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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

La Bodega (26 page)

BOOK: La Bodega
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Una tarde, en el periódico de Nivaldo, Josep leyó una noticia de un hombre condenado por asalto y robo. El delincuente era un portugués llamado Carlos Cabral, un proxeneta que seducía jovencitas a las que luego mantenía en una casa de prostitución de Sant Cugat.

Josep pensó en Renata, su desgracia, su enfermedad, en aquel burdel de Sitges, y recordó el hombre que la tenía aterrorizada, un tipo corpulento que llevaba un traje blanco sucio y estaba sentado a la entrada de su habitación.

La imaginación empezó a picotearle. Nivaldo le había dicho que el hombre que se había casado con Teresa Gallego y se la había llevado era zapatero remendón.

Se llamaba Luis Mondres, o algo parecido.

Nivaldo le había dicho que llevaba un traje blanco y fumaba puros portugueses.

Bueno, ¿y qué?

Supongamos, pensaba Josep...

Supongamos que ese zapatero, ese tal Luis, era como el proxeneta del periódico, que se había casado con las cuatro mujeres para convertirlas en putas. Supongamos que Luis se había casado con Teresa para llevársela a una casa como la de Sitges. Supongamos que, incluso ahora mismo, Teresa pudiera estar en una habitación como la de Renata.

Se obligó a descartar esa idea.

Sin embargo, a veces, mientras cavaba como un topo bajo su promontorio, o cuando estaba acostado y no conseguía dormir, Teresa se le colaba en la memoria.

Recordó lo ingenua que era. En más de una ocasión se le ocurrió que, por no haber sido capaz de regresar con ella, tal vez él fuera responsable de la vida terrible que pudiera llevar Teresa.

42
El intercambio

En un punto del túnel, Josep descubrió al cavar que la pared de roca se abría hacia la izquierda en una curva cerrada de un brazo de extensión para luego torcer a la derecha una distancia similar, dejando un hueco de medio metro de profundidad, por uno de anchura. De inmediato, en su mente lo etiquetó como «el armario del vino», pues incluso mientras lo estaba excavando lo visualizó como un espacio que debía quedar lleno de estantes con cientos de botellas.

Sin embargo, tanto la pared como el techo de roca terminaban después del «armario», hecho que determinó para Josep la dimensión final de la bodega: un espacio de longitud similar a la de un vagón de tren y apenas algo más ancho.

Había esparcido más o menos la mitad de los desechos de la excavación por la superficie del camino que llevaba al río, pero había guardado con mimo todas las piedras y rocas pequeñas de tamaño adecuado para la construcción, de modo que cargó una carretilla de barro del río y empezó a revocar la pared del fondo y la de la derecha, ambas de tierra, con una superficie de piedras porque le pareció que sería el acabado idóneo para una bodega. Sin embargo, ese proyecto no llegó muy lejos, pues Josep se daba cuenta de que el invierno estaba tocando a su fin.

Pronto se colaría el calor en aquel espacio fresco que había conseguido crear con tanto esfuerzo, salvo que encontrara una buena manera de tapar la abertura de la colina.

Una mañana entró en la iglesia y esperó a que saliera a saludarlo el padre Pío.

Intercambiaron cortesías y enseguida Josep pasó a exponer el motivo de su visita.

—¿Qué se ha hecho de la puerta antigua de la iglesia, padre?

—¿La puerta antigua? Está en el trastero.

—Quisiera comprarla.

El padre Pío miró a Josep con rostro reflexivo durante el silencio que siguió a su propuesta.

—No, no está en venta —dijo al fin.

—Ah... ¿La guarda para algo?

—¿Guardarla? Pues la verdad es que no. Podría estar dispuesto a cambiarla por algo.

Josep empezó a molestarse con el cura. Como no tenía nada que ofrecer a cambio, guardó silencio.

—Si estás dispuesto a confesarte y estar presente en mis misas todos los domingos por la mañana, te permitiré que te lleves la puerta.

Josep se sintió incómodo.

—Yo no tengo... una fe verdadera, padre. —A esas alturas, daba por hecho que el sacerdote ya se había enterado de su historial, que incluía el detalle de haber sido criado por dos de los herejes más convencidos del pueblo, su padre y Nivaldo—. No soy creyente.

—No te pido que creas. Sólo que te confieses y vengas a misa.

Josep suspiró. Necesitaba la maldita puerta.

Asintió con amargura.

—Entonces, tenemos un trato —dijo el sacerdote.

Tomó la mano de Josep y la estrechó con brusquedad. Cogió la estola morada de la percha de la pared, se la puso por la cabeza y guió a Josep al confesionario, al fondo de la iglesia, en el que entró por la puerta lateral.

Josep se metió en el estrecho espacio oscuro que quedaba tras la cortina de terciopelo y dobló las rodillas hasta encontrar el reclinatorio. A la escasa luz que se colaba por la cortina pudo ver el medio panel cubierto por una celosía metálica de agujeros minúsculos, tras la que la mano invisible del padre Pío descorrió una cortina interior.

—Sí, hijo. ¿Qué deseas confesar?

Josep respiró hondo y las palabras brotaron desde el pozo de la memoria de su asustadiza infancia.

—Bendígame, padre, porque he pecado.

—¿Cuánto hace que no te confiesas?

—...Muchos años —contestó.

—...He hecho cosas con mujeres.

—¿Has hecho el acto fuera del sacramento del matrimonio? ¿Más de una vez?

—Sí, padre.

El sacerdote quiso ayudarle:

—¿También has tenido pensamientos impuros?

—Sí, padre.

—¿Con qué frecuencia?

—...Cada día.

—Repite conmigo: Dios mío, en verdad lamento haberte ofendido y detesto todos mis pecados...

Josep le siguió con voz ahogada.

—...pues temo la pérdida del Cielo y los dolores del Infierno... Pero sobre todo porque te ofenden, Dios mío, tú que eres bueno y sólo mereces mi amor... Resuelvo con firmeza, y con la ayuda de tu gracia, confesar mis pecados, hacer penitencia y corregir mi vida.

Josep terminó la letanía como un náufrago.

—Cuando llegues a casa, recita veinticinco padrenuestros. Sé cuidadoso y penitente, hijo mío. Te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Reza para que el Señor acepte tu sacrificio. Ya podemos salir del confesionario.

Al otro lado del terciopelo rojo, parpadeando para defenderse de la luz, Josep vio que el padre Pío se quitaba la estola.

—¿Tienes el carro fuera?

—Sí, padre —dijo, sobresaltado.

—Te ayudaré a cargar la puerta.

Usó algunas planchas de las cubas desmontadas para hacer el marco. Atornillarlo a la ladera de la colina fue todo un desafío. Por un lado de la entrada clavó la madera del marco a un par de gruesas raíces de un árbol viejo; por el otro lado, clavó unas púas en una grieta de la roca. La vieja puerta pesada cumplía su propósito, tras aplicar la sierra para acortarla y estrecharla. Las grietas que la desfiguraban no llegaban a cubrir toda la superficie y el estado destartalado de la madera, tan extraño para la puerta de una iglesia, quedaba bien para tapar un agujero en el monte. Además de la bisagra oxidada que había encontrado entre los despojos en casa de Quim, compró otra en el mercado de Sitges, más larga y estrecha pero cubierta por el mismo óxido. Una vez engrasadas e instaladas, las bisagras dispares funcionaban bien, apenas con algún chirrido de vez en cuando para alertar a los pequeñajos cuando Josep entraba en su mundo.

Aquel domingo se lavó con un cubo de agua bajo el frío del alba y luego se vistió con ropa limpia y echó a andar hacia la iglesia. Se sentó en la última fila. Se dio cuenta de que algunos de los que asistían a misa observaban su presencia con interés. Francesc le sonrió y le estuvo saludando con brío hasta que su madre le agarró el brazo y se lo retuvo.

Para sorpresa de Josep, era agradable estar allí. Él casi nunca tenía ocasión de sentarse a descansar en ningún lugar. Ahora, el fuerte sonido de las oraciones, la lectura de las escrituras, los salmos, los himnos, todo se convertía en una manta de sonidos que lo reconfortaban en una paz desprovista de pensamientos.

El sermón del cura sobre las palabras de san Francisco Javier lo acunó para echar una cabezada; al abrir los ojos vio la fría mirada de Maria del Mar y el rostro sonriente de su amiguito, que debía su nombre al santo.

Eduardo Montroig, con brazalete de luto en la manga, se acercó con el cepillo de las limosnas, al que Josep añadió con diligencia una moneda. Al rato todo el mundo se arrodilló en los bancos y el padre Pío se puso la estola blanca y se abrió paso entre los congregados para repartir el «Cuerpo» entre sus bocas expectantes.

—Éste es mi cuerpo. Tomad y comed.

Josep huyó de inmediato.

Se dijo a sí mismo, piadosamente, que la comunión no formaba parte del trato.

43
Sed

Josep sabía exactamente qué uvas quería usar: pequeñas y negras, henchidas de sabor, nacidas cada año de unas vides invictas que multiplicaban por cuatro su edad.

Nunca había contado las yemas de una vid antes de llegar a Francia, pero ahora, a medida que sus parras renacían, las iba revisando y descubrió que la mayoría producían unas sesenta, salvo las más viejas, en las que sólo brotaba una cuarentena.

Léon Mendes sólo permitía que en sus vides crecieran quince o veinte yemas, así que Josep se puso a recortar sus cepas más antiguas con ése número en mente. Maria del Mar fue a recoger a su hijo y se quedó parada.

—¿Qué haces? —preguntó, inquieta.

Sabía que, por cada yema que cortaba Josep, dejarían de crecer tres racimos de uva.

—Cuantas menos yemas, más fuerza y sabor tendrán las uvas. En las que queden, madurarán hasta las pepitas. Voy a hacer vino.

—Ya hacemos vino.

—Pretendo hacer vino de verdad, un vino que la gente quiera beber. Si soy capaz de hacerlo y venderlo bien, podré ganar más de lo que me dan por venderle esta basura de vino a Clemente.

—¿Y si resulta que no te sale tan bueno? Corres mucho riesgo al desperdiciar tantas uvas. Has conseguido poseer dos parcelas de tierra pese a ser el hermano menor, pero nunca te das por contento —lo riñó con severidad—. ¿Por qué te torturas con tus sueños de grandeza, como cavar una bodega? ¿Te olvidas de que eres un campesino? ¿De que todos los de Santa Eulalia somos hijos de campesinos? ¿Por qué no puedes contentarte con lo que tienes, con tu vida?

En vez de esperar sus respuestas, se acercó a Francesc, que estaba jugando a la sombra, lo tomó de la mano y se lo llevó.

Josep siguió recortando yemas de sus vides. Le dolían sus palabras, pero sabía que se equivocaba. No tenía ninguna pretensión, sólo quería hacer buen vino.

Sin embargo... Si lo pensaba bien, sabía que había algo más. Si el vino resultaba ser malo, tal vez aprendiera a hacer buen vinagre. Se dio cuenta de que anhelaba ser capaz de hacer un trabajo cuyo resultado produjera algo bueno.

 

La muerte de uno de los ancianos del pueblo estropeó un buen día de brisas suaves y cálidas, de nubes cruzadas en el cielo para aliviar el calor. Eugenio Rius, todo huesos y piel, encorvado, con el pelo blanco, se había convertido con el tiempo en parte integrante del banco que quedaba a la sombra, frente a la tienda de comestibles, donde se encontraba dormitando cuando se le paró el corazón. Como siempre que moría uno de sus habitantes, el pueblo entero asistió a su misa de funeral.

Rius había sido miembro del Ayuntamiento. Por ley, estaba compuesto por dos concejales y el alcalde. Tres años antes, tras la muerte del otro concejal, Jaume Caralt, Ángel Casals había cometido el error de no reemplazarlo, pero al morir el único que quedaba, el alcalde entendió que tenía que convocar elecciones para cubrir los dos puestos vacantes y notificar los resultados a la oficina del gobernador, en Barcelona.

A Ángel no le gustaba tener que ocuparse de esas cosas, que exigían planificación y esfuerzo, y comprendió de entrada la necesidad de escoger a dos candidatos que tuvieran la capacidad de adquirir sabiduría con los años, pero dotados aún de la juventud y la energía necesarias para durar mucho tiempo en el cargo.

La primera persona a quien se acercó fue a Eduardo Montroig; sobrio, serio, de comportamiento agradable, líder de los
castellers
del pueblo y buen trabajador, ya fuera para sí mismo o para la Iglesia. Para la segunda plaza en el Ayuntamiento, se dirigió a otro de los jóvenes terratenientes, Josep Álvarez, que se había portado bien con el asunto de la puerta de la iglesia.

A Josep le causó sorpresa y hasta cierta gracia. Aunque le halagaba, pues no recordaba que nunca nadie lo hubiera escogido para nada, no tenía el menor deseo de aceptar la nominación de Ángel. Con dos parcelas de tierra, una bodega por terminar y planes para hacer un vino decente, no deseaba más responsabilidades, de modo que caviló para encontrar un modo diplomático de rechazarlo.

—Es necesario. El pueblo te agradecerá tus servicios, Josep —dijo Ángel.

Eso frenó a Josep, pues el comentario llevaba implícita la idea de que los vecinos se molestarían si uno de los aldeanos rechazaba ayudar al pueblo. Había pasado poco tiempo desde que Maria del Mar lo acusara de haber olvidado sus orígenes, de modo que a Josep no le quedó más posibilidad que dar su reacio asentimiento y agradecer el honor al alcalde.

Ángel convocó las elecciones para el primero de junio. Por ley, sólo podían votar los terratenientes varones que supieran leer. El alcalde sabía exactamente a quién incluía ese grupo y habló con cada uno de ellos. El primero de junio, diecisiete hombres, el uno por ciento de los votantes elegibles del pueblo de Santa Eulalia, incluidos Josep Álvarez y Eduardo Montroig, escribieron los nombres de los dos únicos candidatos en los fragmentos de papel que les pasó Ángel al entrar en la iglesia.

Los dos nuevos concejales se consolaron pensando que el Ayuntamiento casi nunca se reunía y que se daba por hecho que cualquier reunión duraría apenas el tiempo necesario para que expresaran su aceptación de las decisiones de Ángel Casals.

Aquél fue un buen verano para la uva, días largos cargados de un calor dorado, noches llenas de brisas frescas que jugueteaban entre los bajos montes. Josep se mantenía atento a los cambios que se producían en sus uvas a medida que maduraban. La sensación de que algo extraño le estaba ocurriendo al agua del pozo del pueblo se impuso muy gradualmente. Al principio fue una leve reciedumbre del gusto, que Josep notaba al fondo de la garganta cuando paraba de trabajar y saciaba la sed.

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