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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Espectros y experimentos (20 page)

BOOK: Espectros y experimentos
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—Verás, hijita querida —decía Mentolina entre tanto—, he tenido esta idea maravillosa, pero no acabo de conseguir que funcione porque tengo unos dedos demasiado gordos, me temo. Tú, en cambio, los tienes finos y delicados, así que puedes coser estos retales que a mí se me resisten.

—Este es el patrón, ¿no? —preguntó Solsticio distraídamente, tratando de poner interés, aunque sin conseguirlo del todo.

—Exacto. Adelante.

Silvestre se puso a hurgar entre unos trozos de guata blanca y mullida que estaban amontonados en su lado de la mesa.

—¿Qué es esto? —dijo, tan rematadamente aburrido que incluso aquellos gurruños algodonosos despertaban su interés.


¡Ajá!
—dijo Mentolina—. Espera y verás. Si tu hermanita consigue coser el primer retal, vas a ver lo que es bueno.

Hasta yo me interesé unos segundos; pero enseguida advertí que Fizz se había puesto a reptar con Buzz por las almenas, y ahora tenía doble trabajo con el pico.

—Madre —dijo Silvestre—. ¿Los gemelos pueden subirse ahí?

—¿Hum? Ah, supongo que no —dijo ella, distraída, y agarró a los dos monstruitos del demonio y volvió a meterlos en el parque. Ellos se pusieron a lloriquear y hacer pucheros.

Volvió a la mesa.

—Así. Muy bien.

—Pero ¿qué es? —gimió Solsticio, extrañada.

—Bueno, has de ponerlo del revés. Así. Luego le metemos un poquito de relleno aquí. ¡Allá vamos! Y entonces… Esto ya puedo hacerlo yo. Un par de puntadas aquí. Y aquí.
Et voilà!
¿Qué te parece que es?

Solsticio sofocó una exclamación.

—Grito.

Silvestre parpadeó.

—Es… Es…

—¿Sí?

—¡Grito! ¡Es el pequeño Edgar!

Bueno, ahora sí presté atención. Era cierto, la vieja chiflada había diseñado un muñequito de peluche que era una réplica… de mí. Desde el diminuto pico algo torcido hasta las espléndidas plumas de la cola, también en miniatura, tenía indiscutiblemente forma de mi mismo. Me sentí un poco raro. Era una cosa bien extraña, la verdad.

Silvestre se puso a aplaudir.

—¡Es muy gracioso! —dijo, mirándome de soslayo y añadiendo enseguida—: En el buen sentido, ¿eh?

—¡Es monísimo! —exclamó Solsticio—. ¡Qué ingeniosa eres, madre! Solo que…

—¿Sí, hijita?

—Has comprado metros de tela y bolsas enteras de relleno. Y el muñeco es muy pequeño. ¿Para qué quieres tanto material?

Tenía razón. El pequeño Edgar le cabía a Solsticio en la mano holgadamente.

—Bueno, ¿no creerás que solo vamos a hacer uno? —dijo Mentolina—. Haremos docenas, centenares. Montones y montones.

—¿Para qué?

—¡Para venderlos, por supuesto! ¡Para ganar dinero! ¡Para salvar al castillo y a todos sus moradores!

—¡Grito! ¡Eres lista de verdad, madre!

—Sí, cariño. Y ahora sigue cosiendo, porque he calculado que necesitamos un millar al final de la semana. A ver si con este puedo mantener entretenidos cinco minutos a tus hermanitos.

Dicho y hecho: se levantó y empezó a balancear mi versión en miniatura ante los gemelos. Y he de decir que el muñequito funcionó de maravilla. Muy pronto Solsticio había cosido el segundo, y Silvestre se prestó a echar una mano con el relleno. Mentolina dio las últimas puntadas como antes y, en un abrir y cerrar de ojos, ya había dos mini Edgars para tener contentos a Fizz y Buzz.

Y después ya todo fue cortar y coser: o coser y cantar, como dicen. En cuestión de una hora, la mesa se llenó de diminutos cuervos de peluche negro, cada uno con su pico torcido.

—Venga, Silvestre, sigue así —dijo Solsticio, pasándole otro pellejo de cuervo. Pero su hermano se había detenido.

—¿Qué pasa? —preguntó Mentolina.

—Es que… —dijo—. Es que tú has dicho que vamos a venderlos y a ganar dinero para salvar el castillo.

—Sí.

—¿Y a quién se los vamos a vender?

Se hizo un brusco silencio. También a Mentolina le cambió la cara cuando cayó en la cuenta.

—En eso no había pensado —dijo, vacilante. Y sin añadir nada más, salió de la Terraza Superior con paso alicaído.

Solsticio dio un suspiro.

—A veces, Silvestre, me parece que somos una familia del todo estúpida, te lo juro.

«Habla por ti», pensé, y me fui a comprobar si el montón de muñequitos Edgar era un nido confortable. Y sí. Ya lo creo.

Solsticio miró con aire taciturno cómo me acomodaba entre aquellos bultos mullidos de tela negra.

—Sí, Edgar, aprovecha —dijo—. No te cortes.

—Oye —dijo Silvestre de golpe—, ¿cómo le irá a Espectrini?

A Solsticio se le pintó una expresión de picardía en la cara.

—¡Buena pregunta! Casi me había olvidado de los «ya sabes qué».

—¿De los fantasmas, quieres decir? —preguntó Silvestre.

Ella lo miró extrañada.

—Sí. De los fantasmas. Se me ocurre una idea, oh, hermano mío. Como nuestra madre no nos necesita ahora, y como ya no nos vigila, nada nos impide que vayamos a ver qué progresos ha hecho el Gran Cazafantasmas, ¿verdad?

—Nada, salvo que a mí me da pánico, ¿no?

—Salvo eso, sí.

—Supongo que tienes razón —dijo Silvestre, tragando saliva—. Pero solo hasta la hora del té. Y a la menor señal del «ya sabes qué», echo a correr como un loco. ¿Vale?

—Vale —asintió Solsticio, sonriendo como un tigre mientras se relame los morros—. Solo hemos de encontrar a una doncella que se ocupe de estos dos. Y otra cosa, hermanito, me parece que sería mejor que Colegui se quedara un rato en su jaula, ¿no?

—Sí —dijo Silvestre, apenado—. Creo que tienes razón.

¡Bueno!

¡Volvíamos a entrar en acción! Me mostré dispuesto batiendo un poco las alas y emitiendo alegres graznidos.

Al abandonar la Terraza Superior fui a echar un vistazo a los gemelos, que estaban muy calladitos desde hacía rato. Enseguida vi por qué. Se habían quedado profundamente dormidos: los dos con su pelele a rayas negras y anaranjadas, y con el pico de un cuervo en la boca como si fuera un chupete.

Lo cual, pensé, era más bien enternecedor, pero solo iba a servir para que el pico quedara aún más torcido.

Lista de la compra

de Mentolina:

Vestidito negro

Lana para hacer el pelo

Repelente contra

las pulgas

(De mono y cuervo)

Quitamanchas

de sangre

-P
ero ¿cómo vamos a encontrarlo? —dijo Silvestre resoplando y tratando de mantenerse a la altura de su hermana, que tiene los pies mucho más ligeros.

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