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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Juan Raro (5 page)

BOOK: Juan Raro
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El señor Magnate nos miró. Todos aprobamos inclinando la cabeza.

—Gracias, señor —dijo Juan con ojos solemnes y respetuosos—. Y todo depende del dinero, ¿no es verdad? Si quiero realizar algo importante, tendré que conseguir dinero. Un amigo mío dice siempre: «El dinero es poder». Tiene una mujer que siempre está cansada y enojada, y cinco niños sucios y feos. No consigue trabajo, y el otro día tuvo que vender su bicicleta. Dice que no es justo que él y usted tengan diferente posición. Pero, realmente, es por su culpa. Si hubiera sido tan despierto como usted, sería también un hombre rico. Que usted sea rico no hace que los demás sean pobres, ¿no es verdad? Si todos los pobres fuesen tan inteligentes como usted, tendrían casas grandes, diamantes y autos. Serían útiles al Imperio en vez de ser un estorbo.

El hombre sentado ante mí contuvo la risa. El señor Magnate lo miró de soslayo, como un caballo receloso, luego se compuso y se echó a reír.

—Muchacho —dijo—, eres demasiado joven para comprender estas cosas. No creo que valga la pena seguir hablando.

—Lo siento —respondió Juan, aparentemente avergonzado—. Creí que comprendía. —Después de una pausa, continuó—: ¿Le importa que sigamos un poquito más? Quiero preguntarle otra cosa.

—Bueno, está bien. ¿Qué?

—¿En qué piensa usted?

—¿En qué pienso? ¡Por Dios! En toda clase de cosas. Mi trabajo, mi casa, mi esposa, mis hijos… el estado del país.

—¿El estado del país? ¿Y qué piensa de eso?

—Bueno —dijo el señor Magnate—, es una larga historia. Pienso que Inglaterra debe recobrar su comercio exterior para que entre más dinero, y la gente pueda tener una vida plena y feliz. Pienso cómo podría ayudar a la autoridad para defenderla de los necios que quieren crear dificultades y de los que hablan mal del Imperio. Pienso que…

—¿Qué hace la vida plena y feliz? —interrumpió Juan.

—¡Eres un pozo de preguntas! Yo diría que la felicidad requiere bastante trabajo para no salirse del buen camino, y un poco de diversión para conservar las fuerzas.

—Y por supuesto —agregó Juan—, bastante dinero para poder divertirse.

—Sí —dijo el señor Magnate—. Pero no demasiado. La mayoría lo malgastaría o se echaría a perder. Si tuviesen mucho dinero, no trabajarían para conseguir más.

—Pero usted tiene mucho y trabaja.

—No trabajo exactamente por el dinero. Trabajo porque me gustan los negocios y porque así soy útil al país. Me considero una especie de servidor público.

—Pero —dijo Juan— ¿no son ellos también servidores públicos? ¿No es su trabajo necesario?

—Sí, amigo mío. Pero en general no piensan así. No trabajan si no los obligan.

—Ah, ya comprendo —dijo Juan—. Son distintos de usted. Debe de ser espléndido ser usted. Me pregunto si yo seré como usted o como ellos.

—Oh, realmente no soy diferente —dijo el señor Magnate con generosidad—. Y si lo soy, es obra de las circunstancias. En cuanto a ti, creo que irás muy lejos.

—Eso quisiera —dijo Juan—. Pero todavía no sé por qué camino. Evidentemente, para hacer algo, cualquier cosa, necesito dinero. Pero dígame por qué se
preocupa
por el país y los otros.

—Supongo —dijo el señor Magnate riendo—, que si veo que son desgraciados yo también me siento desgraciado. Y, además —agregó solemnemente—, la
Biblia
nos enseña a amar al prójimo. Y si pienso en el país es porque necesito interesarme en algo grande, algo más grande que yo mismo.

—Pero usted
es
grande —dijo Juan, sin pestañear, mirando al señor Magnate como si éste fuese un héroe.

—No —se apresuró a responder el señor Magnate—, soy sólo un humilde instrumento al servicio de una gran causa.

—¿Cuál es esa causa?

—Nuestro gran Imperio, por supuesto.

Estábamos llegando a destino. El señor Magnate se levantó y tomó su sombrero del portaequipajes.

—Bueno, joven —dijo—, hemos tenido una interesante conversación. Ven el sábado a la tarde a eso de las dos y media y haré que el chofer te lleve a dar un paseo de un cuarto de hora en el
Rolls
.

—Gracias, señor —dijo Juan—. ¿Y podré ver la gargantilla de la señora? Me encantan las joyas.

—Naturalmente —respondió el señor Magnate.

Cuando me reuní con Juan fuera de la estación, su único comentario al viaje fue aquella risa característica.

5

El pensamiento y la acción

Durante los seis meses que siguieron a este incidente, Juan se independizó cada vez más de sus mayores. Sus padres comprendieron que podía valerse por sí mismo, y lo dejaron solo. Raras veces le preguntaban qué hacía, pues el espionaje, o cualquier cosa que se le pareciese, les repugnaba a ambos, y no parecía haber misterio alguno en los movimientos de Juan. Éste continuaba su estudio del hombre y del mundo del hombre. A veces refería algún incidente de sus aventuras del día o recurría a alguno de sus recuerdos para ilustrar un punto en discusión.

Aunque sus gustos eran, en algunos aspectos, todavía pueriles, su conversación demostraba que en otros sentidos se desarrollaba con gran rapidez. Todavía podía pasarse días enteros construyendo juguetes mecánicos; botes eléctricos, por ejemplo. Su ferrocarril extendía sus ramificaciones por todo el jardín en una maraña de vías, túneles, viaductos y estaciones con techo de cristal. Ganaba frecuentemente carreras de aeromodelos. En todas estas actividades parecía un escolar típico, aunque singularmente ingenioso y original. Pero el tiempo que pasaba de esta manera no era realmente largo. La única ocupación juvenil que parecía llevarle mucho tiempo era la navegación. Se había construido una canoa diminuta, muy marinera, equipada con velas y con un viejo motor de motocicleta. En ella se pasaba las horas explorando el estuario y la costa, y estudiando las aves marinas, por las cuales tenía una pasión sorprendente. Justificaba este interés, que a veces parecía casi obsesivo, diciendo:

—¡El estilo con que cumplen sus sencillas tareas es tan superior al del hombre en sus trabajos complicados! Observa un pato al volar o una chorla que busca en el barro su comida. Supongo que el hombre es tan inteligente en su propio campo como los primeros pájaros que volaron. El hombre es una especie de
Arqueopterix
del espíritu.

Hasta las actividades más infantiles, que apasionaban a veces a Juan, eran así iluminadas por la zona más madura de su mente. Por ejemplo, las historietas lo deleitaban, burlándose a la vez de sí mismo por gustar de esas tonterías.

En ningún momento de su vida superó Juan los intereses de su infancia. Aun en sus últimos años era capaz de travesuras y engaños infantiles. Pero su prodigiosa madurez dominaba ya entonces ese aspecto de su naturaleza. Tenía, por ejemplo, opiniones casi definidas sobre los verdaderos fines del individuo, la política social y los asuntos internacionales. Sabíamos también que leía mucho de física, biología, psicología y astronomía, y que se ocupaba seriamente de problemas filosóficos. Sus reacciones ante la filosofía diferían curiosamente de las de un adulto. Cuando alguno de los grandes problemas clásicos atraía por primera vez su atención, se hundía en los libros que trataban el tema, pasaba una semana leyendo activamente, y abandonaba luego la filosofía hasta que se interesaba por una nueva cuestión.

Después de varias incursiones por los dominios de la especulación pura, emprendió una seria campaña. Durante casi tres meses no se interesó en otra cosa. Era verano, y le gustaba estudiar al aire libre. Por las mañanas, salía en su bicicleta con un montón de libros y un cesto de comida. Dejaba la bicicleta en la cima de los riscos arcillosos de la costa, descendía a la playa y se instalaba allí. Vestido con un corto pantalón de baño leía o pensaba tendido al sol. A veces se bañaba o vagaba por la playa mirando los pájaros. Dos oxidados pedazos de chapa acanalada, y un abandonado horno de ladrillos vecino, le servían de protección contra la lluvia. Cuando subía la marea se lanzaba en su canoa al mar. Los días de calma era común verlo a una o dos millas de la costa, leyendo mientras iba a la deriva.

En una ocasión le pregunté cómo marchaban sus investigaciones filosóficas. Vale la pena recordar su respuesta.

—La filosofía —dijo— puede ayudar en verdad a una mente joven, pero es también terriblemente decepcionante. Al principio creí encontrarme por vez primera ante la verdadera inteligencia humana. Leyendo a Platón, Spinoza, Kant, y algunos realistas modernos, casi me sentí con gente de mi propia especie. Los acompañaba sintiendo que aquel juego reclamaba poderes que yo no había ejercido hasta entonces. A veces no podía seguirlos; creía perder alguna jugada esencial. ¡Qué alegría tropezar con esos puntos críticos y creer que había encontrado al fin una mente realmente superior! Pero al pasar de un filósofo a otro, empecé a comprender la asombrosa verdad: esos puntos críticos no eran lo que yo había pensado, sino increíbles errores. Parecía mentira que esas mentes, evidentemente bien desarrolladas, pudieran equivocarse. Desdeñé por un tiempo esa idea esperando que se me revelara la verdad. ¡Cómo me equivoqué, Dios mío! Un error tras otro. A veces los adversarios de un filósofo descubren los errores de éste y se quedan encantados con su propia inteligencia. Pero la mayoría de los errores no se descubre nunca. La filosofía es un sorprendente tejido de pensamientos agudos y equivocaciones pueriles. Se parece a esos «huesos» de goma que se dan a roer a los perros, buenos para los dientes pero de ningún valor alimenticio.

Me aventuré a sugerir que quizás no estuviese realmente en condiciones de juzgar a los filósofos.

—Al fin y al cabo —le dije—, eres demasiado joven para meterte con la filosofía. Hay muchas zonas de experiencia que no conoces.

—Por supuesto —dijo—. Por ejemplo, tengo poca experiencia sexual. Pero veo ya que el hombre comete un error cuando dice que el sexo es el móvil determinante de las actividades agrícolas. Tomemos otro ejemplo. No tengo todavía experiencia religiosa, y no sé si la tendré algún día, pero me parece indudable que la experiencia religiosa propiamente dicha no demuestra que el Sol gire alrededor de la Tierra, ni prueba que el Universo tenga como fin el desarrollo de la personalidad. Los errores de la filosofía son en general menos evidentes, pero de la misma especie.

En esta época, Juan tenía casi nueve años. Yo ignoraba que llevaba una doble vida, y que la parte oculta era un melodrama. En cierta ocasión creí vislumbrar algo, pero tan fantástico y horrible que enseguida lo descarté.

Una mañana fui a lo de Wainwright a pedir un libro de medicina. Debían de ser más o menos las once y media. Juan, habituado a leer hasta muy avanzada la noche, y a levantarse tarde, había sido obligado a dejar la cama.

—Ven a tomar el desayuno antes de vestirte —le dijo su indignada madre—. No te lo guardaré más.

Pax me ofreció una taza de té, y ambos nos sentamos a la mesa. Al rato apareció Juan, bostezando y frotándose los ojos, con una bata sobre el pijama. Pax y yo hablábamos de todo un poco. En el curso de la conversación, Pax dijo:

—Matilde vino hoy con una historia espeluznante. —Matilde era la lavandera.— Era feliz contándomela. Dice que un vigilante fue asesinado anoche en el jardín del señor Magnate. Lo apuñalaron.

Juan no dijo nada y continuó desayunándose. Seguimos hablando y de pronto ocurrió algo que me sobresaltó. Juan se estiró para alcanzar la mantequilla dejando al descubierto una parte del brazo. En la parte interior de la muñeca tenía un rasguño de mal aspecto y cubierto de polvo. Yo estaba casi seguro de que ese rasguño no estaba allí la noche anterior. El hecho no era extraordinario, pero hubo algo más. Juan se miró el rasguño y luego me echó una rápida ojeada. Durante una fracción de segundo sus ojos se encontraron con los míos. Enseguida recogió el plato de la mantequilla. En ese momento me pareció ver a Juan, en mitad de la noche, rasguñándose el brazo al trepar por la tubería hasta su dormitorio. Y se me ocurrió que regresaba de la casa de Magnate. Me dije inmediatamente que aquello era sólo una alucinación, que Juan se interesaba demasiado en sus aventuras intelectuales para dedicarse al vagabundeo nocturno, y demasiado sensato para arriesgarse a que lo acusaran de asesinato. Pero entonces, ¿por qué esa mirada?

El crimen fue tema de conversación durante varias semanas. Recientemente se habían cometido en la vecindad algunos robos muy hábiles, y la Policía estaba tratando de descubrir al ladrón. Habían encontrado a la víctima boca arriba en un macizo de flores, con una herida de cuchillo en el pecho. Debía de haber muerto «instantáneamente», pues le habían atravesado el corazón. En la casa faltaban una gargantilla de diamantes y otras joyas valiosas. Unas huellas en el antepecho de una ventana y otras en una tubería de desagüe sugerían que el ladrón había entrado y salido por el piso superior. Luego de trepar por la tubería de desagüe, tenía que haber realizado una travesía casi inverosímil, colgado de las manos, o más bien de la punta de los dedos, a lo largo de una de las vigas ornamentales de la casa pseudo isabelina.

Se hicieron algunos arrestos, pero no se descubrió al criminal. Sin embargo, la epidemia de robos concluyó, y con el tiempo se olvidó el asunto.

Creo conveniente exponer ahora los hechos que me relató Juan mucho tiempo después, en el último año de su vida, cuando la feliz colonia no había sido descubierta por el mundo «civilizado». Yo tenía ya la intención de escribir su biografía, y el hábito de anotar enseguida cualquier incidente o conversación algo interesantes. Puedo, por lo tanto, relatar el crimen casi con las palabras de Juan.

—En aquellos días yo estaba muy confundido —me dijo Juan—. Me sabía distinto de todos los seres humanos, aunque ignoraba hasta qué punto. No sabía qué hacer con mi vida. Adivinaba, sí, que me encontraría muy pronto ante una temible alternativa, y que debía estar preparado. Además, recuerdo, yo era todavía un niño, y tenía el gusto infantil por lo melodramático, junto con una astucia y una decisión propias de un adulto.

»Quizás no comprendas mi confusión de ese entonces. Al fin y al cabo tu mente no funciona como la mía. Pero imagínatelo así si quieres: me encontraba en un mundo desconcertante. Habían creado a mi alrededor un vasto sistema de ideas y conocimiento que, yo veía con claridad, era totalmente erróneo. Aunque bastante útil desde un punto de vista práctico, como descripción del mundo era simplemente una locura. No logré en ese entonces descubrir la verdad. Era demasiado joven, y carecía de información y experiencia. Allí estaba yo, como en la oscuridad de una habitación extraña, tanteando entre objetos desconocidos. Y mientras, seguía sintiendo el frenético deseo de proseguir mi trabajo, aunque no sabía bien cuál era éste.

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