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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

El susurro del diablo (25 page)

BOOK: El susurro del diablo
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—Pero al final acudió a la policía.

—Por supuesto que sí. Era lo correcto. —Yoshitake adoptó entonces una expresión de inquietud—. Oye ¿has perdido un poco de peso, verdad?

—¿Yo? —repuso Mamoru, desprevenido.

—¡Ahora soy yo quien te pilla por sorpresa! Me acerqué por aquí poco después del siniestro; aún no me había presentado en comisaría. Quería contárselo todo a tu familia. Pero no tuve agallas, aunque a ti sí que te vi.

Mamoru intentó situar el momento evocado.

—¿Estaba usted dentro de este coche?

—Eso es.

Ahora lo recordaba.

—Estaba aparcado junto a la orilla del río, ¿verdad?

—Y tú estabas corriendo —repuso Yoshitake, asintiendo—, Y creo recordar que no tenías las mejillas tan hundidas.

—¿En serio? —Seguramente tuviese razón. No había tenido un momento de descanso desde aquella turbadora conversación telefónica.

—Mira —añadió Yoshitake, algo cohibido—. Está claro que nuestros caminos se cruzaron a raíz de circunstancias desafortunadas. No obstante, quiero que sepas que me alegro mucho de haberte conocido a ti y a los tuyos. Sois muy afortunados de teneros los unos a los otros. Sé de lo que hablo, mi esposa y yo no tenemos hijos.

Su agridulce sonrisa habría emocionado a cualquiera.

—Me alegra haberos conocido a tu hermana y a ti. Si alguna vez te ves en apuros, espero que sientas la suficiente confianza como para acudir a mí. Te aseguro que si está en mis manos, haré lo que sea por ayudarte.

—Gracias —dijo Mamoru—. Muchas gracias por todo.

Yoshitake miró al chico a los ojos.

—Se lo debo a tu padre. Quiero hacer lo correcto, eso es todo.

Conforme pasaban los días, Mamoru se preguntaba si volvería a saber del hombre de la misteriosa llamada. Quizás todo hubiese acabado. Quizás ya no tuviera que preocuparse por nada. Sin embargo, cada vez que contemplaba esa posibilidad, las palabras del desconocido volvían a su mente, y la ronca voz parecía susurrarle al oído: «Cuando llegue el momento de deshacerse de la cuarta, te pondré sobre aviso», recordándole que todo era muy real y no había terminado.

Ni los periódicos ni los telediarios informaron sobre la muerte de una mujer cuya descripción correspondiera a la de Kazuko Takagi. Por mucho que Mamoru buscó el modo de contactar con ella, todos sus esfuerzos fueron en vano, tal y como había vaticinado el siniestro anciano.

Se trataba de un apellido bastante común. Miró en la guía telefónica, y empezó a llamar a todos los Takagi de Tokio, pero no pudo dar con la Kazuko Takagi que andaba buscando. Era posible que no viviera en la ciudad, e incluso que ese no fuera siquiera su verdadero nombre. Mamoru acabó dándose por vencido. Lo único que consiguió fue quedarse afónico, de tanto llamar.

No tuvo más remedio que esperar. Cuando llegase el momento, detendría al asesino. No permitiría que Kazuko Takagi muriese.

La única pregunta era por qué aquel misterioso hombre lo había contactado precisamente a él. ¿Qué habría querido decir con eso de «tenemos mucho en común»? Le dijo que se lo explicaría todo a su debido tiempo. De modo que lo único que podía hacer era esperar. Apretó con fuerza los dientes en un intento de armarse de valor.

Una noche cuando regresó a casa tras su habitual carrera, reparó en un coche desconocido que había aparcado frente a la casa. La puerta del pasajero se abrió, y Maki se apeó. El hombre que iba al volante seguía hablando con ella, pero su prima cerró la puerta y se alejó sin volver la vista atrás.

El hombre salió del coche, lo rodeó para interceptarla y la agarró por el brazo. Mamoru estuvo a punto de correr hacia ella, pero Maki se liberó del hombre que la sujetaba y le dio un bofetón en la cara.

Entonces, entró corriendo en casa y cerró de un portazo. Mamoru pasó junto al tipo que se había quedado allí, pasmado, y siguió a su prima hacia el interior de la vivienda.

Maki no estaba llorando. Al contrario, se la veía bastante animada.

—Vaya, eso ha sido impresionante —dijo Mamoru, provocando la risa de su prima—. ¿Así que ese era Maekawa?

—Sí, ese era. Empezó a comportarse de un modo muy extraño después del accidente de papá. Estoy segura de que pensó que alguien tan selecto como él jamás podría salir con una chica cuyo padre estuviese en prisión.

—Pero no ha ido a la cárcel. —Gracias a los esfuerzos del abogado Sayama, el intachable expediente de Taizo, y el acuerdo al que llegaron con la familia de Yoko Sugano, la condena se quedaría en un simple apercibimiento, lo mínimo para un conductor que atropella a un peatón. Quizás solo debiese pagar una multa.

—He tenido suerte porque ahora sé cómo es en realidad, aunque me ha costado mucho dejarlo. Ya no me gusta, pero no quiero que la gente piense que me ha abandonado. Estaba orgullosa porque muchas chicas iban tras él. Supongo que me puse a su altura y fui tan arrogante como él.

—Encontrarás un chico mejor.

—Sí. Al siguiente no le preocuparán tanto las apariencias.

—Conozco a alguien que no le importa lo más mínimo lo que piense la gente.

—Pues tendrás que presentármelo.

Mamoru se refería a su jefe, Takano. Aunque, en el fondo, no era el momento más adecuado para hacer las presentaciones. Se había producido cierto distanciamiento entre los dos. Y Mamoru se sentía responsable. No quería hacer correr ningún riesgo a su superior que, por su posición y proximidad, podría convertirse en una víctima colateral más de ese juego macabro. Y, encima, el chico confiaba demasiado en Takano y temía acabar contándoselo todo. De modo que para evitar cualquier desastre, prefirió guardar las distancias.

Al final, fue Takano quien dio un paso adelante. El trece de diciembre llamó a la puerta de los Asano.

—Sé que es una época del año algo ajetreada —dijo Takano—. Espero que no te moleste que haya venido.

Tenía mucho mejor aspecto, y ni siquiera se le notaban los vendajes que todavía llevaba bajo el jersey.

—¡Ya estás recuperado! Supongo que tu club de fans estará más tranquilo.

—¿Mi club de fans?

Maki se coló discretamente en la habitación cargada con una bandeja. En un gesto grácil, colocó las tazas de café frente a los dos jóvenes, aprovechó para dirigir a Takano una sonrisa sutil y sensual, sello distintivo de una buena anfitriona, y se marchó sin hacer el menor ruido.

—Esta debe de ser el miembro más reciente —rió Mamoru—. Pero ándate con ojo, no es ni por asomo tan dócil como aparenta.

Los dos charlaron durante un buen rato sobre todo y nada en particular. Takano seguía sin especificar el motivo de su visita. Y Mamoru prefirió no forzar las cosas.

—Bueno, vayamos al grano —dijo finalmente Takano mientras dejaba su taza vacía sobre la mesa—. Mamoru, has estado actuando de un modo muy extraño últimamente, así que he venido a ver cómo te va. Es imposible cruzar unas palabras contigo en la tienda. Y cuando hablamos por teléfono, casi me respondes de malas maneras.

—Lo siento. —A Mamoru le conmovió comprobar que Takano no le guardaba ningún rencor; solo estaba preocupado.

—Cuéntame, ¿tienes algún problema?

—Lamento haberte dado esa impresión. Pero estoy bien —Se preguntó si la mentira se le vería reflejaba en la cara.

—Bien, es un alivio oírlo. Ahora que hemos aclarado ese punto, quisiera consultar tu opinión sobre cierta cuestión.

—¿Mi opinión?

—Deja que te explique. ¿Recuerdas a la chica que intentó saltar desde la azotea de las galerías? He estado dándole muchas vueltas y sigo sin entenderlo del todo.

Mamoru recordó que Takano había mencionado a esa chica en el hospital.

—Dijiste que era una estudiante modelo y no una chica problemática, ¿no es cierto?

—Sí, eso por una parte. Y el comportamiento de la madre durante el incidente también me llamó la atención. Lo mire por dónde lo mire, no le encuentro sentido. Y te diré algo más. —De repente, Takano adoptó un semblante grave—. ¿Has oído hablar de la cleptomanía?

—¿Qué es eso?

—La necesidad patológica de robar. Se trata de un impulso irresistible que te empuja a apropiarte de cosas aunque no las necesites, e incluso teniendo el dinero para pagarlas. Las personas que padecen este trastorno son incontrolables, roban en cualquier lado, una casa, una tienda… Vamos, es una forma de comportamiento compulsivo.

Mamoru, simple alumno de un instituto público, no tenía la suerte de recibir clases de psicología ni de estar familiarizado con ese tipo de palabras, por lo que solo pudo contestar:

—Entonces, ¿estás diciendo que esa chica padecía… esa cosa?

—Eso he averiguado. Tanto ella como sus padres se sienten desamparados. No saben cómo manejar la situación. Sé que está viendo a un especialista.

—Debe de ser muy complicado.

Mamoru recordó las palabras que repitió la suicida: «estoy asustada, muy asustada». Puede que se refiriera al miedo provocado por su falta de autocontrol.

—Y, después, está ese tal Kakiyama que nos atacó a Makino y a mí.

—No se ha vuelto a saber de él. ¿Es cierto que estaba bajo el efecto de las drogas?

Takano negó con la cabeza.

—Eso es lo que sugiere su historial, pero cuando sucedió aquello estaba limpio. El análisis de sangre que le hicieron a posteriori dio negativo.

—¡Vaya! Pero ¿sabes una cosa? Una vez leí en algún sitio que cuando has estado enganchado a las drogas, puedes ver cosas y perder el control incluso mucho después de haber dejado de consumirlas.

—Sí, la policía también lo mencionó. Se refieren a estos episodios como
flash-back.

—Algo me dice que no estás convencido.

Takano lucía una mirada claramente escéptica en la cara.

—Esos dos incidentes ocurrieron en un intervalo de diez días, pero nunca antes había sucedido algo parecido en Laurel —contestó finalmente—. ¿No te parece extraño?

—No es más que una coincidencia. Son casos diametralmente opuestos.

—¿Eso crees realmente? Yo no estaría tan seguro. Todo esto empezó después de firmar ese contrato con la Ad Academy.

—¿La Ad Academy?

—¿Recuerdas las megapantallas? Ad Academy es la compañía que las instaló.

Mamoru recordó el logo que había visto en la pantalla y que creyó reconocer de algún otro sitio.

—El nombre oficial de esta compañía lleva añadida la palabra «marketing» o algo parecido, aunque se la conoce como Ad Academy. Ha conquistado el mercado de pequeñas empresas minoristas como restaurantes familiares y otras cadenas. Lo cierto es que han tenido un éxito fulgurante.

—¿Es una especie de agencia de publicidad?

—No creo que sea tan sencillo encasillarla en un determinado sector de actividad. Asesoran sobre técnicas de promociones de venta, formación de personal, investigación de mercado, un poco de todo… Al leer el folleto con el que se dan a conocer, uno tiene la impresión de que se venden como alquimistas que poseen la piedra filosofal. Y el hecho es que las empresas que contratan sus servicios registran un notable incremento en las ventas. ¿Por qué si no habría firmado Laurel un acuerdo con ellos?

—¿Sospechas que pueda haber intimidación? ¿Soborno, tal vez?

—No, nada de eso —rió Takano—. Eso sería mucho más sencillo.

Pero no era oro todo lo que relucía. Corrían rumores sobre Ad Academy. Se decía que llevaban a cabo experimentos polémicos y utilizaban métodos que no podían calificarse de deontológicos.

—Tengo un amigo de la universidad que iba unos cursos por delante de mí y ahora trabaja en un centro de investigación. El caso es que me comentó que Ad Academy había desarrollado una especie de agente químico muy volátil, un estimulante destinado a influir en el comportamiento del consumidor. Y que llegaron a probar su pequeño hallazgo ¡en unos grandes almacenes! Se trata de una sustancia que penetra en el organismo por la nariz al ser difundida a través del sistema de ventilación. Por supuesto, no existen pruebas de que tal barbaridad haya tenido lugar, pero mi fuente es fidedigna y considero que son rumores fundados.

—¿Y para qué querrían un estimulante? ¿Para atraer a los clientes o algo parecido?

—Para estimular su deseo de comprar.

Mamoru escuchó sin dar crédito.

—Ya habrás oído hablar de la compra compulsiva, ¿verdad? Consiste en comprar productos de forma indiscriminada e incontrolada, sin que exista una verdadera necesidad de adquirirlos. Suele tratarse de artículos cuyo precio de venta se sitúa por encima del poder adquisitivo del consumidor, el cual no efectúa ningún cálculo racional entre el coste que representa y el beneficio que le traerá dicho producto. Ya te imaginas lo que pasa cuando el comprador compulsivo despierta de su letargo consumista: se arrepiente. Ahora bien, si los mandamases de una tienda pudiesen inducir ese tipo de impulso artificialmente y condicionar a los clientes, no tendrían más que quedarse sentados y ver cómo sus artículos vuelan de las estanterías.

—O sea, ¿los clientes actuarían sin mesura como cuando hay rebajas?

—¡Exacto! Lo que suena en Laurel durante las rebajas es música enérgica. En las secciones de Muebles y Joyería, por otro lado, ponen algo más suave y relajante con la intención de que el cliente se tome su tiempo cuando pasa por allí. Obviamente solo controlamos los impulsos de nuestros clientes hacia cierto punto. En Ad Academy van unos pasos más allá.

—Pone los pelos de punta.

—Y en los restaurantes, sucede algo similar. La sensación de hambre no procede del estómago sino de una zona del cerebro, el hipotálamo. De esta manera, es el cerebro el que activa el apetito y nos ordena comer cuando nuestro estómago está vacío o parar cuando está lleno. ¿Me creerías si te dijera que mediante el uso de drogas, de música u ondas sonoras determinadas, puedes engañar a tu cerebro y hacer que active el apetito y te ordene comer pese a que ya estés saciado?

—¿Aún estando totalmente lleno?

—¡Claro! Mira hasta dónde son capaces de llegar para fomentar las ventas. Durante una época, se puso de moda perder peso mediante la hipnosis. Se valen de los mismos procedimientos para inducir el efecto contrario.

Mamoru intentó procesar todo aquello.

—Así que, ¿insinúas que Ad Academy está recurriendo a métodos similares en Laurel?

—Pondría la mano en el fuego por ello.

—¿Y has llegado a esa conclusión después de los dos incidentes? ¿Por qué?

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