Read La caja de marfil Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caja de marfil (20 page)

BOOK: La caja de marfil
12.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La chica había alzado una pierna y apoyado el pie en la mesa. Nieves Aguilar se dio cuenta de que era el tobillo de la ajorca. Casi vio las llaves diminutas colgando del adorno.

De pronto, sin saber por qué, sintió miedo. Pensó que quizá Safiya le estaba mintiendo, que aquella historia de amores eternos era falsa, y que, en realidad, se la contaba para hacerle daño. No es que hubiese sucedido nada que le probase eso, pero le entró resquemor de hallarse así, en aquella casi absoluta oscuridad, junto a una joven desconocida, escasamente vestidas ambas, en un estado que (no quería pensarlo) podría resultar humillante si, por cualquier motivo, la señora Ripio o su hijo las descubrían.

—Luego vino la enfermedad —dijo Safiya—. Era cáncer. Mi abuela murió tras sufrir mucho. El señor Guerín quedó tan destrozado que ya no paró hasta matarse con la bebida. —Se oyó un chasquido. Nieves Aguilar comprendió que la chica había estado manipulando algo mientras tanto, y atribuyó a esa actividad el cambio de tono que había percibido en ella.

Entonces una luz mágica la cegó. Safiya extrajo la pequeña llave y posó el pie en el suelo. Su cuerpo, iluminado ahora por aquel resplandor, aparecía pleno, exacto, sin secretos. A Nieves Aguilar le hubiese abochornado, pero no la miraba: miraba hacia la luz.

—Sobre todo, que no se entere la doña... —Ahora estaba claro que la chica temblaba—. Tiene el sueño muy ligero, y no le gusta nada que curiosee en sus cosas... Si se enterara... no sé qué me haría. Pero yo tengo que trabajar para ella. Mi familia le debe mucho a la doña. Nos ayudó comprando este local, que estaba casi en ruinas... Y en el fondo me quiere. Confía en mí para que le guarde sus bienes, por eso me hizo este llavero. Le tiene pánico a los ladrones...

—¿Qué es esto?

—Lo que el señor Guerín legó al hostal. La caja la compró en el extranjero...

Parecía de madera negra, quizá de ébano. La tapa, abierta, quedaba vertical mostrando en el dorso una silueta bordada en tela: un gato negro con incrustaciones de bisutería a modo de ojos. La luz provenía de los costados del interior pero también de los bordes de la tapa, en forma de diminutas filas de fluorescentes cuyo brillo provocaba extraños efectos tornasolados en el bordado. Era el objeto más hermoso que jamás había contemplado Nieves Aguilar. Se preguntó por un instante qué diría su padre si pudiese verlo, cómo lo valoraría su experta opinión de joyero. Albergaba fotografías y papeles. Y otra caja, más plana, también negra. Safiya la cogió.

—La señora Ripio dice que don Francisco, el antiguo cura, que era muy amigo de Guerín, tiene otra copia... Es el libro que Guerín escribió tras la muerte de mi abuela. Nunca quiso publicarlo...

—¿Por qué?

—No lo sé —dijo Safiya y se lo entregó—. No lo he leído. Pero la señora Ripio sí, y dice que nadie debería leerlo.

El jueves por la mañana las nubes oscuras, casi negras, que parecían haberse levantado de la sierra para avanzar hacia el pueblo, hicieron pensar a Quirós que la tormenta estaba cerca. Pocas veces había visto nubes tan ásperas y arrugadas, y tan negras, en increíble contraste con el cielo de verano que las rodeaba, aún resplandeciente y casi dorado.

Mientras se dirigía al ayuntamiento, sacó el móvil de Casella y buscó posibles mensajes. No había nada. El teléfono no había sonado en todo el día, Quirós lo sabía porque lo mantenía encendido. Tampoco el suyo había dado señales de vida: aquel doble silencio no le gustaba.

Menos aún le gustó ver tantos uniformes rondando cerca. Furgonetas oscuras se apiñaban junto a la puerta trasera, que estaba abierta, y por la que no dejaban de entrar y salir guardias civiles, policía nacional, municipal, incluso algunos militares. Todos parecían nerviosos y al mismo tiempo alegres, pero mudos, como si compartieran algún júbilo secreto, alguna fiesta sorpresa que se proponían dar a alguien y de la que Quirós no podía enterarse. Pero esa inquietud general le sirvió para poder entrar sin que le pidieran explicaciones. Halló a Gaos en la habitación de costumbre abrigado por una servilleta. En la mesa, un pollo extendido sobre una fuente plateada.

—¿Cómo se dice? —preguntó Gaos retóricamente—. Hemos «incautado», ¿no, Centeno...? Hemos incautado dos docenas de pelis y más de tres centenares de polaroids... ¡Vaya material el del gemelo Casella...! Tienes manchas en la chaqueta...

Quirós observó la manga de su chaqueta azul.

—No tengo otra —dijo—. ¿Y las pelirrojas? —preguntó para cambiar de tema.

—Hummm, nos hubiese gustado incautarlas también, ¿eh, Centeno? Pero hemos tenido que despacharlas a Madrid en una furgoneta, acusadas de algo que en los libros de Derecho se llama de otra manera, pero que yo llamo «la complicidad del imbécil». El sueldo que les pagaba Casella no valía esos sofocos... De todas formas, gracias por avisarnos, Quirós... Moja el muslo en esta salsa y luego dime cómo está...

En otra mesa, el técnico Arcedo, recién llegado de Madrid, clasificaba las cubiertas de los deuvedés y los grupos de fotos manipulándolos con sus manos envueltas en látex. Trataba las fotos como si fuesen naipes triunfadores en una jugada decisiva de póquer cubierto: las miraba y depositaba, una a una, bocabajo, en tres columnas distintas. Arcedo era prognato y de calva aplastada como el cuerpo de un rodaballo. También estaba Centeno, de pie en un rincón, en mangas de camisa, frente a su ordenador portátil.

—¿Qué habéis encontrado? —preguntó Quirós mientras robaba un muslo de pollo y lo impregnaba de salsa.

—A la nórdica. Ancha. —«Anja con jota», corrigió Centeno—. Y a otra del verano anterior, una ucraniana guapísima. —«Katya Kalasnikov», dijo Centeno—. Ambas viajaban solas, se hospedaron en el albergue y desaparecieron como si se las hubiese tragado la tierra. Pero resulta que la tierra era nuestro «esnupi». Cuéntale, Jaime.

—Tiene imaginación, el chaval —dijo Arcedo. Como tantos individuos feos, Arcedo era proclive a la suspicacia: lanzó una mirada titubeante a Gaos cuando oyó que este se reía—. Probaré el pollo, si me permites.

—Pero ¡cuéntale!

—Que mire las fotos. Hablan por sí mismas.

Quirós no las miró. En cambio, buscó una servilleta, porque la salsa le resbalaba por la barbilla.

—Y no sólo eso —dijo Gaos—. Nuestra «prospección inversa» ha dado resultado. Díselo, Centeno.

—Cinco chicas más, de edades comprendidas entre los quince y los veinte, desaparecidas durante los últimos veranos en esta zona.

—¿Qué te parece? —sonrió Gaos limpiándose los dedos—. Me refiero al pollo.

—Es bueno —dijo Quirós.

Como tantos hombres proclives a la suspicacia, Arcedo era proclive a la ironía. En aquel momento dijo:

—Para pollo, el tipo ese. —Señaló hacia algún lugar. Quirós no comprendió su gesto ni su broma, pero Gaos y Centeno lo celebraron con carcajadas.

De repente Gaos se puso serio.

—Compañeros, condenadme si queréis, pero os puedo jurar que al ver las de la ucraniana, sobre todo las de la ucraniana, atada con cuerdas negras a la cama, abierta de piernas...

Algo lo interrumpió. Se abrió bruscamente la puerta por la que había entrado Quirós y dos policías mantuvieron una apresurada conversación con Gaos que este zanjó con monosílabos. Cuando se marcharon, Quirós preguntó:

—¿Por qué hay tantos policías? —Al tiempo que preguntaba se dirigía a la habitación de los interrogatorios, pero Centeno le bloqueó el paso.

—¿Le descubrimos el plato principal, Centeno? —Gaos esbozó una amplia sonrisa—: Lo hemos arrestado esta mañana. Sí, al «esnupi». Debería llamarlo «presunto», pero tú me entiendes. En serio, no pongas esa cara. Cuéntale, Centeno.

—Los perros encontraron su ropa esta madrugada. Hecha una pelota. Estaba dentro de un cubo en el patio de la casa.

—La ropa es la que llevaba puesta la hija de Olmos, lo hemos confirmado —dijo Gaos—. Estaba toda, hasta sus braguitas y un pequeño cinturón, muy fino, que todavía me pregunto para qué le serviría... En casa del señor Teobaldo. —«Teologales», dijo Centeno—. Aún no sabemos dónde ha ocultado el cuerpo. Centeno lleva haciéndole preguntas mucho tiempo, quizá demasiado, incluso para un sordomudo de verdad... Pero terminará cantando saetas en la procesión, te lo juro.

Quirós se asomó por la puerta. El sordomudo del cementerio estaba sentado en una silla, desnudo de cintura para arriba. Aún era bizco. Sangraba. Hacía el mismo ruido al respirar que la punta de un cuchillo sobre un papel de lija. Tenía la boca llena de rosas rojas, frescas. Parecía un búcaro inclinado.

—Las heridas se las ha hecho él mismo —dijo Gaos—. Le gusta automutilarse, como a la novia de Bukowski en esa película vieja que se titula... Bueno, no lo recuerdo... —«¿Bueno, no lo recuerdo? No la he visto», bromeó Arcedo. Gaos pasó por encima de su estúpida burla sin detenerse—. En cuanto a las rosas, los vecinos nos dijeron que le dan ataques de asma cada vez que las huele. Por eso le hemos dado a probar algunas. ¿Para qué mancharnos las manos si podemos aprovechar una tara?

—Es el guarda del cementerio, y es sordomudo de verdad —dijo Quirós—. Si estás esperando a que hable, es que eres más imbécil que yo.

Gaos se rió hacia dentro.

—Pero qué pringado eres... Ya te lo he dicho: encontramos la ropa de la chica en su casa. No sólo eso. Cuéntale, Jaime.

—También varias pelis —dijo Arcedo.

—Alguien las dejaría ahí para despistar —dijo Quirós—. Casella me aseguró que al «esnupi» lo protege mucha gente.

—Quirós. —Gaos lo miró con placidez—: Eres una mierda seca. ¿Lo sabías? Seca y vieja.

Quirós empezaba a enfadarse. Siempre le ocurría lo mismo con Gaos. A pesar de que sabía que eso era, precisamente, lo que Gaos pretendía, no podía evitar un punto de irritación. Recordó que, en su departamento, a Gaos lo apodaban «Caos».

—Quizá todavía siga viva... Y tú estás perdiendo el tiempo con un sordomudo.

—¿Viva? —Gaos miró a su alrededor, como si no conociera el significado de la palabra—. ¡Viva...!

Tras arrojar los restos de pollo a un cubo, Arcedo había desgarrado otra bolsa de guantes de látex. En aquel momento sonrió, y su sonrisa sonó a desgarro.

—Quirós, Quirós... —Se lamentaba Gaos—. Hablamos de un «esnupi...» Secuestró a la hija de Olmos hace más de dos semanas. Hemos encontrado su mochila y sus ropas... ¿Crees que han estado jugando al mus?

—Tendrías que ver las películas —dijo Arcedo—. Casi es mejor que ya esté muerta.


Tales of ordinary madness
—dijo Centeno—. Es la película sobre Bukowski.

—Ah, sí —dijo Gaos mordisqueando una pechuga—. Gracias, Centeno.

—Gaos. —Quirós se plantó ante él—. Has metido la pata hasta la corva. No es él.

—Tenemos pruebas. Somos policías, no lo olvides, y trabajamos con pruebas. Nosotros no ahondamos, Quirós: rascamos en la superficie y, si encontramos algo, lo aceptamos hasta que otro hallazgo nos hace cambiar de opinión. No profundizamos más. Lo que haya debajo, al fondo del todo, si es que hay algo, no nos importa. Somos funcionarios: nos basta con funcionar. Hablando de funcionar, ¿alguien quiere apagar eso?

Sonaba un móvil. No el de Casella, como en un principio pensó Quirós llevándose la mano a la chaqueta. Contestó Centeno, que se lo pasó a Quirós.

—¿Para mí? —Centeno afirmó con un gesto. Por un instante, sin saber por qué, a Quirós se le ocurrió la absurda idea de que podía tratarse de Pilar.

—¿Quirós? —Una voz quejumbrosa—. ¿Eres tú, Quirós?

—Sí, don Julián.

En el auricular se desplegó uno de los silencios alfombrados de Olmos. Quirós casi podía verlo sentado en su despacho, el pelo níveo y las cuatro medallitas destellando en la solapa de la chaqueta bajo una luz que sólo lo iluminaba a él. El silencio se interrumpió, pero ahora quien hablaba era el secretario Pedro Correa.

—El señor Olmos me pide que sea yo quien le diga esto, ya que, ante la magnitud de lo ocurrido, no dispone de fuerzas suficientes. Procedo a leerle las palabras del señor Olmos. —Correa hizo muchos preámbulos: carraspeos, chasquidos con la lengua, profundas inhalaciones. Pero no dotó a su lectura de ninguna inflexión. Su voz brotó como desde una máquina—: «Si me buscas, me hallarás muerta. ¿Recuerdas, Quirós? Parece que se ha cumplido. Ya han mirado dentro de la caja, han hallado la ropa, han arrestado a un sospechoso. No me creerías, no me creerías si te contara el grado de mi dolor, hasta dónde llega y cuánto abarca. —Al tiempo que escuchaba, Quirós bajó la vista y observó que Gaos se había levantado y vuelto a sentarse con un grupo de polaroids en una mano enguantada. Empezó a barajarlas. Quirós esperaba ver cualquier cosa típica del espectáculo "esnupi", pero le sorprendió encontrar, tan sólo, imágenes de una chica rubia sentada en un sofá amarillo chillón junto a una ventana. La chica estaba vestida de negro. Le llamó más la atención el sofá, por su color—. Ya han mirado, Quirós, ya han mirado dentro de la caja y han visto todo cuanto había que ver. Como te dije, estaba preparado. Me queda la tranquilidad de saber que las cosas se han terminado sin más complicaciones. Puedes dejar el trabajo, tal como deseabas. Te haré llegar el cheque. Solo espero que la encuentren pronto. Quiero velarla en la memoria.» Aquí terminan las palabras del señor Olmos.

—Muy bien —dijo Quirós.

—¿Las ha entendido? ¿Quiere que le repita algún párrafo?

En las polaroids todo había cambiado: de repente, un escenario rojo, cuerpos tumbados, miradas que no veían nada. Gaos las repartía, Arcedo y Centeno las recogían. Parecían jugar a las cartas. Quirós dijo que no y colgó.

—Se acabó. —Exhaló un suspiro. Gaos alzó la vista de las fotos y lo interrogó con la mirada—. El trabajo. Ya puedo dejarlo.

—¿Te han despedido? Pues dedícate a vivir la jubilación, pringado, y déjanos en paz a los que todavía tenemos que seguir currando.

Se marchó en silencio, sin mirar a los tres hombres, que seguían distribuyendo fotos sobre la mesa. Regresó al hostal descendiendo por las cuestas sin dejar de lanzar suspiros. Le parecía que había recorrido un largo trecho hasta llegar a aquel punto. Luego se detuvo, se quedó parado un instante. Vio un bar y decidió beber algo. Iba a pedir una copa de vino cuando sonó su teléfono, pero no el suyo sino el de Casella. Se le había olvidado entregárselo a Gaos. Tampoco se acordaba de lo que debía decir. Contestó atropelladamente:

—La... laca... La caja... de marfil...

BOOK: La caja de marfil
12.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Secret Tunnel by Lear, James
Tyrell by Coe Booth
Catla and the Vikings by Mary Nelson
The Firefighter's Cinderella by Dominique Burton
Her Two Doms by Sierra Cartwright
The Book of Jonas by Stephen Dau
Beverly Byrne by Come Sunrise