mesita de noche estaba intacta. Alargó instintivamente una mano para tomar un trago, pero la retiró en seguida. Hasta ahora, el vino no le había dado ningún alivio, y no había motivo para que esto cambiase. Estaba cansado; el alimento que Grevard y Themila se habían empeñado en hacerle consumir le había fortalecido, pero las noches siempre intranquilas seguían produciendo en él terribles efectos.
Si pudiese dormir sin soñar
… Pero esto era imposible. Lo único que podía hacer, lo único que podía esperar hacer, era enfrentarse con la noche haciendo acopio de valor.

El patio había quedado en silencio después de que los últimos suministros fueran llevados al almacén del Castillo. Tarod se tumbó en la cama y, al cerrar sus ojos verdes, trató de no pensar en las negras horas que le esperaban.

CAPÍTULO VI

F
in Tivan Bruall, encargado de las caballerizas del Castillo, reprimió un bostezo mientras recorría las largas hileras de compartimientos a la enfermiza y pálida luz que precede a la aurora. Su inesperado visitante le seguía a un paso de distancia, observando cada animal y sacudiendo la cabeza cada vez que se volvía Fin para indicarle el que creía que podía convenirle.

Aunque estaba molesto porque le habían sacado de la cama a una hora tan intempestiva, Fin era tan incapaz de demostrarlo como de tratar de huir de las caballerizas del Castillo. Como la mayoría de los no Iniciados que servían aquí, respetaba al Círculo, aunque sus exigencias eran a menudo inesperadas o fastidiosas. Y aunque no podía recordar el nombre de su visitante, el hecho de que fuese un Adepto del séptimo grado era suficiente para que cuidase sus modales.

Cerca del final de una hilera, se detuvo frente a un compartimiento donde una yegua alazana de mayor altura que la corriente se movía inquieta y le miraba amenazadora.

—Si quieres un animal veloz y vigoroso, Señor, no encontrarás otro mejor que esta yegua. Su único defecto es que es muy resabiada. Capaz de tirarte de buenas a primeras, y con un genio de mil diablos… —Se encogió de hombros—. Depende de como le dé, ya sabes lo que quiero decir.

Tarod contempló la yegua. Era de buena raza: sangre del sur que le daba altura y rapidez, pero también la suficiente del norte para infundir vigor… y genio a la mezcla. Prescindiendo del rápido ademán de advertencia de Fin, entró en el compartimiento y puso una mano sobre el cuello del animal. La yegua mostró los dientes, amenazadora; pero él le habló rápidamente y en voz baja y, para sorpresa del cuidador, se calmó de inmediato.

—Bueno, Señor, por lo visto te ha tomado simpatía —dijo Fin, aceptando los hechos—. ¡Nunca la había visto así!

Tarod sonrió ligeramente.

—Me la llevaré. Haz que la ensillen y me la traigan al patio dentro de media hora.

No dijo más, sino que dejó que el hombre cumpliese la orden y volvió rápidamente a sus habitaciones. El sol empezaba a salir, pero no era probable que ningún miembro del Círculo se levantase antes de que partiese él, que era precisamente lo que quería. Si Keridil o Themila hubiesen sospechado que se disponía a marcharse, habría habido preguntas, discusiones, sugerencias y Tarod había estudiado ya todas las posibilidades hasta la saciedad. Este era el único camino.

Mientras recogía las pocas cosas que necesitaría para un viaje de dos o tres días, evitó cuidadosamente ver su propia imagen en el espejo. Los ojos de Fin Tivan Bruallále habían dicho todo lo que necesitaba saber acerca de su condición mental y corporal después de los estragos de las cuatro noches últimas, en las que los sueños habían brotado clamorosos de la oscuridad para torturarle, dejándole agotado y destrozado al amanecer por fin el día. Desde el desgraciado episodio en el Salón de Mármol, los sueños, tal como había sospechado, habían redoblado su intensidad, hasta que, la última mañana, la solución había aparecido, fría y cruelmente clara, en su mente.

No podía luchar contra los sueños. Al menos no podía hacerlo de una manera ortodoxa. La ayuda de sus amigos era consoladora, pero no suficiente; había que tomar medidas mucho más drásticas, o la otra única alternativa se abriría pronto como un abismo delante de él. La otra única alternativa era el suicidio.

Un día de investigación en la biblioteca subterránea le había dicho todo lo que necesitaba saber para hacer sus planes. Tarod nunca había estudiado a fondo el arte de las hierbas medicinales, pero sabía lo bastante para orientarse entre los grandes volúmenes que había sobre el tema en la biblioteca y encontrar lo que buscaba: una pequeña planta que crecía escasamente en los acantilados de la costa noroccidental; uno de los narcóticos más fuertes que se conocían y que, manejado por un experto, podía combatir todos los horrores de la noche, fuese cual fuese su origen. También podía emplearse para abrir los canales psíquicos de la mente, y Tarod esperaba que pudiese romper las barreras que le habían impedido descubrir los orígenes de sus visitas.

Era una droga peligrosa, que podía matar a menos que se siguiesen estrictamente ciertas normas, pero a Tarod ya no le importaba el riesgo. En el Castillo no se guardaba ninguna Raíz de la Rompiente, que era el nombre vulgar que daban a aquella planta, pero, aunque la hubiese habido, no se habría atrevido a consultar a Grevard sobre ella. Sabía donde hallarla, disponía de un caballo, e iría él mismo en busca de la planta.

Y así, llevando solamente un poco de comida, agua y un cuchillo, montó Tarod la caprichosa yegua alazana, mientras Fin Tivan Bruallále observaba con ansiedad.

—Ten cuidado con ella, Señor —le advirtió el hombre, al ver que la yegua daba un paso de lado, guiada ligera pero firmemente por Tarod—. O mucho me equivoco, o te derribará a la menor oportunidad.

Tarod tiró de la rienda, sintió que el animal se tranquilizaba bajo su sutil dominio, y sonrió.

—Lo tendré en cuenta. Y te la devolveré sana y salva dentro de tres días, más o menos.

Cuando se abrió la puerta de la caballeriza brillaban en el cielo los primeros resplandores del sol naciente. Clavó los talones en los flancos de la yegua y ésta emprendió fogosamente la carrera, dejando atrás el Castillo.

Dos días más tarde, al amanecer, Tarod guiaba por fin a la cansada y sudorosa yegua hacia los imponentes acantilados de la provincia de la Tierra Alta del Oeste. Un instinto de precaución le había inducido a tomar el camino más corto pero más difícil que pasaba directamente por las montañas, evitando ciudades y pueblos y, sobre todo, la gran Residencia de la Hermandad de la que era superiora Kael Amion y que se hallaba junto a la carretera principal. El camino de montaña era famoso por albergar toda clase de enemigos de los viajeros, desde los grandes felinos del norte hasta pandillas de insaciables bandoleros; pero nada había amenazado a Tarod. Este se había detenido a descansar solamente durante las breves noches de verano, impulsado por el miedo de dormirse y por la desesperada necesidad de alcanzar su meta. Y ahora, con los primeros rayos rojizos del sol brillando en el este, salió a una vertiginosa pendiente cubierta de césped que llevaba a los acantilados de la Tierra Alta del Oeste.

La yegua resopló satisfecha cuando Tarod aflojó al fin las riendas y saltó de la silla para contemplar la magnífica vista que le ofrecían el mar y el cielo. La cabalgadura y el jinete se habían hecho amigos durante la larga y ardua carrera, y antes de bajar la cabeza para pacer la hierba virgen, la yegua acarició la mano de Tarod mientras éste le frotaba el suave belfo.

Tarod se dejó caer sobre el césped, contento de dar descanso a sus doloridos músculos. El viento del oeste apartó los enmarañados cabellos negros de su cara y durante un rato, Tarod no hizo más que contemplar el cielo que se iluminaba mientras la aurora daba paso al día. El mar, lejos debajo de él, resplandecía como cristal licuado, y las negras gibas de miles de diminutos islotes emergían al empezar a levantarse la temprana niebla. El aire olía a sal, limpio y estimulante; a lo lejos, las velas de una pequeña barca de pesca que volvía a tierra brillaron al pasar los rayos del sol por encima del acantilado. Por primera vez en muchos días tuvo Tarod una impresión de paz y, con gratitud, se aferró a este sentimiento. La urgencia de su misión seguía acuciándole, pero por un rato, un momento sólo, podía librarse de las negras influencias que le habían atosigado durante tanto tiempo.

Hizo un cojín con su capa y se tendió de espaldas, recibiendo de buen grado el calor del sol en la cara. Con el zumbido de los insectos mañaneros, el murmullo del mar y el tranquilizador ruido de su caballo pastando a pocos pasos de él, se quedó dormido.

La yegua le despertó con un fuerte relincho y él se incorporó, momentáneamente desorientado. Después recobró la memoria y volvió la cabeza.

El sol estaba casi en el cenit, aunque en este lejano norte era poca la altura que alcanzaba en el cielo. La luz inundaba las cimas de los acantilados y, a través de su resplandor, vio la silueta de un jinete que se acercaba despacio por el camino que conducía tierra adentro. La yegua alazana relinchó de nuevo y él le ordenó mentalmente que se callase. Pero el otro caballo le estaba ya respondiendo con otro largo relincho que terminó en resoplido, y Tarod suspiró. La soledad de este paraje era un bálsamo para su mente; no quería que le molestasen, pero, por lo visto nada podía hacer para impedirlo.

El recién llegado le vio en aquel momento y detuvo su montura con una orden en voz ronca. Tarod se dio cuenta, de pronto, por la voz y por la ligereza del personaje que desmontaba, de que su primera suposición había sido errónea: el intruso era una mujer.

Esta vino en su dirección vacilando un poco y, al moverse contra el sol, pudo verla claramente. Fuesen cuales fueren sus otras virtudes, no era hermosa. Joven, tal vez tres o cuatro años menos que él, pero no hermosa. Los cabellos, tan rubios que eran casi blancos, le caían sobre los hombros, y los extraños ojos ambarinos, que le miraban por entre unas pestañas sorprendentemente oscuras, eran demasiado grandes para su cara pequeña y su boca excesivamente grande aunque solemne. Su cuerpo era menudo, casi infantil, y había algo más en ella, algo que solamente un Adepto podía ver; algo que él archivó en un rincón de su mente…

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