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Authors: Agatha Christie

El testigo mudo (31 page)

BOOK: El testigo mudo
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—¿Así habla usted de su prometida... como si fuera un conejito de Indias?

Donaldson miró fijamente a Poirot a través de sus lentes de pinza.

—No tengo por qué ocultar la verdad. Amo a Theresa Arundell y la quiero por lo que ella es y no por ninguna cualidad imaginaria.

—¿Se da usted cuenta de que Theresa le es completamente adicta y de que su ansia de dinero se basa principalmente en su deseo de que vea usted cumplidas sus ambiciones?

—¡Claro que me he dado cuenta! Ya le he dicho que no soy tonto. Pero no tengo intención de dejar que Theresa se vea envuelta en ninguna situación equivoca por culpa mía. En muchos aspectos, Theresa es todavía una niña. Yo soy muy capaz de labrarme mi porvenir con mi propio esfuerzo. No quiero decir con ello que un legado considerable hubiera sido rechazado. Hubiera venido muy bien. Pero ello sólo representaría una ayuda para acortar el camino.

—Por lo visto, tiene usted plena confianza en sus propias facultades.

—Parecerá una falta de modestia, pero la tengo —replicó Donaldson comedidamente.

—Veamos, pues. Admito que me gané la confianza de la señorita Theresa valiéndome de un truco. Dejé que creyera que yo podía..., digámoslo así..., olvidar razonablemente las reglas de la honradez, para conseguir dinero. Creyó en ello sin la menor dificultad.

—Theresa supone que todo se puede hacer por dinero —dijo el joven médico con el tono de quien anuncia una verdad del todo evidente.

—Cierto. Ésa parece ser su actitud y también la de su hermano.

—¡Charles haría cualquier cosa, probablemente, con tal de procurarse efectivo!

—Por lo que veo no se forja usted ilusiones respecto a su futuro cuñado.

—No. Lo considero digno de estudio. Tiene, según creo, algo de neurosis profundamente arraigada... pero esto no tiene nada que ver. Volvamos a lo que estábamos discutiendo. Me he preguntado por qué actuaba de la forma en que lo ha hecho y sólo he hallado una respuesta. Está claro que usted sospecha que Theresa o Charles tienen algo que ver con la muerte de la señorita Arundell. ¡No; por favor, no se moleste contradiciéndome! Su referencia a la exhumación fue, según pienso, un mero intento para ver qué reacción provocaba. ¿Ha intentado ya conseguir una orden de exhumación?

—Quiero ser franco con usted. Hasta ahora, no.

Donaldson asintió.

—Lo suponía. Me figuro habrá pensado en la posibilidad de que se compruebe que la muerte de la señorita Arundell se deba a causas naturales.

—He considerado el hecho de que así suceda... sí.

—¿Pero usted tiene ya formada su opinión?

—Por completo. Si tiene usted un caso de... digamos... tuberculosis, con aspecto de tuberculosis, que presenta los síntomas de la tuberculosis y en la cual la sangre dé una reacción positiva...
eh bien
, lo considerará usted como tuberculosis, ¿verdad?

—¿Lo enfoca usted de ese modo? Comprendo. Entonces, ¿qué es exactamente lo que espera usted?

—Espero una prueba final.

Sonó el timbre del teléfono. A una señal de Poirot me levanté y cogí el receptor. Reconocí la voz.

—¿Capitán Hastings? Soy la señora Tanios. ¿Quiere decirle al señor Poirot que está en lo cierto? Si quiere venir mañana a las diez, le facilitaré lo que desea.

—¿Mañana a las diez?

—Sí.

—Muy bien, se lo diré.

Los ojos de mi amigo me interrogaron. Yo asentí con la cabeza.

Poirot se volvió hacia Donaldson. Sus modales habían cambiado. Parecía animado y seguro.

—Voy a ser claro —dijo—. Diagnostiqué mi caso como de asesinato. Tiene el aspecto de un asesinato; todas las características peculiares de un asesinato... y, en realidad, es un asesinato. De esto no hay la menor duda.

—Entonces, ¿a qué obedece su indecisión? Porque me doy cuenta de que usted está indeciso.

—Estoy indeciso respecto a la identidad del asesino... pero no durará mucho.

—¿De veras? ¿Lo sabe usted?

—Puedo decir que la prueba definitiva obrará mañana en mi poder.

Las cejas de Donaldson se levantaron con aire irónico.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Mañana! Algunas veces, señor Poirot, el mañana está muy lejos.

—Al contrario —contestó Poirot—. Siempre comprobé que el mañana sigue al hoy con monótona regularidad.

—Me temo que le he hecho perder el tiempo, señor Poirot.

—No se preocupe. Conviene conocer bien a las personas.

Con una ligera reverencia el doctor Donaldson salió de la habitación.

Capítulo XXVIII
-
Otra víctima

—Es un hombre listo —dijo Poirot pensativamente cuando se marchó el muchacho.

—Resulta algo difícil saber qué es lo que se propone con todo esto.

—Sí; es un poco despistado; pero observador en extremo.

—La llamada telefónica era de la señora Tanios.

—Lo supuse.

Le di el recado. Poirot asintió, aprobándolo.

—Bien. Todo marcha perfectamente. Veinticuatro horas, Hastings, y creo que sabremos exactamente nuestra posición.

—Estoy todavía un poco embarullado. ¿De quién sospechamos en definitiva?

—Verdaderamente, no puedo decir de quién sospecha usted, Hastings. Supongo que de todos, uno tras otro.

—A veces creo que le gusta que me arme estos líos.

—No, no. No me gusta divertirme de esa forma.

—Yo no lo aseguraría.

Mi amigo movió negativamente la cabeza con aire ausente. Estudié su fisonomía.

—¿Qué es lo que le pasa? —pregunté.

—Amigo mío, estoy siempre nervioso cuando termina un caso. Si algo sale mal...

—¿Es que va a salir mal?

—No lo creo.

Se detuvo y frunció el entrecejo,

—Supongo que tengo previstas todas las contingencias.

—Entonces, ¿por qué no nos olvidamos del crimen y nos vamos al teatro?


Ma foi,
Hastings, ¡es una buena idea!

Pasamos una velada muy agradable, aunque cometí una ligera equivocación llevando a Poirot a ver una obra policiaca. He aquí una idea que ofrezco a mis lectores. Nunca lleven a un soldado a una función de tema militar; a un marino a una de ambiente naval; a un escocés a una que se desarrolle en Escocia; a un detective a una policiaca... a un actor a ninguna de ellas. El chaparrón de quejarse de la deficiente psicología, y la falta de orden y método del detective héroe de la farsa casi le hizo volverse loco. Cuando nos separamos, todavía estaba explicando Poirot cómo podía haberse descubierto el misterio a la mitad del primer acto.

—Pero en ése caso, Poirot, la función hubiera acabado en seguida.

Mi amigo se vio obligado a admitir que quizá fuera así.

A la mañana siguiente, pocos minutos después de las nueve entré en el saloncito. Poirot estaba desayunando, mientras abría el correo como de costumbre.

Sonó el teléfono y contesté.

Oí una anhelante voz de mujer.

—¿Es el señor Poirot? ¡Oh, es usted, capitán Hastings!

Se oyó un sonido entrecortado y un resoplido.

—¿Es la señorita Lawson? —pregunté.

—Sí, sí. ¡Qué cosa tan terrible ha sucedido!

Cogí con fuerza el auricular.

—¿Qué ha pasado?

—Se fue del Wellington, ¿sabe usted...?, me refiero a Bella. Fui ayer por la tarde, a última hora y me dijeron que se había ido. ¡Sin decirme palabra! ¡Algo extraordinario! Ello me hizo pensar que quizás el doctor Tanios tuviera razón. Habló tan delicadamente de ella y parecía tan angustiado, que ahora parece como si estuviera en lo cierto.

—¿Pero qué ha sucedido, señorita Lawson? ¿Solamente que la señora Tanios se ha marchado del hotel sin decírselo a usted?

—¡Oh, no! No es eso. ¡Oh Dios mío, si sólo fuera eso, todo iría bien! Aunque creo que fue algo raro. El doctor Tanios dijo que tenía miedo de que ella estuviera completamente... completamente... ya usted sabe lo que quiero decir. Lo llamó manía persecutoria.

—Sí (¡maldita mujer!). ¿Pero qué es lo que ahora ha ocurrido?

—¡Oh, Dios mío...! ¡Es terrible! Ha muerto mientras dormía. Una doble dosis de soporífero. ¡Y esos pobres pequeños! ¡Parece todo tan terriblemente triste! No he hecho más que llorar desde que me enteré.

—¿Y cómo se ha enterado? Cuéntemelo todo.

Por el rabillo del ojo vi que Poirot se había detenido en su tarea de abrir cartas. Estaba escuchando lo que yo decía. No me gustaba la idea de cederle el sitio. Si lo hacía, parecía altamente probable que la señorita Lawson empezara otra vez con sus lamentaciones.

—Me telefonearon del hotel. El Coniston se llama. Parece que encontraron mi nombre y mi dirección en su bolso. Oh, Dios mío, señor Poirot...!, digo, capitán Hastings... ¿no es terrible? Esos pobres niños se han quedado sin madre.

—Oiga —dije—. ¿Está segura de que es un accidente? ¿No pensarán en que pudo ser un suicidio?

—¡Oh, qué idea tan espantosa, capitán Hastings! ¡Oh, Dios mío; no lo sé! ¿Cree usted que pudo ser eso? Sería horrible. Desde luego parecía muy deprimida. Pero no tenía por qué hacerlo. Quiero decir que no tenía que preocuparse por dinero. Yo estaba dispuesta a cederle la mitad de la herencia... ¡de veras! La pobre señorita Arundell lo habría aprobado. ¡Estoy segura de ello! Parece tan horroroso el pensar que pudo quitarse la vida... pero quizá no lo hizo... Los del hotel parecían creer que se trataba de un accidente.

—¿Qué es lo que tomó?

—Uno de esos soporíferos. Creo que veronal. No; cloral. Sí, eso es. Cloral. Oh, Dios mío, capitán Hastings, ¿cree usted?

Sin ninguna ceremonia colgué el receptor y me volví hacia Poirot.

—La señora Tanios...

Levantó la mano.

—Sí, sí; ya sé lo que ya a decir. Ha muerto, ¿verdad?

—Sí. Una dosis excesiva de soporífero Cloral.

Poirot se levantó.

—Vamos, Hastings; debemos ir allí ahora.

—¿Eso es lo que temía anoche? ¿Cuando dijo que siempre estaba nervioso al terminar un caso?

—Sí... temía otra muerte.

La cara de Poirot estaba rígida y firme. Hablamos muy poco mientras nos dirigíamos a Euston. Una Vez o dos, mi amigo movió la cabeza pensativamente.

Con timidez pregunté:

—¿No cree usted...? ¿Pudo ser un accidente?

—No, Hastings, no. No fue un accidente.

—¿Cómo diablos pudo enterarse él del paradero de su esposa?

Poirot se limitó a mover la cabeza.

El Coniston era un edificio de mal aspecto, cerca de la estación de Euston. Poirot, con su tarjeta y unas repentinas maneras autoritarias, pronto logró abrirse paso hasta el despacho del gerente.

Los hechos eran muy simples.

La señora Peters, nombre que registró al llegar, y sus hijos entraron en el hotel a las doce y media. Comieron a la una.

A las cuatro llegó un hombre con una tarjeta para la señora Peters, a quien se le entregó. Pocos minutos después, bajó con los niños y una maleta. Los chicos se fueron con quien trajo la nota. La señora Peters dijo luego en la oficina que no necesitaba ya más que una habitación.

No parecía muy angustiada ni alterada; al contrario, estaba completamente sosegada y segura de sí misma. Cenó a las siete y media y subió a su habitación poco después. Al llamarla a la mañana siguiente, la doncella la encontró muerta.

Avisaron a un médico y por él se enteraron de que había muerto hacía varias horas. Se encontró un vaso vacío cerca de la cama. Parecía claro que había tomado un soporífero y que, por equivocación, se administró una dosis excesiva. El hidrato de cloral, según dijo el médico, era una cosa muy insegura. No había indicios de suicidio ni se encontró ninguna carta. Buscando la forma de comunicar lo ocurrido a sus familiares, hallaron el nombre y dirección de la señorita Lawson a quien, por teléfono pusieron en antecedentes de lo que pasaba.

Poirot preguntó si habían encontrado cartas o papeles. La tarjeta, por ejemplo, que trajo el hombre que se llevó a los niños.

No se hallaron papeles de ninguna clase, según manifestó el gerente; pero había un montón de cenizas en la chimenea.

Poirot asintió con aire pensativo.

Por lo que se sabía, la señora Peters no había recibido ninguna visita y nadie había entrado en su habitación... con la sola excepción del hombre que se había llevado a los dos niños.

Pregunté al portero qué apariencia tenía el visitante, pero sus explicaciones fueron muy vagas. Un hombre de mediana estatura de cabello rubio, según creía recordar; con aspecto militar y un aire que no podía describir exactamente. Estaba seguro de que no llevaba barba.

—No fue Tanios —dije por lo bajo a Poirot.

—Mi apreciado Hastings. ¿Cree usted, realmente, que la señora Tanios, después de todas las molestias que se estaba tomando para que su marido no encontrara a los niños, iba a entregarlos sin la menor protesta? ¡Ah; eso no...!

—Entonces, ¿quién era el hombre?

—Parece claro que era alguien en quien confiaba la señora Tanios; o más bien, pudo ser enviado por alguien que disfrutaba de esa confianza.

—Un hombre de mediana estatura... —murmuré.

—No es menester que se preocupe por su aspecto, Hastings. Estoy completamente seguro de que el hombre que se llevó a los niños es un personaje sin importancia. El actor principal permanece detrás.

—Así, pues, la nota la escribió otra persona.

—Sí.

—¿Alguien en quien confiaba la señora Tanios?

—Desde luego.

—¿Y la nota fue quemada?

—Sí; le dijeron a Bella que lo hiciera.

—¿Y qué se ha hecho del resumen del caso que le dio usted? ¿No le entregó un sobre con algo escrito? ¿Dónde está?

La cara de Poirot parecía desusadamente grave.

—También ha sido quemado. Pero no importa.

—¿No?

—No. Porque, como usted sabe..., todo está en la cabeza de Hércules Poirot.

Me cogió del brazo.

—Vamos, Hastings. Vámonos de aquí. Nuestras ocupaciones no tienen nada que ver con los muertos, sino con los vivos. Con éstos es con los que debo tratar.

Capítulo XXIX
-
Encuesta en Littlegreen House

Eran las once de la mañana siguiente. Siete personas estaban reunidas en Littlegreen House. Hércules Poirot, de pie junto a la chimenea. Charles y Theresa en el sofá; Charles, sentado en uno de los brazos del mueble, con la mano sobre la espalda de su hermana. El doctor Tanios ocupaba un gran sillón de orejas. Tenía los ojos enrojecidos y llevaba una banda negra en el brazo.

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