El testigo mudo (11 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El testigo mudo
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—Cree usted que...

—Creo que el hecho debe ser anotado cuidadosamente.

Durante unos minutos estuve dando vueltas al asunto en mi imaginación.

—Bueno —dije al fin, lanzando un suspiro—. Todo esto es muy interesante como ejercicio mental. Por ello me descubro ante usted. Es una obra maestra de reconstrucción de hechos. Casi es una verdadera lástima que la anciana señora haya muerto.

—Una lástima..., sí. Me escribió diciéndome que alguien había intentado asesinarla (esto es, al fin y al cabo, lo que quería decirme) y poco después murió.

—Sí —dije—, ha sido una gran desilusión para usted el que muriera de muerte natural, ¿no es eso? Vamos, admítalo así.

Poirot se encogió de hombros.

—¿O quizá cree usted que la envenenaron? —pregunté maliciosamente.

El detective movió negativamente la cabeza con desaliento.

—Ciertamente —dijo—, parece como si la señorita Arundell hubiera muerto por causas naturales.

—Y, por lo tanto —añadí—, nos volveremos a Londres con el rabo entre piernas.


Pardon
, amigo mío; pero no volveremos a Londres.

—¿Qué es lo que quiere decir, Poirot? —exclamé.

—Si enseña usted un conejo a un perro, amigo mío, ¿querrá el perro volver a Londres? No; irá hasta la madriguera.

—¿Qué significa esto?

—El perro caza conejos. Hércules Poirot caza asesinos. Aquí tenernos uno de ellos; un criminal a quien le falló el crimen. Sí; pero a pesar de todo, un asesino. Y yo, amigo mío, voy a llegar hasta la madriguera de él... o de ella, según sea el caso.

Dio la vuelta bruscamente y se alejó de la cancela.

—¿Adonde va usted ahora, Poirot?

—A localizar la madriguera. Por de pronto, a casa del doctor Grainger, el que atendió a la señorita Arundell en su última enfermedad.


El médico era un hombre de unos setenta años. Tenía la cara delgada y huesuda, destacando en ella una barbilla agresiva; unas cejas pobladas y un par de agudos ojos grises. Nos miró detenidamente.

—Bien, ¿en qué puedo servirles? —preguntó con sequedad.

Poirot empezó a hablar haciendo ampulosos ademanes.

—Le presento mis excusas, doctor Grainger, por esta intrusión. Debo confesar que no he venido a consultarle profesionalmente.

El interpelado contestó con tiesura:

—Me alegro mucho. Parece que disfruta usted de buena salud.

—Debo explicarme el motivo de mi visita —continuó Poirot—. La verdad del caso es que estoy escribiendo un libro de la vida del difunto general Arundell, quien tengo entendido residió en Market Basing durante algunos años, antes de su muerte.

El médico pareció sorprenderse.

—Sí; el general Arundell residió aquí hasta que murió. En Littlegreen House, justamente después del Banco, en la calle Alta. Quizá habrá estado usted allí.

Poirot asintió.

—Pero, como comprenderá —continuó el doctor Grainger—, lo que hizo el general Arundell en este pueblo me es desconocido, pues yo llegué aquí el año 1919.

—Sin embargo, creo que conoció usted a su hija, la señorita Emily Arundell.

—Sí; la conocí muy bien.

—Puede creer que fue un duro golpe para mí enterarme de que la señorita Arundell falleció recientemente.

—El día primero de mayo.

—Eso es lo que me han dicho. Contaba con que ella me proporcionaría algunos recuerdos y detalles de su padre.

—Me parece muy bien. Pero no sé qué es lo que podré hacer yo para ayudarle en este aspecto.

—¿No tiene el general Arundell ningún hijo o hija que viva actualmente? —preguntó Hércules Poirot.

—No, todos murieron. Todos los que tuvo.

—¿Cuántos eran?

—Cinco. Cuatro hijas y un hijo.

—¿Y la siguiente generación?

—Charles Arundell y su hermana Theresa. Puede usted dirigirse a ellos. Aunque dudo que le sean de mucha utilidad. Los jóvenes de ahora no se toman mucho interés por sus abuelos. También está la señora Tanios; pero desconfío, igualmente, de que pueda conseguir nada de ella.

—Deben tener algunos papeles de familia... documentos...

—Puede ser; aunque lo dudo. Gran cantidad de ellos fueron quemados después de morir la señorita Emily.

Poirot alzó un pesaroso gemido, mientras el médico lo contemplaba con curiosidad.

—¿A qué viene tanto interés por el viejo Arundell? Nunca oí que se distinguiera en nada.

—Mi apreciado señor —los ojos de Poirot centellearon con fanática excitación—. ¿No es cierto que, según un adagio, la Historia no sabe nada de sus hombres más célebres? Recientemente se han descubierto ciertos papeles que arrojan nueva luz sobre los orígenes de la insurrección de la India. Se trata de algo secreto. Y en todo ello juega un gran papel John Arundell. El asunto es interesantísimo...

¡Interesantísimo! Y permítame que le diga, caballero, que el caso es particularmente apasionante en la actualidad. La India, mejor dicho, la acción de Inglaterra en ella, es la cuestión más candente de estos tiempos.

—¡Hum! —refunfuñó el médico—. He oído que el general Arundell se jactaba de haber intervenido directamente en la insurrección. Hasta creo que se le concedió una recompensa a causa de ello.

—¿Quién le dijo a usted eso?

—Una tal señorita Peabody. Puede usted visitarla, si le parece. Es la vecina más vieja del pueblo y conoció íntimamente a los Arundell. La chismorrería es su principal distracción. Vale lo que pesa para mirar por su propia conveniencia. Es todo un carácter.

—Muchas gracias. Es una excelente idea. ¿Tendría algún inconveniente en facilitarme la dirección del joven señor Arundell, el nieto del difunto general?

—¿Charles? Sí; se la puedo proporcionar. Pero es un diablillo irreverente. La historia de su familia no significa nada para él.

—¿Tan joven es?

—Es lo que un vejestorio como yo llama joven —respondió el médico haciendo un leve gesto—. Unos treinta años. La clase de joven nacido para ser una preocupación y una responsabilidad para la familia. Personalidad encantadora; pero nada más. Ha recorrido todo el mundo y no ha hecho nada bueno en ninguna parte.

—Su tía estaría prendada de él —aventuró Poirot—. Eso suele ocurrir muy a menudo.

—¡Hum! No lo sé. Emily Arundell no era tonta. Por lo que tengo entendido, el chico no consiguió nunca sacarle ni un penique. La buena señora tenía un carácter parecido al de un coracero. Me gustaba y la respetaba. Tenía todas las cualidades de un soldado veterano.

—¿Murió repentinamente?

—Sí, en cierto aspecto. Tenga presente que había tenido muy poca salud durante varios años. Pero salió adelante de más de un arrechucho.

—Corre por ahí cierta historia, y pido que me excuse por repetir habladurías —al decir esto, Poirot extendió las manos como pidiendo permiso—. Según dicen, había reñido con sus familiares.

—No riñó exactamente con ellos —dijo el médico lentamente—. No; no hubo lucha abierta. Al menos que yo sepa.

—Le ruego que me perdone. Tal vez he sido indiscreto.

—No, no. Después de todo, eso es del dominio público.

—Según he oído no legó su fortuna a la familia.

—Sí; lo dejó todo a una aturdida señora de compañía que tuvo. Una cosa muy rara. No he podido llegar a comprenderlo. Ella no era así.

—Bueno —dijo Poirot pensativamente—. Puede suponerse con facilidad en un caso como ése. Una dama anciana, frágil y enfermiza que depende absolutamente de la persona que la atiende y cuida. Una mujer lista, con cierta cantidad de personalidad, puede ganar gran ascendiente de este modo.

La palabra «ascendiente» pareció obrar el efecto de un capote rojo frente a un toro.

El doctor Grainger estalló:

—¿Ascendiente? ¿Ascendiente? ¡Nada de eso! Emily Arundell trataba a Minnie Lawson peor que a un perro. Era la característica de su generación. De todas formas, las mujeres que se ganan la vida como Minnie, son tontas, por lo general. Si tuvieran un poco de inteligencia, se procurarían una mejor clase de vida por cualquier otro medio. Emily Arundell no podía soportar a los tontos. Por término medio, cada señora de compañía le duraba un año. ¿Ascendiente? ¡Ni hablar de eso!

Poirot se apresuró a abandonar un tema tan resbaladizo.

—¿Es posible, quizá —sugirió—, que la señorita Lawson... se haya quedado con cartas familiares y documento?

—Puede ser —convino Grainger—. Naturalmente, suele haber gran cantidad de chismes y trastos antiguos en casa de una solterona. No creo, sin embargo, que la señorita Lawson haya guardado ni la mitad de ellos. Poirot se levantó.

—Muchas gracias, doctor Grainger. Ha sido usted muy amable.

—No me dé las gracias —replicó el médico—. Siento que no le haya podido ayudar más. Con la señorita Peabody tendrá más suerte. Vive en Morton Manor, a una milla de aquí.

Poirot olisqueó un gran ramo de rosas que el médico tenía encima de la mesa.

—Deliciosas —murmuró.

—Supongo que sí. Yo no puedo percibir su olor. Perdí el olfato hace cuatro años, a causa de un ataque gripal. Bonita cosa para un médico, ¿no le parece? «Los médicos se curan ellos solos». ¡Vaya fastidio! No poder, siquiera, disfrutar de un buen cigarro con lo que me gustaba fumar.

—Sí que es una desgracia. Y a propósito, ¿tendría la bondad de darme las señas del joven Arundell?

—No faltaba más.

—Nos condujo hasta el vestíbulo y llamó.

—¡Donaldson!

—Es mi socio —explicó—. Nos facilitará ese dato. Es el prometido, o cosa así, de Theresa, la hermana de Charles.

Volvió a llamar:

—¡Donaldson!

Un joven salía de una de las habitaciones traseras de la casa. Era de mediana estatura y de apariencia un tanto descolorida. Sus movimientos eran precisos. No se podía uno imaginar un contraste más acentuado con el doctor Grainger.

Este último explicó lo que deseaba.

Los ojos de Donaldson, azules y ligeramente prominentes, se volvieron hacia nosotros con expresión escrutadora. Cuando habló, lo hizo en tono seco y conciso.

—No sé exactamente dónde podrán encontrar a Charles —dijo—. Les puedo dar la dirección de la señorita Theresa Arundell. Sin duda ella les podría informar en dónde está su hermano.

Poirot le aseguró que con ello bastaba.

El joven escribió unas señas en una página de su libro de notas, que rasgó y entregó a mi amigo.

Éste le dio las gracias y se despidió de ambos médicos. Cuando salimos a la calle, tuve la sensación de que el doctor Donaldson nos miraba desde el vestíbulo con una ligera expresión de alarma en su cara.

Capítulo X
-
Visitamos a la señorita Peabody

—¿Es realmente necesario contar todas esas premeditadas mentiras, Poirot? —pregunté cuando nos alejábamos de la casa del médico.

Mi amigo se encogió de hombros.

—Si uno tiene que decir una mentira... Y, a propósito de ello, me he dado cuenta de que la naturaleza de usted es completamente adversa a tal cosa, mientras que a mí me trae sin cuidado...

—Ya lo veo —interrumpí.

—Como le iba diciendo, si uno tiene que decir una mentira, debe contarla lo más artística, romántica y convincente posible.

—¿Cree usted que ha sido una mentira convincente? ¿Cree usted que el doctor Donaldson quedó convencido?

—Ese joven es escéptico por naturaleza —admitió Poirot pensativamente.

—A mí me pareció que sospechaba.

—No sé por qué. Hay imbéciles escribiendo cada día la vida de otros imbéciles. Es un hecho, como dice usted.

—Es la primera vez que le oigo llamarse imbécil —comenté guiñando un ojo.

—Estoy convencido de que puedo desempeñar un papel tan bien como pueda hacerlo otro —replicó Poirot con frialdad—. Siento mucho que mi pequeña ficción no esté bien planeada, según usted. A mí, sin embargo, me gusta.

Cambié el tema de conversación.

—¿Qué hacemos ahora?

—Algo muy sencillo. Cogeremos su coche y haremos una visita a Morton Manor.

La casa era una fea y típica construcción de la época victoriana. Un decrépito mayordomo nos recibió con aire receloso y, al poco rato de habernos dejado, volvió para preguntarnos si habíamos sido citados.

—Haga el favor de decir a la señorita Peabody que venimos de parte del doctor Grainger —dijo Poirot.

Después de una espera de pocos minutos, se abrió una puerta y una mujer pequeña y regordeta entró en la habitación. Sus cabellos eran ralos y blancos. Llevaba un vestido de terciopelo negro, raído por varias partes, con un encaje verdaderamente primoroso rodeándole el cuello, al que se sujetaba con un camafeo.

Atravesó la habitación escudriñándonos con ojos de miope. Sus primeras palabras nos causaron cierta sorpresa.

—¿Tienen alguna cosa para vender?

—Nada, madame —dijo Poirot.

—¿De veras?

—Se lo aseguro.

—¿Nada de aspiradores de polvo?

—No.

—¿Ni medias?

—No.

—¿Ni felpudos?

—En absoluto.

—Está bien —dijo la señorita Peabody sentándose en una silla—. Supongo que con esto basta. Estarán mejor sentados.

Obedecimos en silencio.

—Perdonarán ustedes el interrogatorio —prosiguió la señora con cierto aspecto de excusa en sus ademanes—. Debo tener cuidado. No pueden imaginarse la de gente que viene todos los días. La servidumbre no sabe distinguir adecuadamente. Sin embargo, no se les puede culpar de ello. Los que vienen tienen buena voz, buenos trajes y dan nombres respetables. ¿Quién lo sospecharía? Comandante Rodgeway; el señor Scott Edgerton; capitán D'Arcy Fitzherbert. Algunos de ellos son individuos de buena presencia. Pero antes de que una se dé cuenta de lo que pasa, ya le han puesto bajo las narices una máquina de hacer mahonesa.

—Le aseguro, madame, que nosotros no tenemos nada que ver con esa gente.

—Bien; ustedes lo sabrán —dijo indiferente la señorita Peabody.

Poirot se lanzó entonces a contar su historia. Nuestra interlocutora le escuchó sin hacer ningún comentario, guiñando una o dos veces sus pequeños ojos. Cuando mi amigo terminó, como sorprendida, dijo:

—¿De modo que va a escribir un libro?

—Sí.

—¿En inglés?

—Claro..., en inglés.

—Pero usted es extranjero. Vamos, no niegue usted que es extranjero, ¿verdad?

—Desde luego.

Entonces la señorita Peabody se dirigió a mí.

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