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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

Hija de Humo y Hueso (38 page)

BOOK: Hija de Humo y Hueso
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Esa noche, estaba aislada —los ojos se posaban en ella, pero no las manos, ni mucho menos los labios—. La Serpenteante parecía larguísima cuando había que recorrerla en solitario.

Entonces alguien la agarró del brazo. Aquel roce la sobresaltó, ya que llegaba para poner fin a su soledad. Pensando que se trataría de Thiago, se puso rígida.

Pero no. Quien estaba a su lado llevaba una máscara de caballo de cuero bruñido que cubría su cabeza por completo. Thiago nunca aparecería con una cabeza de caballo, ni con ninguna otra máscara que ocultara su rostro. Todos los años acudía al baile disfrazado del mismo modo: cubierto con una cabeza de lobo verdadera sin la mandíbula inferior, para que formara una especie de tocado, y con los ojos sustituidos por cristales azules, muertos y fijos.

Entonces, ¿quién era? ¿Alguien lo bastante loco como para tocarla? De acuerdo. Era alto, algo más que ella, así que Madrigal tuvo que alzar la cabeza y apoyar la mano sobre su hombro para rozar el hocico de caballo con el pico de su máscara de pájaro. Un «beso», para demostrar que aún decidía por sí misma.

Y como si se hubiera roto un hechizo, volvió a formar parte de la fiesta, girando entre el desgarbado pataleo de la multitud, con aquel extraño como pareja. Él acompañó sus movimientos, protegiéndola de los empujones de criaturas más grandes. Sentía su fuerza; podría haberla sujetado en vilo, sin que sus pies tocaran el suelo. Debería haberla liberado después de una vuelta o dos, pero no lo hizo. Sus manos —enguantadas— la mantuvieron agarrada. Y como nadie más bailaría con ella si él la dejaba marchar, se dejó llevar. Resultaba agradable bailar, y se abandonó a la sensación, olvidando incluso sus preocupaciones por el vestido. A pesar de su frágil apariencia, se sujetaba perfectamente, y cuando Madrigal giraba, se elevaba, ligero y hermoso, formando ondas en torno a sus pezuñas de gacela.

Arrastrados por la marea viviente, que bullía, siguieron avanzando. Madrigal perdió de vista a sus amigas, pero el extraño con máscara de caballo no la abandonó. Cuando la muchedumbre empezó a aproximarse al final de la Serpenteante, la calle se abarrotó. La danza aminoró el ritmo a un simple balanceo y ella se encontró esperando junto a él, ambos con la respiración agitada. Levantó los ojos, ruborizada y sonriente tras su máscara de pájaro.

—Gracias —dijo.

—Gracias a ti, mi dama. El honor ha sido mío —su voz era sonora, y su acento, extraño. Madrigal no podía identificarlo. Tal vez de los territorios orientales.

—Eres más valiente que los demás, al bailar conmigo.

—¿Valiente? —su máscara no dejaba traslucir expresión alguna, por supuesto, pero ladeó la cabeza y, por su tono, Madrigal se dio cuenta de que no sabía a lo que se refería. ¿Era posible que no supiera quién era ella, a quién
pertenecía
?—. ¿Tan feroz eres? —preguntó, y ella rió.

—Terriblemente. O eso parece.

De nuevo inclinó la cabeza.

—No sabes quién soy.

Madrigal se sentía extrañamente decepcionada. Había pensado que podría tratarse de un alma audaz que desafiaba sin tapujos el temor generalizado hacia Thiago; sin embargo, parecía que solo ignoraba el riesgo que corría.

Él acercó su cabeza, y el hocico de su máscara rozó la oreja de Madrigal. Al aproximarse, notó un aura cálida.

—Sé quién eres. Y he venido hasta aquí para buscarte —dijo.

—¿De verdad? —se sentía aturdida, como si hubiera estado bebiendo vino de hierba, aunque solo había tomado un sorbito—. Dime, entonces, sir Caballo. ¿Quién soy?

—Eso no es justo, lady Pájaro. No me dijiste tu nombre.

—¿Ves? No lo sabes. Además, tengo que confesarte un secreto —dio unos golpecitos sobre el pico de su máscara y susurró, sonriendo—: Esto es una máscara. No soy realmente un pájaro.

Él retrocedió con sorpresa fingida, aunque su mano no abandonó el brazo de Madrigal.

—¿Que no eres un pájaro? Estoy decepcionado.

—Ya ves, quienquiera que sea la dama a la que estás buscando, se encuentra sola en algún lugar, esperándote —casi sintió pena de tener que alejarlo de su lado, pero estaban próximos al ágora. No quería que Thiago lo mirara con desaprobación, no después de que la hubiera rescatado de bailar en solitario a lo largo de toda la Serpenteante—. Vamos —lo urgió—. Márchate y encuéntrala.

—He encontrado a quien estaba buscando —respondió él—. Tal vez desconozca tu nombre, pero sé quién eres. Y yo también tengo que confesarte algo.

—No me lo digas. No eres realmente un caballo.

Madrigal había alzado la cabeza para mirarlo; su voz le había resultado familiar, aunque era una familiaridad distante y vaga, como algo que hubiera soñado. Trató de mirar a través de su máscara, pero era demasiado alto; desde su ángulo de visión, lo único que podía adivinar a través de las aberturas de los ojos era sombra.

—Es cierto —confesó él—. No soy realmente un caballo.

—¿Y qué eres?

Aquella pregunta buscaba una respuesta real; ¿quién era?, ¿alguien a quien conocía? Las máscaras daban pie a travesuras, y durante el cumpleaños del caudillo eran habituales las insinuaciones pícaras; sin embargo, no había pensado que nadie quisiera jugar con ella esa noche.

La respuesta quedó acallada por el estruendo de las flautas al pasar junto al último grupo de músicos del recorrido. Gorjeos como llamadas de pájaros, un laúd vibrante, las ululaciones guturales de los cantantes y, por debajo de todo, como el pulso bajo la piel, la cadencia de los tambores, que animaba a bailar. Madrigal estaba rodeada de cuerpos por todas partes, y el del extraño, el más cercano. Un vaivén de la multitud lo empujó contra ella, y pudo sentir el volumen y la corpulencia de sus hombros a través de la ropa.

Y el calor.

Madrigal fue consciente de su desnudez y del brillo del azúcar, y sintió, claramente, que se le aceleraba el pulso y aumentaba su temperatura.

Se sonrojó y se apartó, o intentó hacerlo, pero la empujaron de nuevo hacia él. Su aroma era cálido e intenso: especias y sal, el olor acre de su máscara de cuero, y algo suntuoso y profundo que no podía identificar, pero que la invitaba a reclinarse sobre él, a cerrar los ojos y respirar. Él mantenía un brazo en torno a ella, empujando a la muchedumbre para evitar que la zarandearan, y no había ningún sitio adonde ir excepto hacia delante, siguiendo a la multitud que accedía al ágora. Se hallaban en un embudo, y no había vuelta atrás.

El extraño estaba detrás de ella, y hablaba en voz baja.

—Vine aquí para buscarte —dijo—. Y para darte las gracias.

—¿Darme las gracias? ¿Por qué?

Madrigal no podía volverse. El flanco de un centauro le obstaculizaba un lado, y una cola naja el otro. Creyó distinguir a Chiro en el torbellino y, entonces, vio el ágora justo delante de ella, enmarcada por el arsenal y la escuela de guerra. En lo alto, los faroles parecían constelaciones, y su titileo ocultaba el de las verdaderas estrellas, y también el de las lunas. Madrigal se preguntó si Nitid —la curiosa Nitid— podría escudriñar lo que sucedía
dentro.

Algo va a suceder.

—Vine a darte las gracias —le susurró el extraño al oído—, por salvarme la vida.

Madrigal había salvado vidas. Se había arrastrado sigilosamente en la oscuridad por los campos de batalla y entre patrullas de serafines para recolectar almas que de otra forma se habrían desvanecido. Había dirigido un ataque contra una posición de ángeles que mantenían atrapados a sus compañeros en un barranco, concediéndoles tiempo suficiente para replegarse. Había desviado en el aire la flecha de un ángel que se deslizaba certera hacia un compañero. Había salvado vidas. Pero todos aquellos recuerdos pasaron por su mente en un instante, dejando uno solo.

Bullfinch. Bruma.
Enemigo.

—Seguí tu recomendación —dijo él—. Me mantuve vivo.

Al instante, sintió como si por sus venas circulara fuego. Se volvió apresuradamente. Solo unos centímetros separaban su rostro del de él, inclinado de modo que esta vez sí pudo mirar dentro de la máscara.

Sus ojos resplandecieron como llamas.



—murmuró Madrigal.

52

LOCURA

La marea viva los absorbió hacia el ágora, en una estela de brazos y alas, cuernos y pellejo, pelo y carne, y Madrigal se sintió arrastrada, muda de incredulidad, con las pezuñas apenas rozando los adoquines.

Un serafín, en Loramendi.

Pero no un serafín cualquiera, sino
ese
serafín. Al que ella había tocado.
Salvado
. Allí, en la Jaula, con las manos sobre sus brazos, cálidas incluso a través de los guantes de cuero, ese ángel que estaba vivo gracias a ella.

Él estaba
allí.

Aquella locura desordenó sus pensamientos, provocando en su interior un caos mayor que el que la rodeaba. Era incapaz de pensar. ¿Qué podía decir? ¿Qué debía
hacer
?

Más tarde se sorprendió de que ni por un instante había considerado reaccionar como habría hecho cualquiera en la ciudad sin pensarlo: desenmascarándolo y gritando: «¡Un serafín!».

Madrigal tomó una bocanada de aire, profunda e irregular, y dijo:

—Es una locura que estés aquí. ¿Por qué has venido?

—Ya te lo he dicho, para darte las gracias.

Un terrible pensamiento asaltó a Madrigal.

—¿Asesinato? Nunca conseguirás acercarte al caudillo.


No
—respondió él con sinceridad—. Nunca mancharía el regalo que me hiciste con la sangre de tu pueblo.

El ágora era un óvalo gigantesco, suficientemente grande como para concentrar un ejército, numerosas falanges en formación, pero esa noche no había tropas en su centro, solo bailarines que realizaban intrincadas figuras al ritmo de una melodía de las tierras bajas. Los que llegaban desde la Serpenteante se arremolinaban en los extremos de la plaza, donde la densidad de cuerpos era mayor. Había barriles de vino de hierba colocados entre mesas repletas de comida, y gente reunida en grupos, con niños sobre los hombros, todos riendo y cantando.

Madrigal y el ángel seguían atrapados en el tumultuoso delta de la Serpenteante. Él la mantenía anclada al suelo, tan firme como un rompeolas. Ella, perpleja después de la sorpresa, no trató de escapar.

—¿Regalo? —preguntó Madrigal con incredulidad—. Pues no lo cuidas en exceso, viniendo
aquí
, hacia una muerte segura.

—No voy a morir —dijo él—. Al menos esta noche. Miles de cosas podían haber impedido que estuviera aquí en este momento, pero otras miles me han
traído
hasta aquí. Todo se alineó. Ha sido fácil, como si estuviera escrito…

—¡Escrito! —respondió Madrigal sorprendida. Se volvió para mirarlo y la muchedumbre la empujó contra su pecho, como si todavía estuvieran bailando. Ella se retiró con brusquedad, buscando espacio—. Como si estuviera escrito
¿el qué?

—Tú —respondió él— y yo.

Aquellas palabras le robaron el aliento. ¿Él y ella? ¿Serafín y quimera? Era absurdo. Lo único que pudo decir fue, de nuevo:

—Estás loco.

—Es tu locura, también. Tú salvaste mi vida. ¿Por qué lo hiciste?

Madrigal no tenía respuesta. Durante dos años se había obsesionado con aquella misma pregunta, y con la sensación de que cuando lo había encontrado moribundo, debía protegerlo.
Ella
. Y ahora estaba vivo y, algo inimaginable,
allí
. Aún seguía forcejeando, incrédula, con la idea de que fuera él, de que oculto tras aquella máscara estuviera su rostro —del que recordaba cada plano y cada ángulo—.

—Y esta noche —dijo él—, con un millón de almas en la ciudad, lo más probable era que no te hubiese encontrado. Podía haber buscado toda la noche sin lograr más que atisbar tu presencia, pero estabas allí, delante de mis ojos, sola, moviéndote entre la multitud y apartada de todo, como si estuvieras esperándome…

El ángel continuó hablando, pero Madrigal dejó de escucharlo. Al mencionar su soledad, la razón que la había provocado regresó como un relámpago a su mente, tras haber quedado por un momento apartada por la sorpresa. Thiago. Miró hacia el palacio, al balcón del caudillo. En la distancia, sus ocupantes eran meras siluetas, pero siluetas que ella conocía: el caudillo, la descomunal figura de Brimstone y un grupo formado por las esposas astadas del gobernante. Thiago no estaba allí.

Lo que solo podía significar que se encontraba
en la plaza
. Un escalofrío de miedo la recorrió desde las pezuñas hasta los cuernos.

—No lo entiendes —dijo Madrigal haciendo piruetas para otear entre la multitud—. Había una razón por la que nadie estaba bailando conmigo. Pensé que eras un valiente. Lo que no sabía es que fueras un loco…

—¿Qué razón? —preguntó el ángel, aún cerca de ella. Demasiado cerca.

—Confía en mí —respondió Madrigal con insistencia—. No estás a salvo. Si quieres seguir vivo, márchate.

—He recorrido un largo camino hasta
encontrarte…

—Estoy prometida —espetó, odiando aquellas palabras antes incluso de pronunciarlas.

El ángel se quedó petrificado.

—¿Prometida? ¿En matrimonio?

Reclamada
, pensó ella, pero dijo:

—Prácticamente. Ahora vete. Si Thiago te viera…


¿Thiago?
—el ángel retrocedió ante aquel nombre—. ¿Estás comprometida con
el Lobo
?

Y al tiempo que él pronunciaba aquellas palabras —«el Lobo»—, unos brazos rodearon por detrás la cintura de Madrigal, que ahogó un grito de sorpresa.

En un instante, imaginó lo que sucedería. Thiago descubriría al ángel y no solo lo mataría, sino que convertiría su muerte en un espectáculo. Un espía serafín en el baile del caudillo —¡nunca había sucedido algo semejante!—. Sería torturado. Le harían desear no haber nacido. Todo aquello cruzó su mente como un relámpago, y el terror subió a su garganta con sabor a hiel. Cuando escuchó una
risita
junto a su oreja, el alivio la dejó casi sin fuerzas.

No era Thiago, sino Chiro.

—Aquí estás —dijo su hermana—. ¡Te perdimos entre la multitud!

Madrigal sintió que el pulso se le aceleraba y provocaba un estruendo en sus oídos, mientras Chiro paseaba la mirada entre ella y el extraño, cuyo calor se convirtió de repente en una especie de faro.

—Hola —saludó Chiro observando con curiosidad la máscara de caballo, a través de la cual Madrigal todavía podía distinguir el destello anaranjado de aquellos ojos de tigre.

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