El lugar donde se vieron por primera vez. Jemaâ-el-Fna, el corazón de Marrakech, donde el fuego de su mirada la había atrapado entre el caos de la multitud, atravesando su alma. Akiva la urgió con voz ronca:
—Prométemelo. Karou, promete que no te marcharás con Razgut hasta que te encuentre. Hasta que me explique.
Karou quería prometérselo. Akiva le estaba jurando lealtad, incluso en contra de su propia estirpe. Seguramente, él le había salvado la vida —¿habría podido soportar el ataque de dos serafines armados?—, a lo que había que añadir que la había
elegido
a ella. ¿No era eso lo que siempre había deseado, ser elegida? ¿Ser querida? Akiva había abandonado su propio mundo por ella, y le estaba pidiendo que lo esperara en Marrakech.
Sin embargo, algo implacable en su interior retrocedió ante aquella promesa. Él la había elegido, pero eso no significaba que ella hubiera reaccionado del mismo modo en una situación similar —frente a Brimstone, Issa, Yasri y Twiga—. «Quiero que sepas que nunca te abandonaré sin más», había asegurado Karou a Brimstone, y no lo haría. Ella habría elegido a su familia. Otra opción resultaba inimaginable, aunque en aquel momento la idea de abandonar a Akiva le produjera verdadero dolor físico.
—Te esperaré tanto tiempo como pueda. Es todo lo que puedo hacer —dijo Karou.
Tuvo la sensación de que el fulgor de sus ardientes alas se atenuaba un poco. Akiva respondió con voz apagada, y esta vez sin mirarla:
—Entonces, tendrá que ser suficiente.
Liraz desenvainó su espada, y Hazael tras ella. Los policías se replegaron y alzaron las pistolas, gritando en checo a los ángeles que bajaran las armas. La gente gritó invadida por una especie de terror extático. Zuzana, zarandeada por la multitud, mantuvo la mirada en Karou.
Akiva, cuyas espadas, cruzadas entre las alas, resultaban menos obvias, agarró las dos empuñaduras por encima de sus hombros y las desenfundó con un armónico sonido metálico. Sin mirar atrás, insistió:
—Karou.
Vete.
Karou se acuclilló y, justo antes de saltar hacia el cielo y desvanecerse en el éter en una ráfaga de azul y negro, dijo con voz entrecortada y suplicante:
—Akiva, ven y encuéntrame.
Y desapareció, dejando que Akiva se enfrentara en solitario a las consecuencias de su terrible elección.
PERDIDO EN UN SUEÑO
Akiva era incapaz de contener la sangre dentro de su cuerpo. Brotaba entre sus dedos y escapaba en chorros calientes, empujada por los latidos de su corazón. No podía detener la hemorragia. Era una herida terrible, e intentar taparla era como reunir unos pedacitos de carne para tratar de alejar a un perro.
Iba a morir.
A su alrededor, el mundo había perdido sus horizontes. La niebla ocultaba la playa de Bullfinch, y Akiva escuchaba el sonido de las olas que rompían en la arena, pero solo divisaba los cadáveres más cercanos: montículos grisáceos desdibujados entre la bruma. Podían ser quimeras o serafines. Excepto el más cercano, no podía distinguirlos. Ese se encontraba a solo unos metros de distancia, con la espada de Akiva clavada en el cuerpo. Era una bestia mitad hiena, mitad lagarto, una monstruosidad, y había desgarrado la carne de Akiva desde la clavícula hasta el bíceps, rasgando su cota de malla como si fuera de tela. La bestia se había aferrado a él, sus dientes clavados en su hombro, después incluso de haberle atravesado el enorme pecho con la espada. Akiva había girado la empuñadura, clavando más la hoja, girándola de nuevo. La bestia había lanzado un alarido desde el fondo de su garganta, pero no lo soltó hasta que estuvo muerta.
Y mientras Akiva esperaba tendido la llegada de su propia muerte, un bramido rompió el silencio posterior a la batalla. Se puso rígido y se presionó con más fuerza la herida. Más tarde, se preguntaría por qué había reaccionado de aquel modo. Debería haberse abandonado y morir antes de que llegaran a donde él se encontraba.
El enemigo estaba recorriendo el campo de batalla rematando a los heridos. Habían luchado todo el día y obligado a los serafines a retirarse a la fortificación de la bahía de Morwen, y no estaban interesados en hacer prisioneros. Akiva debería haber acelerado su muerte, dejándose arrastrar por la tranquilidad que acompañaba a la pérdida de sangre, algo parecido a quedarse dormido. El enemigo sería mucho menos considerado.
¿Qué lo empujó a esperar? ¿La esperanza de matar a una quimera más? Pero si era eso, ¿por qué no trataba de arrastrarse para recuperar su espada? Simplemente permaneció allí, apretando su herida, viviendo aquellos escasos minutos adicionales por alguna razón que no comprendía.
Y entonces la vio.
Al principio no era más que una silueta. Grandes alas de murciélago, largos cuernos de gacela afilados como picas —las características animales del enemigo—. Una profunda aversión invadió a Akiva, que la vio detenerse junto a un cadáver y luego junto al siguiente. Se acercó al cuerpo de la hiena-lagarto y permaneció allí largo rato —¿qué estaba haciendo?, ¿un rito funerario?—.
Se volvió y deambuló hacia Akiva.
A cada paso su imagen se definía más. Era delgada y tenía las piernas largas —delgados muslos humanos que se convertían, a partir de la rodilla, en unas elegantes patas de gacela rematadas por unas delicadas pezuñas hendidas con las que parecía moverse sobre alfileres—. Sus alas estaban plegadas, y su modo de andar transmitía al mismo tiempo gracilidad y tensión por la potencia reprimida. En una mano portaba un cuchillo de luna creciente; otro igual pendía enfundado sobre su muslo. Con la otra mano sujetaba un largo bastón que no era un arma. Estaba curvado como el cayado de un pastor y llevaba algo plateado —¿un farol?— suspendido de un extremo.
No, no era un farol. No desprendía luz, sino humo.
Avanzó unos pasos, hundió las pezuñas en la arena y la bruma desveló su rostro, y el de él a ella. Se detuvo en seco al percibir que estaba vivo. Akiva se preparó para sentir un grito, una arremetida repentina y más dolor cuando ella le clavara el cuchillo, pero la chica quimérica no se movió. Durante un largo instante se miraron el uno al otro. Ella ladeó la cabeza con un gesto burlón parecido al de un pájaro que no denotaba violencia, sino curiosidad. De sus labios no brotó ningún alarido. Su rostro permaneció serio.
Incomprensiblemente, era hermosa.
Se acercó un paso más. Akiva contempló su rostro a medida que ella se aproximaba. Deslizó su mirada por aquel largo cuello hasta las clavículas. Su constitución era delicada, elegante y enjuta. Tenía el pelo corto, como el plumón de un cisne, suave, oscuro y muy pegado al cráneo, lo que revelaba la arquitectura de su rostro; perfecto. Una máscara de pintura negra rodeaba sus ojos, y Akiva pudo ver que eran grandes —castaños y luminosos, vivaces y apenados—.
Sabía que aquella pena era por sus compañeros caídos y no por él, pero aun así se sintió traspasado por la compasión de su mirada. Le hizo pensar que quizás nunca hubiera mirado realmente a una quimera. Estaba acostumbrado a tratar con esclavos, pero estos mantenían los ojos fijos en el suelo, y a guerreros como ella solo los había visto mientras eludían un golpe mortal o lanzaban otro, medio cegados por el sangriento fragor de la batalla. Si ignorara su cuchillo ensangrentado y su armadura negra ajustada al cuerpo, sus diabólicas alas y sus cuernos, si solo se concentrara en su rostro —tan inesperadamente encantador—, parecería una muchacha, una muchacha que había encontrado a un joven moribundo en la playa.
Durante un instante, fue eso. No un soldado, ni el enemigo de nadie, y la muerte que se cernía sobre él pareció carecer de sentido. Aquella forma de vida, ángeles y monstruos encadenados a una sucesión de asesinatos y muertes, de muertes y asesinatos, se presentó como una elección arbitraria.
Como si pudieran elegir sin más
no
morir ni matar.
Sin embargo, no era así. Aquello era lo único que existía entre ellos. Y aquella muchacha estaba allí por la misma razón que él: masacrar al enemigo. Y eso implicaba matarlo
a él.
Entonces, ¿por qué no lo hizo?
Se arrodilló a su lado sin tomar ninguna precaución para protegerse de cualquier movimiento inesperado que él pudiera hacer. Akiva recordó el cuchillo que llevaba a la cintura. Era pequeño y no podía compararse con las fantásticas lunas crecientes de ella, pero podía matarla. Con un solo gesto podría clavárselo en la garganta. Su perfecta garganta.
Akiva permaneció inmóvil.
Estaba aturdido. Había perdido mucha sangre. Y al contemplar el rostro que se inclinaba sobre él, se preguntó si sería real. Podía tratarse de un sueño de moribundo, o tal vez la hubieran enviado desde el más allá para recoger su alma. El incensario de plata colgaba de su enganche, exhalando un humo con aroma herbal y sulfuroso, y mientras aquella esencia lo envolvía, Akiva sintió que tiraban de él, que lo
llamaban
. Mareado, pensó que no le importaría seguir a aquella mensajera hasta el siguiente reino.
Imaginó que ella lo guiaba y, empujado por la serenidad de aquella imagen, retiró la mano de la herida para acercarla a los dedos de la muchacha y entrelazarlos con los suyos, resbaladizos por la sangre.
Ella abrió los ojos con sorpresa y retiró la mano.
La había asustado; no era su intención.
—Iré contigo —dijo Akiva en idioma quimérico, del que sabía lo suficiente como para dar órdenes a los esclavos. Era una lengua áspera, una combinación de numerosos dialectos tribales unificados por el Imperio y, con el paso del tiempo, convertidos en idioma común. Akiva apenas oía su propia voz, pero ella distinguió sus palabras.
Miró el incensario y luego a él.
—Esto no es para ti —respondió retirando el bastón y clavándolo en el barro, donde la brisa pudiera arrastrar el humo—. No creo que quieras acompañarme a donde yo voy.
Incluso con las inflexiones animales de aquella lengua, su voz sonaba hermosa como una canción.
—Muerte —continuó Akiva. Había dejado de presionar la herida, y la vida se le escapaba rápidamente. Los ojos se le cerraban poco a poco—, estoy listo.
—Pues yo no. He oído que es aburrido estar muerto.
Pronunció aquellas palabras con tono frívolo, divertido, y él levantó los ojos hacia ella. ¿Estaba bromeando? La muchacha sonrió.
Sonrió
.
Él también. Sorprendido, sintió que una sonrisa se dibujaba en su boca, como un reflejo provocado por el gesto de ella.
—Aburrido, suena bien —respondió dejando caer los párpados—. Tal vez pueda ponerme al día con mis lecturas.
Ella contuvo la risa con una mano y Akiva, a la deriva, empezó a creer que
estaba
muerto. Sería menos extraño que pensar que aquello estaba sucediendo realmente. Había perdido la sensibilidad en el hombro destrozado y no se dio cuenta de que ella lo estaba tocando hasta que sintió un dolor intenso. Jadeó y sus ojos se abrieron de golpe. ¿Lo había apuñalado después de todo?
No. Le había colocado un torniquete por encima de la herida. Eso había provocado el dolor. Él la miró sorprendido.
—Te recomiendo que sigas vivo —dijo ella.
—Lo intentaré.
A continuación se escucharon voces cercanas, guturales. Quimeras. La muchacha se quedó inmóvil y, con un dedo sobre los labios, musitó:
—Shhh.
Intercambiaron una última mirada. La bruma difuminó el sol tras ella, delineando sus cuernos y sus alas sobre un resplandor. Su pelo rapado tenía aspecto de terciopelo, parecía tan suave como el cuello de una foca, y sus cuernos engrasados brillaban como azabache pulido. A pesar de su perversa máscara pintada, su rostro era
dulce
, su sonrisa era
dulce
. Akiva no estaba familiarizado con aquella sensación que lo atravesó hasta llegar a lo más profundo de su pecho, donde no imaginaba que se ocultaran sentimientos. Era tan nuevo y extraño como si le hubiera aparecido de repente un ojo en la nuca, ofreciéndole una nueva perspectiva de su entorno.
Quería tocar su cara, pero se contuvo porque tenía la mano cubierta de sangre y, además, notaba pesado incluso el brazo que no tenía herido y no se sentía capaz de levantarlo.
Pero ella sintió el mismo impulso. Alargó la mano, vaciló un instante y luego rozó con sus fríos dedos la frente abrasada por la fiebre y las mejillas de Akiva, hasta detenerse en el punto de su garganta donde latía débilmente su pulso. Los mantuvo allí un momento, como para asegurarse de que la vida aún corría por sus venas.
¿Sintió cómo sus latidos se aceleraban cuando lo tocó?
Y entonces, de un salto, se levantó y desapareció. Aquellas largas piernas con pezuñas de gacela y músculos definidos la impulsaron entre la niebla con saltos tan fluidos que parecía volar, y sus alas ligeramente desplegadas y levantadas como cometas convertían cada descenso en un movimiento de danza. A lo lejos, Akiva distinguió cómo su silueta se unía a otras entre la bruma —bestias descomunales sin su ágil elegancia—. Conversaciones que se dirigían hacia él, repletas de gruñidos, y entre todas las voces la de ella, tranquilizadora. Akiva confiaba en que los alejaría de él, y así fue.
Akiva sobrevivió, y aquella experiencia lo cambió para siempre.
—¿Quién te ha colocado este torniquete? —le preguntó Liraz después, cuando lo encontró y lo llevó a un lugar seguro.
Él contestó que no sabía.
Sentía como si hasta ese momento hubiera pasado su vida deambulando por un laberinto, y en el campo de batalla de Bullfinch hubiera hallado por fin el centro. Su propio centro —aquel punto donde las emociones habían despertado del entumecimiento—. Ni siquiera había sospechado que aquel lugar existiera hasta que la enemiga se arrodilló junto a él y le salvó la vida. La recordaba de forma difusa, como en un sueño, pero no había sido un sueño.