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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (14 page)

BOOK: Gothika
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—Pero, pero... siempre con «peros». ¿Cuántas veces habré de decirle que hay que respetar la regla de silencio? —dijo abriendo la puerta de su celda.

Sor Angustias la aguardaba al otro lado con una vela encendida.

—Lo siento, madre abadesa, pero he creído conveniente avisarla.

—¿Qué ocurre, sor Angustias?

—Escuché cómo alguien llamaba insistentemente a la puerta del convento. Me he asomado y he visto a una mujer vestida de blanco.

—¿Y qué es lo que quiere a estas horas? Sabe perfectamente que no es nuestra misión atender cuestiones de extramuros.

—No lo sé. Apenas me había asomado a la cancela cuando se desplomó. Para mí que está más muerta que viva. No podemos dejarla a la intemperie.

Mientras las religiosas hablaban, se dirigían caminando hacia la puerta del edificio.

—Eso no es asunto de esta comunidad. Debemos velar por el mantenimiento del orden y el recogimiento en el interior de la casa del Señor.

—Pero, madre...

—Sin «peros», sor Angustias —concluyó tajante la superiora.

Justo en ese instante se escucharon unos gritos espantosos; provenían del exterior. Una mujer pedía auxilio con desesperación. Hasta la madre abadesa se estremeció al escucharlos.

—¡Rápido, las llaves!

Al abrir la puerta encontraron a Analisa tirada en el suelo. Tenía las manos tapadas con trapos ensangrentados y su rostro cubierto de sangre.

Las religiosas se horrorizaron ante aquel espectáculo.

—¡Ayúdeme a meterla dentro! —ordenó la madre abadesa.

Algunas de las hermanas de la comunidad se habían despertado con los gritos y se habían reunido en torno a la puerta principal. Cuchicheaban entre ellas, pero no se atrevían a aproximarse a la recién llegada.

La madre abadesa, consciente del revuelo que se había originado, impuso su autoridad.

—¡Hermanas, no se queden ahí! ¡Vamos, vamos! ¡Regresen a sus celdas!

Las monjas obedecieron de inmediato. Conocían de sobra el genio de su superiora.

Entre sor Angustias y la madre abadesa cargaron el maltrecho cuerpo de la joven y lo condujeron hasta una de las celdas vacías. Era una habitación austera amueblada con una cama y una mesilla de madera sobre la que había una vela. No sin grandes esfuerzos, la acostaron sobre el camastro.

—Sor Angustias, avise a la hermana Ramira. Dígale que venga con sus enseres.

La hermana Ramira tenía algunos conocimientos médicos. Acudían a ella cada vez que alguna de las monjas se sentía indispuesta.

—Y despierte también a la hermana Ignacia. Pídale que caliente una escudilla del potaje de la cena. Si no ha sobrado, dígale que prepare algo caliente. Esta mujer está helada.

La primera en llegar fue la hermana Ramira. Aún medio dormida y con el hábito mal colocado se presentó en la celda junto a sor Angustias.

—¡Hermana Ramira! —dijo la madre abadesa al verla de esa guisa— ¡Un poco de decoro!

—Lo siento, madre abadesa —se disculpó bajando la cabeza con sumisión—. Las prisas tienen la culpa.

La hermana Ramira era una mujer menuda y delgada. Rondaba los sesenta años, aunque aparentaba muchos menos. Por este motivo, sus compañeras pensaron al principio que era demasiado joven para ejercer las funciones médicas del convento. Sin embargo, sus conocimientos sobre todo tipo de enfermedades terminaron sorprendiéndolas.

Sor Ramira se colocó el hábito como pudo y se aproximó a la cama donde yacía Analisa.

—¡Que el Señor se apiade de ella! —exclamó al ver su cara y sus manos—. ¿Qué le habrá ocurrido a esta pobre mujer?

—Eso no es asunto nuestro —contestó la madre abadesa con aspereza—. Haga lo que pueda por ella, si es que se puede hacer algo, y no se interrogue acerca de cuestiones mundanas.

La hermana Ramira obedeció. Primero limpió las heridas de la cara. Entonces se dio cuenta de que eran superficiales. Sin embargo, cuando retiró los trapos que cubrían sus manos a modo de improvisadas vendas, descubrió que estaban destrozadas. No sólo tenían cortes profundos, sino que, además, estaban severamente dañadas por los golpes que había propinado al cristal intentando salir de su ataúd.

Después de las curas, la hermana Ramira pidió a sor Angustias que trajera unas mantas.

—Hay que hacerla entrar en calor. ¡Está fría como los bancos del refectorio!

De una bolsa extrajo una pequeña botella que contenía aguardiente. La aproximó a la boca de Analisa y dejó caer unas gotas sobre sus labios. En ese momento, la joven tosió y entreabrió los ojos haciendo un esfuerzo por comunicarse y hablar.

—No estoy muerta... No lo estoy.

Su voz sonaba extremadamente débil y lejana.

—¡Claro que no! ¡Tranquila, tranquila! —dijo la madre abadesa intentando calmarla—. Está en buenas manos. Descanse ahora y no se fatigue más, que no le sobran las fuerzas.

La hermana Ignacia apareció con una escudilla de potaje caliente y un trozo de pan rancio.

—Aquí está la comida, madre abadesa. Si fuera necesario, aún queda un poco en el puchero.

—Gracias, hermana Ignacia. Puede retirarse. Ya nos encargamos nosotras —explicó la madre abadesa cerrándole la puerta en las narices. Quería evitar posibles cotilleos.

Entre sor Angustias y sor Ramira incorporaron a Analisa para que pudiera comer, pues la joven no tenía fuerzas ni para eso. Analisa estaba muerta de hambre y devoró el guiso con avidez. Sin embargo, nada más acabar, para horror de las religiosas presentes, la joven sufrió unas náuseas terribles y acabó vomitándolo todo.

Las monjas limpiaron el desaguisado tapándose la nariz con ayuda de sus hábitos y después pensaron que lo mejor era dejarla descansar y no forzarla a comer, al menos de momento.

—Hermanas —dijo la madre abadesa con tono solemne—, no quiero que nadie pise esta celda sin mi consentimiento. No deseo que la vida en nuestra comunidad se vea alterada por la llegada de esta desgraciada mujer.

—Sí, madre abadesa —contestaron al unísono.

—Y otra cosa: no se les ocurra comentar nada al resto de las hermanas de lo que aquí han visto esta noche o de lo que puedan ver en los próximos días. Quiero que guarden la más absoluta discreción sobre la recién llegada. En cuanto pueda caminar abandonará este convento. ¿Está claro?

Las dos asintieron.

19

Alejo estaba perplejo. La gente con la que se habían ido cruzando desde que salieran de casa los miraba con desconfianza y temor y, de repente, al franquear la puerta de The Gargoyle todo parecía haber cambiado. Ya nadie los observaba aviesamente y el colorido de la calle se había esfumado dejando paso a una «película» en blanco y negro. Ésos eran los colores predominantes en aquel especial universo al que ahora tenía acceso el escritor. Una cosa era compartir su casa con Darío Salvatierra y otra muy diferente encontrarse en una sala repleta de «Daríos». Los patrones se repetían sin excepción: ropas negras combinadas con toques de blanco, lila o rojo.

Aquella noche Darío vestía un traje de chaqueta de terciopelo al más puro «estilo enterrador» escapado de una novela de Poe. Como nota de color había introducido en su vestuario un chaleco de raso de color verde botella. Alejo llevaba un pantalón de cuero negro y la inseparable levita de Darío. Éste había refunfuñado mucho, pero al final consintió en prestársela. «En el fondo no es mal chaval», pensó el escritor. Sin saberlo, Alejo emulaba a Brandon Lee en
El cuervo.
Brandon, hijo del malogrado Bruce Lee, había perdido la vida en un absurdo —y nunca del todo aclarado— accidente acaecido durante aquel rodaje y, por algún extraño motivo, el filme se había convertido en una película de culto para muchos góticos.

Ya en la barra, Darío pidió dos absentas. Alejo supo más tarde que aquélla era una bebida muy popular en los ambientes góticos, especialmente desde que apareciera en una escena de la adaptación cinematográfica que del
Drácula
de Stoker había realizado Francis Ford Coppola en 1992. No en vano esa bebida de color verde «la va vajillas» —aunque existen otro tipo de absentas de diferentes tonalidades— era la preferida del siniestro conde, quien se refería a ella como «el afrodisíaco del yo». En la película el conde Drácula introducía a su amada Mina en el ritual de la absenta. Servía una parte de licor en una copa. Después, sobre una cucharilla especial agujereada en su base, colocaba un terrón de azúcar y vertía agua encima. Al contacto con el agua y el azúcar, la absenta cambiaba de color volviéndose turbia. Y el conde le decía a la joven: «El hada verde que vive en la absenta quiere tu alma. Pero tú estás a salvo conmigo.» Era, sin duda, una escena turbadora e inquietante, pues simbolizaba el pecado al que Mina estaba a punto de sucumbir.

Sin embargo, Drácula no era el único que había sabido apreciar las propiedades de la absenta; un nutrido grupo de escritores, pintores y artistas cayeron rendidos a sus efluvios: Wilde, Baudelaire, Hemingway, Van Gogh, Manet y Picasso, entre otros muchos. Todos ellos encontraron alguna suerte de inspiración en la absenta, bebida que a la postre se convirtió en fuente de problemas y desvarios hasta el extremo de ser prohibida en varios países como Suiza, Francia o Gran Bretaña. No obstante, en la Península Ibérica nunca se detuvo la producción de absenta y, a pesar de que en la actualidad en otros países se consumía una absenta extraída de una variante de la receta original, en España y en Portugal, para deleite de los defensores de la mítica bebida, se había conservado la receta original.

Darío oteaba el local en busca de alguno de sus colegas mientras el escritor tomaba buena nota mental de las lentillas amarillas del camarero, que simulaban los ojos de un vampiro. En la pared, unas fotos en blanco y negro llamaron su atención. En ellas aparecía un hombre dentro de un ataúd en distintas posiciones. Se fijó con atención. La cara del modelo era siempre la misma... ¡la del camarero! Éste, que había percibido su asombro, sonrió satisfecho porque intuía el golpe de efecto que acababan de ocasionar las imágenes en el recién llegado.

En seguida se le acercaron dos jóvenes de edad similar a Darío y lo saludaron dándole un leve beso en los labios. Alejo se sorprendió, pero no dijo nada; ya le preguntaría luego por qué lo hacían. Dentro de la estética gótica era habitual saludarse de este modo. Era parte de la ambigüedad adscrita al simbolismo de los vampiros.

—¿Quién es ése? —preguntó uno de ellos mirando a Alejo de reojo.

—Es un primo de Burgos.

—Creía que no tenías familia fuera de Madrid —comentó con recelo.

—Hacía mucho tiempo que no sabíamos de él.

Pronto se reunieron con otros góticos que también lo saludaron del mismo sorprendente modo que había observado con anterioridad, pero era evidente que no se fiaban del recién llegado, pues nadie se atrevió a presentarse oficialmente o a dirigirle la palabra. Se limitaron a hacerle un gesto con la cabeza. Alejo se sintió desplazado, pero evitó hacer comentarios. A fin de cuentas, era consciente de que se trataba de un mundillo muy reservado. Tampoco le hacía sentirse muy cómodo el hecho de hallarse rodeado de gente que en su mayoría cubría sus ojos con gafas de sol de espejo, como si la escasa luz de The Gargoyle pudiera dañarlos.

Después de un rato de cuchicheos al oído, los amigos de Darío salieron a la pista de baile. El local era bastante grande, al menos había tres barras. La decoración resultaba de lo más pintoresca. Por un momento, el escritor tuvo la sensación de estar en la biblioteca de Sherlock Holmes, rodeado de estanterías con libros de
atrezzo
y falsos candelabros con velas.

—No son muy sociables que digamos —comentó Alejo.

—Ya te lo advertí. No es fácil hacer amigos aquí.

—Ya. Ya me he dado cuenta.

—De todos modos —dijo Darío saliendo en su defensa—, están inquietos. No se fían mucho de los recién llegados porque hace un par de semanas apuñalaron a una chica en este local.

—¿Qué? ¿De veras?

—Sí. No me lo han dicho, pero apuesto a que piensan que eres un «madero» infiltrado.

—¿Por qué?

—Porque, hasta la fecha, la policía no ha conseguido averiguar nada.

—¿Y tú qué sabes de eso?

—¡Nada! ¿Qué quieres que sepa? Ni siquiera estaba aquí cuando ocurrió.

—Algo habrás oído, digo yo.

—Poco, la verdad. Hay mucho mutismo. Además, ¿a ti qué cojones te importa eso?

—Pues sí me importa. Cualquier historia extraña puede ser un buen arranque para mi novela.

—¡Tu novela! Es lo único que te preocupa, ¿verdad?

—En estos momentos, sí —confesó—. Y no sé por qué te caigo tan mal, tío. Yo no te he hecho nada.

Darío no contestó. Se limitó a alejarse sin decir nada. El escritor observó desde la barra cómo se aproximaba a una joven gótica para pedirle que bailara con él.

Después de haberse bebido tres absentas, Alejo se sentía mareado. Aun así, intentaba grabar en su mente todo cuanto sucedía a su alrededor, ya que extraer una libreta en esas circunstancias no habría resultado conveniente. Estaba apoyado en la barra y se sentía como un pasmarote. Darío había desaparecido de su campo visual y allí, solo, empezaba a pensar que todo había sido un error. Aquel tema le venía grande y tampoco sabía si las andanzas de los góticos eran tan interesantes como para armar con ellas el esqueleto de una novela. En aquellos instantes dudaba de la idea que tan genial le había parecido en su día.

Absorto como estaba, no advirtió que alguien lo observaba desde el otro extremo de la barra. Una mujer de mirada turbadora había posado sus ojos en él, pero no reparó en ello hasta que se giró para pedir otra absenta. Entonces vio que aquella extraña le hacía un gesto para que se aproximara hacia ella. Estaba sentada sobre un taburete, sola.

—¿Tienes papel? —le preguntó.

Alejo creyó que le pedía un papel para liarse un porro.

—No, no fumo.

—Me refiero a que si necesitas un papel... para escribir —repuso divertida ante su desconcierto.

—No tengo nada que escribir —manifestó confundido.

«¿Cómo sabrá que quiero tomar notas?», se preguntó.

—Me pareció que querías apuntar algo.

—¿Vienes mucho por aquí? —preguntó Alejo cambiando de tema.

—A veces.

Se sentía como un idiota delante de la extraña. Cuanto más la miraba mayor fascinación ejercía sobre él. No sabía sobre qué charlar, pero algo era seguro: no quería dejar de hablar con ella, aunque sólo fuera capaz de decir tonterías en su presencia.

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