Authors: David Monteagudo
—La vas a acabar toda—dice Ginés, intentando represar con el algodón el torrente de agua oxigenada que baja hasta el calcetín.
—Luego cogemos más. De esto hay en cualquier lado.
—Podías haber gritado antes.
La frase la ha dicho Amparo. Ginés y María se habían olvidado de ella, y ahora le dirigen miradas sorprendidas, interrogantes, sosteniendo en las manos la botella y el algodón ya inactivos. Amparo está con ambos pies en el suelo, bajada del sillín pero con la bicicleta entre las piernas, con las manos en el manillar.
—Cuando gritó se asustaron—dice Amparo, como si ahora hablara sólo con Ginés—. Podría haber gritado antes.
María y Ginés vuelven a fijar su atención en la pierna herida. Su voluntad de ignorar a Amparo es tan unánime que se podría pensar, para alguien ajeno al asunto, que ni siquiera han oído sus palabras.
—Ahora a dejar que actúe—dice María—. Luego pondremos yodo... pero nada de tapar.
—Nos hemos puesto nerviosos. No... no había para tanto—dice Amparo, haciendo avanzar y retroceder las ruedas unos centímetros, de modo que el sillín le da unos golpecitos en el cóccix—, con un grito ya se han asustado.
Esta vez, sus dos compañeros ni siquiera miran hacia ella.
—Menos mal que se nos ocurrió coger un botiquín —dice Ginés, sopesando el frasco del yodo.
—Una escopeta es lo que tendríamos que haber cogido—dice María mirando al suelo, con un deje de desdeñosa irritación.
Ginés la mira un momento con una extraña expresión, como si la viese en este momento por primera vez. Pero María evita su mirada.
—Después de lo de los leones...—dice, con la misma expresión huraña—. No sé cómo no hemos pensado en buscar un arma.
—Yo lo pensé en algún momento—dice Ginés—, pero luego se me olvidó... además... no es tan sencillo... hay que encontrarla, saber cómo se usa, y la... la munición...
—¡Vaya problema—dice María—, pues se busca una armería y ya está!
—Siempre que podamos reventar la puerta—objeta Ginés—, precisamente una armería estará...
—¡Pero bueno! ¿Qué coño os pasa?—estalla María, pasando bruscamente al plural, aunque Amparo se limita, de momento, a guardar silencio—. ¿No queréis tener un arma... o es que vuestro Profeta también tiene el poder de neutralizarlas?... Sí, eso es lo que pasa: no hay nada que hacer; él es quien decide cómo y cuándo desaparece cada uno, ¿verdad?
Ginés guarda silencio, con la vista aparentemente fija en el botiquín.
—Las armas las carga el diablo—dice finalmente, sombrío, evasivo.
—Las armas dan el poder a quien las tiene—dice María.
—Por eso, por eso.
—No os dais cuenta—dice María, negando con la cabeza—. Aquí ha cambiado algo. Los animales... hay que recordarles que todavía somos nosotros los que mandamos, los seres humanos... aunque estemos en minoría.
—También puede servir para suicidarse—dice Amparo inesperadamente—, la escopeta, quiero decir.
María le lanza una mirada terrible, oscura, y después dice:
—A lo mejor tenéis razón y no es buena idea que tengamos a mano un arma de fuego... más que nada para evitar la tentación de «suicidar» a alguien en algún momento.
—Venga—dice Ginés, sujetándole de nuevo la pierna—, te voy a poner el yodo.
—«No había para tanto», dice la tía... ¡y estaba cagada de miedo!—dice María, hablando para sí, mientras Ginés da por buena la dosis de yodo y empieza a desempaquetar una gasa.
—No, nada de taparlo—dice María apartando la pierna, al reparar en lo que está haciendo Ginés—, que cicatrice cuanto antes. Venga, vamos. Ya hemos perdido bastante tiempo.
Ha pasado un cuarto de hora. Las tres bicicletas ruedan a buen ritmo por una zona relativamente llana, de pequeños valles u hondonadas atravesadas en línea recta por la carretera: valles verdes de viñedos y árboles frutales, con algún caserío aislado, flanqueados a ambos lados por cerros o montañas de escasa entidad, recubiertas de pinar. La carretera llega a un pequeño alto, traza una curva, como si perdiese el norte, y enseguida se interna en otra hondonada similar a la anterior.
Ya han recorrido cinco o seis kilómetros por este nuevo paisaje cuando, al final de un valle un poco más amplio que los otros, la carretera se empina hasta desaparecer en un altozano, entre los edificios de una pequeña población. La subida está rodeada por el verdor de los árboles, salpicada de señales que invitan a reducir la velocidad y avisan de la proximidad de un semáforo. Efectivamente el semáforo aparece cerca de las primeras casas. Es un semáforo mudo y apagado. Pero no es eso lo que llama la atención de los tres ciclistas: lo que llama su atención, lo que ha hecho exclamar a María, lo que les ha hecho recorrer los últimos metros con la vista fija en un punto muy concreto del paisaje, es una columna de humo, no muy definida, no muy densa—pero imposible de confundir con una nube—, que se eleva por encima de las casas del pueblo, un poco a la derecha del lugar en el que la carretera se oculta entre las casas.
—Humo—dice María, sin dejar de pedalear—, podría ser alguien... haber alguien...
—Mejor que no nos hagamos ilusiones—dice Ginés—, también podría ser un incendio.
—O un coche que se estrelló—sugiere Amparo.
—Pero ya no estaría... ¿tú crees que todavía estaría ardiendo?—dice María.
—No sé...—dice Ginés, dubitativo—, lo veo muy... difuminado. No sale de un punto concreto... no parece de una hoguera...
—Además—razona Amparo—, ¿quién va a querer hacer fuego, con el calor que hace?
—Podría ser—dice Ginés—para cocinar, o para... para defenderse de los animales.
—Sí—dice María—, arréglalo más tú.
—
:
Mujer... al menos querría decir que hay alguien, seres humanos, personas...
—Sí, sé lo que es una persona, todavía me acuerdo.
La carretera empieza a empinarse imperceptiblemente, y los ciclistas tienen que emplearse de nuevo sobre los pedales para no perder el ritmo. Por delante de ellos se despliegan trescientos o cuatrocientos metros de subida, que aparentemente se acaba en el pueblo, aunque Ginés y Amparo saben que todavía queda mucha pendiente, ahora oculta por el paisaje, hasta un pequeño puerto de montaña que marca el punto más alto de la ruta.
La percepción de la carretera, de las distancias, cambia mucho cuando hay que ganarla metro a metro, pedaleando a los mandos de una bicicleta, pero Ginés había recorrido muchas veces esta carretera en su juventud, cuando vivía en Villallana, y a Amparo—aunque últimamente opta siempre por la autopista—tampoco le resulta desconocida.
El sol queda a sus espaldas. El bulto híbrido de bicicleta y hombre proyecta su sombra un metro por delante de la rueda delantera, como una flecha que indicara la obligación de seguir adelante. Pero sigue haciendo calor; parece incluso que el calor haya aumentado, aunque tal vez sea a causa del esfuerzo suplementario a que obliga la subida, al impacto perpendicular del sol en la espalda.
Unos minutos más tarde, los tres compañeros llegan jadeando a lo alto de la pendiente. El pueblo les recibe con un cartel, colgado de un lado a otro, en el que se anuncian las fiestas patronales.
—Mira, estaban en fiestas—dice Amparo, comprobando las fechas que figuran en el cartel.
A partir de ahí, coincidiendo con el semáforo y el cambio de rasante, la carretera discurre entre las casas del pueblo, en terreno llano, trazando una perezosa curva a la derecha. Por unos momentos pierden de vista la columna de humo; la masa de los edificios se la ha ocultado. Pero la población es pequeña, apenas los cien metros que recorre la curva, y aun así se ven síntomas de lo que debía ser una gran animación: muchos coches aparcados a un lado y a otro, y hasta tres bares, algunos con terrazas, con el típico desorden solitario, desolado, que los ciclistas ya conocen muy bien: las sillas separadas de las mesas, las botellas y los vasos con su contenido muerto, los paquetes de tabaco, y esa frivolidad un tanto fatua, que ahora resulta dramática, de las motos aparcadas una al lado de la otra. Las hileras de banderolas festivas, colgadas de un lado a otro de la carretera, ondean ahora suavemente, mecidas por la brisa, en medio de un silencio agorero, sobrecogedor.
A la salida de la curva, las casas se acaban de golpe. El pueblo se despide con un último establecimiento más grande que los otros; una especie de hostal con una explanada a modo de aparcamiento. El hostal, paradójicamente, aparece cerrado y sin coches.
La columna de humo ha reaparecido. No salía del pueblo sino de algún punto situado detrás de un cerro pedregoso, cubierto de matorral, que la carretera, después de trazar una breve recta, se dispone a rodear curvándose ahora en sentido contrario, es decir, hacia la izquierda. El terreno, que continúa siendo llano, tal vez incluso un poco descendente, invita a aumentar la velocidad. Pero el trío pedalea cada vez con menos fuerza, disminuyendo progresivamente, sin darse cuenta, el ritmo de su marcha.
—Vayamos con cuidado... no... no sabemos lo que puede haber ahí detrás—dice Ginés.
Pero incluso aflojando la marcha, incluso levantando el pie de los pedales, el cerro se va apartando lentamente, se hace a un lado, y finalmente les muestra un panorama que, si bien acaba de golpe con la ansiedad de la incertidumbre, representa en sí mismo una decepción. Tal como los ciclistas recordaban, la carretera se empina de nuevo, ascendiendo por una pendiente bastante pronunciada, ocultándose a ratos, perdiéndose en la lejanía hasta llegar a un alto, unas montañas que hasta entonces habían permanecido ocultas a la vista. Pero la mitad de ese paisaje ha sido ennegrecido por las llamas. El fuego procedía, efectivamente, de un incendio.
—¡Era un incendio!
—Ya os lo dije yo, que a lo mejor era un incendio...
—Y ha quemado todo... todo lo que hay a la izquierda de la carretera... está todo chamuscado...
—Y porque era matorral... aquí... aquí no hay árboles, mirad al otro lado. Como mucho algún árbol enano... ¡Cómo ha cambiado el paisaje!
—El fuego... el fuego ya se ha parado, ha llegado hasta aquí; ahora sólo sale humo pero... hace poco aún debía de haber llamas.
—Aún quedan algunas... ¡mira, allá... muy pequeñajas!
—Lo ha frenado ese torrente... estaba aprisionado: por un lado las rocas, por el otro la carretera ha... ha hecho de cortafuegos, y al llegar al torrente se ha frenado.
—Entonces... el fuego venía de arriba, ha venido avanzando hacia aquí, lo ha quemado todo a su paso...
—Claro... puede haber tardado... quiero decir que a lo mejor el fuego empezó en el momento... cuando el apagón...
—O antes. O después. En el verano es normal que haya incendios.
—De hecho aquí parece que ya ha habido incendios anteriormente. Este paisaje... fijaos en estos cerros: todo cubierto de matorral... aquí tendría que haber árboles, como en las montañas ésas de ahí arriba...
Aunque visualmente no lo parezca, el terreno ya se ha empezado a inclinar, y los ciclistas se ven obligados de nuevo a empujar con fuerza los pedales. Las conversaciones han cesado. En el imponente silencio del paisaje yerto, sin ecos, tan sólo se oye el fuelle de las respiraciones, los pequeños gemidos de la mecánica pacífica y elemental de las bicicletas sometida a la tracción.
El paisaje es desolador; tiene algo de irreal con su doble rostro, negruzco por un lado y verde—de un verde austero y raquítico—por el otro. La carretera, como una recta trazada con tiralíneas, delimita con geométrica precisión esas dos caras del paisaje.
Hace calor, se diría que la brisa, junto con el olor a hierba quemada, empuja hacia los ciclistas el ardor de los rastrojos carbonizados, todavía humeantes. Pero aunque lentamente, el paisaje va desfilando, y lo que era una columna de humo, con las últimas lenguas del fuego en su base, se convierte en jirones bajos y rastreros, como un aliento neblinoso, y después desaparece por completo, y al cabo de unos minutos los ciclistas pedalean silenciosos, flanqueados a su izquierda por un paisaje monótono e interminable de tierra tiznada y fría, totalmente inactiva.
En silencio, tenazmente, empujados por el deseo de abandonar cuanto antes esos páramos, los tres supervivientes dejan atrás un primer cambio de rasante, y después otro, muy similar al anterior, y luego la carretera se curva un poco a la derecha, y sigue subiendo en línea recta hasta aproximarse a lo que ya parece el alto, el puerto de montaña, la promesa de que la carretera empezará a descender y les plantará en poco tiempo en la ciudad, en otros campos, en otro paisaje que no tenga la mitad de su rostro tiznado por el fuego.
Hay un rótulo a la derecha, un cartel como los que aparecen de vez en cuando en las carreteras para indicar el nombre de un río o de un viaducto. El rótulo todavía está lejos, ilegible, y los ciclistas clavan la vista en él con la esperanza de que acabe revelando el nombre del ansiado puerto de montaña. Tan atentos están al pequeño rectángulo pintado de color crema, que ninguno de los tres repara en la extraña estructura que, a medida que ascienden, va apareciendo a su izquierda, por detrás del cercano horizonte de una loma. No es que el objeto pueda ser confundido con una roca, pero tal vez los ciclistas no lo hayan visto porque presenta la misma tonalidad oscura y chamuscada de la tierra que lo rodea.
—¡Alto del Gordal!—grita de pronto Ginés—. ¿Lo veis... ? Sabía que ya faltaba poco. Ahora viene una bajada muy larga, y si no me equivoco...
—Setecientos treinta y cinco metros—lee Amparo, obvia, literal.
—¿Qué es eso que hay ahí?
Las palabras de María atraen inmediatamente la atención de sus compañeros. Los tres van pedaleando, pero María mira con insistencia hacia las tierras calcinadas que quedan a su izquierda, en lo más alto de la vertiente. Ginés y Amparo no tardan en descubrir lo que señala María, la estructura redondeada y negruzca que asoma por detrás de la cresta, como si estuviera ya en la otra vertiente, en la de bajada, y ahora se hiciese visible, a medida que las bicicletas se acercan a la cima.
Es un objeto, un objeto grande. La distancia puede engañar, pero se diría que tiene el tamaño de un automóvil, o incluso de algo mayor, aunque la forma es más cilíndrica, más redondeada. A pesar de su aspecto vagamente mineral, la vista no tarda en descubrir en el extraño objeto detalles, texturas y calidades que delatan la presencia de la plancha de acero quemada, abollada, torturada por un gran impacto.