Read Imperio Online

Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (44 page)

BOOK: Imperio
12.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No nos pareció que tuviéramos tiempo de negociar para que entregara el arma —añadió Cat.

Uno montón de gente se echó a reír. Muchos eran periodistas.

Después de la rueda de prensa, Cecily se acercó a Cole.

—No puedo quitarme de la cabeza las preguntas que os han hecho. Como si fuerais criminales.

—Es un juego —dijo Cole—. ¿No te has dado cuenta? El tipo que me ha preguntado eso de haberle disparado a Vero después del arresto... era de la Fox. Estaba esperando la respuesta que le he dado. Apuesto a que será lo que repetirán esta noche en todos los noticiarios.

—En lugar de un titular como: «Soldado acusa a Vero de asesinato.» De acuerdo, lo comprendo. —Le sujetó la mano—. Cole, ¿has llamado ya a tu madre?

—No, señora.

—Entonces, ¿va a enterase de cómo estás por las noticias?

—Probablemente no. No ve las noticias.

—Así que todavía puedes llamarla.

Cole asintió.

—Puedes usar mi teléfono.

Cecily lo acompañó a su oficina, que compartía con otros cuatro miembros del personal y estaba vacía. Lo llevó al escritorio y él se sentó para hacer la llamada.

—Antes de que marques —dijo ella—, y antes de dejarte a solas para que hables con ella, ¿vendrás a verme pronto? Hay algo de lo que quiero hablar contigo.

—¿Qué es?

Ella parecía preocupada. ¿Qué podía ir mal ya? Tenían el arsenal rebelde. Habían recuperado Nueva York.

—Cuando vengas a visitarme. Ahora llama a tu madre —dijo ella. Y se marchó.

Pero cuando él llamó para pedir una cita con Cecily al día siguiente, ella no estaba. Y, al día siguiente, lo llamó y dijo:

—Mira, probablemente estaba equivocada. Fue una estupidez. Ven a vernos a mí y a los niños... a casa. Y me refiero a casa de verdad: el presidente va a volver a la Casa Blanca y yo voy regresar con los niños a Virginia.

Cole imaginó cómo sería para ella entrar en la casa que había compartido con Rube.

—¿Quieres que te acompañe cuando vuelvas allí por primera vez?

—Ya he vuelto —respondió ella—. Estoy bien. Pero gracias por ofrecerte.

El supuso que eso era todo. Habían trabajado bien juntos, incluso se habían apreciado, pero respecto a la confidencia que ella iba a compartir, fuera cual fuese, había cambiado de opinión. Y estaba bien. Estaba en su derecho.

Vero había solicitado ver a Torrent, y éste aceptó. No lo notificaron a la prensa. Vero estaba confinado en la base Andrews de las Fuerzas Aéreas. Torrent llegó en limusina y lo condujeron directamente a la habitación de Vero, que llevaba el brazo en cabestrillo, con la mano aparatosamente vendada.

Torrent se sentó sin que lo invitaran.

—¿Cómo está su mano? —preguntó.

—Mi médico vino para examinarla y aprobó el trabajo que han hecho. Como punto de partida. Harán falta más operaciones. Probablemente nunca recupere plenamente la movilidad, pero hay gente que ha sufrido más en las guerras.

—Creía que odiaba la guerra.

—Odio las guerras que se libran para el avance del fascismo —dijo Vero—. No le he invitado para discutir con usted.

—¿De verdad? Entonces, ¿por qué estoy aquí?

—Porque es usted el motivo por el que libré esta guerra.

—No sabía que lo hubiera enfurecido tanto. De hecho, creía que le gustaba mi seminario.

—Sus conferencias me impulsaron a la acción —dijo Vero—. Me di cuenta de que no era suficiente manifestarse contra los fascistas. Las bayonetas sólo podían detenerse con bayonetas.

—Pero Aldo —dijo Torrent—, si realmente creyera eso, el general Alton y usted no habrían tenido que orquestar un falso golpe ultraderechista.

Vero sonrió tenso.

—¿Cree que no sé lo que es usted?

—Nosotros sabemos que usted es un traidor y, desde luego, que no es ningún pacifista. ¿Qué soy yo?

—Es usted el diablo, Torrent —dijo Vero—. Y todos nosotros hacemos su trabajo.

Torrent se puso en pie.

—Podía haberme enviado por fax ese mensaje.

—Quería decírselo a la cara. Sólo quiero que lo sepa. Esta guerra no ha terminado. Aunque me mate o me cargue de cadenas, su bando caerá al final.

—¿Mi bando? —dijo Torrent—. Yo no tengo ningún bando.

Con eso, salió de la habitación.

Cecily trasladó a los niños a casa. La tía Margaret se quedó con ellos una temporada y, cuando la envió de vuelta a Nueva Jersey, Cecily dejó su trabajo en la Casa Blanca.

—Era un trabajo provisional —le dijo a LaMonte—. Mis hijos han perdido a su padre. Me necesitan. Pero yo necesitaba el trabajo que me ofreció. Así que gracias por eso.

Fue duro, sobre todo porque muchos de sus amigos (la mayoría de sus amigos) parecían considerar la muerte de su marido como algo que la convertía en alguien demasiado sagrado para hablar con ella. Recibió notas. Hubo flores. Unas cuantas visitas con las palabras de rigor: «Bueno, si hay algo que podamos hacer.» Pero no hubo ninguna llamada de sus amigas invitándola a cenar o al cine.

Luego, una semana después de regresar a casa, Cat y Drew se pasaron después de cenar. Traían helado. Se sentaron a la mesa de la cocina con Cecily y los niños y contaron historias sobre Reuben. Qué hizo en la guerra. Qué hizo durante su entrenamiento. Qué hacía cuando estaba de permiso con ellos.

Una semana más tarde, fueron Mingo y Benny. Lo mismo, esta vez con fotos. Habían hecho un libro de recortes y se lo regalaron.

Babe llegó solo unos cuantos días más tarde. Había grabado un DVD con fotos de Reuben. Era muy divertido. Y encantador. En la puerta, cuando se marchaba, ella le preguntó:

—¿Lo hicisteis por sorteo? Lo de venir por turnos.

—Oh, ¿ya han venido los demás? ¿Os hemos estado molestando?

—No, no —dijo ella—. Os lo agradezco en el alma. Reuben nunca hablaba de su trabajo, no con los niños.

—Antes de ser un mártir, ya había sido un héroe muchas veces. Creo que cuando los niños han perdido a su padre, necesitan saber quién era y por qué es importante que hiciera las cosas que hizo y por qué no puede volver a casa. —Sonrió un poco—. Lo sé. Mi padre murió en la Guerra del Golfo.

Al final, todos la visitaron. Y volvieron, con otros amigos de Reuben del Ejército. Y ella empezó a recibir visitas de esposas de militares que Reuben había conocido en diversas misiones.

Pero Cole no aparecía.

Al principio ella se preguntó por qué. Incluso se sintió un poco dolida.

Luego cayó en la cuenta de que Cole podía haber combatido con aquellos hombres, pero no se sentía realmente parte del grupo. Había sido un añadido. Y recordó después que ella le había dicho que quería hablar con él pero que había cambiado de opinión. A lo mejor él había interpretado eso como que no quería verlo.

O tal vez estaba ocupado.

«Lo llamaré.»

Pero Cecily sabía que no era como los demás. Porque había estado con Reuben aquellos tres últimos días. El día del asesinato del presidente. En Nueva York. Y en el Pentágono, cuando DeeNee lo había matado. Si iba a verla, tendría que contarle lo que sospechaba. Aunque no pudiera demostrar nada se lo contaría, porque tenía que contárselo a alguien.

Pero todavía no.

Veía las noticias asiduamente, como siempre.

Todos los movimientos por reconocer la Restauración Progresista se habían acabado con el arresto de Aldo Vero. La legislatura de Vermont no se había molestado en derogar su resolución porque, como su fiscal general le aseguró a todo el mundo, no tenía ninguna fuerza legal.

Estados Unidos vio con Cecily y sus hijos cómo las fuerzas de la Restauración Progresista de Nueva York se reunían pacíficamente después de dos días de vacilaciones... y de que el Ayuntamiento de la ciudad los declarara por unanimidad traidores y les pidiera que abandonaran su territorio.

Y aparecieron más y más pruebas, revelando la red de influencias y el control financiero de Aldo Vero. Muchas organizaciones se disolvieron; otras repudiaron la financiación que habían recibido de Vero, pretendiendo que no sabían de dónde procedía y asegurando que, desde luego, no debía interpretarse que hubiera relación alguna entre ellos y la revuelta abortada de Vero.

El propio Vero esperaba en una prisión especial mientras su mano era sometida a repetidas operaciones de reconstrucción y se le vigilaba continuamente para que no se suicidara.

Los niños perdieron el interés. La guerra había terminado.

Pero Cecily siguió observando con especial interés a Averell Torrent.

No era extraño. Torrent era tremendamente popular. Casi como una estrella de cine. Y lo manejaba todo de manera brillante. Se había hablado desde el principio de concederle la nominación republicana, aunque también había reticencias porque nadie sabía qué pensaba de cuestiones como el aborto, el matrimonio, los impuestos, la inmigración o cualquier otra cosa que no fuera la defensa.

Pero cada vez que los periodistas le preguntaban si quería la nominación republicana, él contestaba:

—No soy miembro de ningún partido. No busco ninguna nominación.

se marchaba.

Entonces, en una entrevista en Fox News, O'Reilly le preguntó:

—Muy bien, señor vicepresidente, voy a preguntárselo a bocajarro. Recuerde, ésta es una cadena libre de manipulaciones.

—Nunca lo olvido, señor O'Reilly.

—¿Si los republicanos lo nominan, aceptará la nominación y se presentará a la presidencia?

—Sin manipulaciones —dijo Torrent.

—Y nada de evasivas, por favor.

—Creo en la democracia. En la lucha electoral. Pero ahora mismo... este país ha estado al borde de la guerra. No, estuvimos más allá del borde. Los disparos habían comenzado. Y ¿por qué? Por el mismo discurso cargado de odio, divisor y viciado que ha dominado nuestras elecciones durante los últimos... ¿cuántos, quince o veinte años? Estoy harto de eso. No quiero formar parte de ello.

—Lo escucho, señor vicepresidente. Pero aún no ha respondido a mi pregunta. ¿Me está manipulando, señor?

—Estoy siendo lo más claro posible —respondió Torrent—. Sólo me presentaría a la presidencia si estuviera nominado por ambos partidos.

O'Reilly se echó a reír.

—¿Así que sólo se presentará si compite contra sí mismo?

—Sé que no salpicaría a mi oponente y él no me salpicaría a mí —dijo Torrent.

—Entonces, ¿les está pidiendo a los demócratas que lo nominen también?

—Estoy pidiendo que me dejen fuera de todo el odio y toda la amargura, de todas las mentiras y manipulaciones. Acepté el cargo que ahora ocupo para acabar con el impasse en el Congreso y contribuir a que este país recuperara cierta normalidad. Espero dejarlo cuando mi sucesor tome posesión en enero. Después veré si alguna universidad me acepta en su claustro.

O'Reilly sonrió y dijo:

—El guante está lanzado, demócratas. Ya sucedió antes, en 1952, cuando nadie estaba seguro de si Eisenhower era demócrata o republicano. Ambos partidos quisieron nominarlo. Él escogió uno. Pero el vicepresidente Torrent se niega a escoger. La convención demócrata será la primera. ¿Seguirán con su actual candidata, que tiene casualmente tasas negativas más altas que ningún otro candidato de los que se presentan este año? ¿División o unión? Pero le cedo la última palabra, señor vicepresidente.

Torrent sonrió.

—Echo de menos la docencia. Tengo ganas de volver a impartir clases.

—En otras palabras, piensa que no hay ninguna posibilidad de que lo nominen.

Torrent se echó a reír y cabeceó, como si la idea fuera ridícula.

Pero no dijo que no.

Y a pesar de sus esfuerzos desesperados, la candidata mejor situada no pudo evitar que el nombre de Averell Torrent se presentara en la convención demócrata. Demasiados delegados anunciaban que se pasarían a él en la primera votación, no importaba a lo que se hubieran comprometido en las primarias. Como dijo uno ante las cámaras: «Han pasado muchas cosas desde las primarias. Si no tuviéramos la responsabilidad de pensar por nosotros mismos, no habría motivo para que los delegados asistieran a una convención, bastaría con contar los votos de las primarias y hacer el anuncio.»Los principales líderes republicanos se apresuraron a anunciar que, si los demócratas nominaban a Torrent, ellos lo nominarían también.

«Va a pasar de verdad —pensó Cecily—. Y... y yo tengo que hablar con alguien o me volveré loca.»

Así que fue a buscar el número de Cole y se dio cuenta de que no lo sabía. Sólo tenía los números de los móviles que habían sido descartados hacía tiempo. Y, naturalmente, el número de su oficina en el Pentágono, un destino que se había evaporado con el asesinato de Reuben.

Por fin, llamó a Sandy a la Casa Blanca.

—Si quieres recuperar tu trabajo —dijo Sandy—, la respuesta es que, demonios, sí, ¿por qué has tardado tanto?

—No quiero, pero me halaga saber que me echan de menos.

—Yo no te he echado de menos, pero tengo trabajo para ti. ¿Qué quieres? Porque estoy tan ocupada que no tengo tiempo ni para rascarme el culo.

—El número de teléfono de Bartholomew Coleman.

—¿Me llamas para que te dé un número de teléfono?

—El capitán Coleman —dijo Cecily—. El soldado que estaba con Reuben cuando...

—Sé quién es, lo veo todos los días —respondió Sandy—. ¿El teléfono de su casa? ¿El del móvil? ¿El de la oficina?

—¿Lo ves todos los días?

—Ha sido asignado al vicepresidente como su principal ayudante en asuntos militares. Asiste a todas las reuniones.

—No lo sabía. —Cecily se sintió desazonada. ¿Se había subido Cole al carro con Torrent? Entonces no podría hablar con él.

—¿No quieres los números?

—Claro, por supuesto. Es que no sabía... sí, todos los números.

Podía anotarlos. Y luego no usarlos.

Y no los usó.

Pero esa noche él apareció en su casa a las nueve en punto.

—Cole... capitán Coleman. No sabía... no esperaba...

—Sandy me ha dicho que has llamado y que, cuando te has enterado de que trabajo con Torrent, de pronto ya no querías hablar conmigo.

Sandy era demasiado observadora.

—Pero estaba esperando que me llamaras —dijo Cole—. Cuando te echaste atrás y decidiste no hablar conmigo, hace unas cuantas semanas, supuse que querrías esperar. O algo. Pero... sabes que realmente aprecio a tus hijos. No quiero perder el contacto con vosotros. Sólo conocí a Rube... al mayor Malich, unos días, pero... —Inspiró profundamente—. Bueno, esperaba que hubiera galletas.

BOOK: Imperio
12.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Log Goblin by Brian Staveley
Bertrand Court by Michelle Brafman
College Hacks by Keith Bradford
Buttercream Bump Off by McKinlay, Jenn
Rebel's Claw by Afton Locke
The Kid: A Novel by Ron Hansen