La caza de Hackers. Ley y desorden en la frontera electrónica (33 page)

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Authors: Bruce Sterling

Tags: #policiaco, #Histórico

BOOK: La caza de Hackers. Ley y desorden en la frontera electrónica
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—¿Cómo se verá el crimen informático en 10 años? ¿será mejor aún? o ¿«Diablo del Sol» les dio un golpe que los hizo retroceder, llenos de confusión?

—Será como es ahora, solo que peor, —me dice ella con perfecta convicción. Siempre allí, escondido, cambiando con los tiempos: el
submundo criminal
. Será como ahora con las drogas. Como los problemas que tenemos con el alcohol. Todos los policías y leyes en el mundo, nunca han resuelto los problemas con el alcohol. Si hay algo que
quiere
la gente, un cierto porcentaje simplemente lo robará. El 15 por ciento de la población, nunca robará. Otro 15 por ciento robará todo lo que no está clavado al suelo. La batalla, es por los corazones y las mentes del 70 por ciento restante.

Los criminales se ponen al día rápidamente. Si no hay
una curva de aprendizaje muy inclinada
, —si no requiere una sorprendente cantidad de capacidad y práctica— los criminales, generalmente son los primeros en pasar por la puerta de una nueva tecnología. Especialmente si les ayuda a esconderse. Tienen toneladas de efectivo. Los usuarios
pioneros
de las nuevas tecnologías de la comunicación, —como los
beepers
, los busca-personas, los teléfonos móviles, faxes y
Federal Express
— fueron los ricos empresarios y los criminales. En los años iniciales de los
pagers
y los
beepers
, los traficantes de drogas estaban tan entusiasmados con esta tecnología, que poseer un
beeper
era prácticamente, una prueba evidente de ser traficante de cocaína.

Las comunicaciones por radio en Banda Ciudadana (CB), se expandieron explosivamente, cuando el límite de velocidad llegó a 55 millas por hora, y romper esta ley se convirtió en un pasatiempo nacional. Los traficantes de drogas envían efectivo por medio de
Federal Express
. —a pesar de, o quizás
por eso
, las precauciones y advertencias en las oficinas de
FedEx
, dicen que nunca lo haga.
FedEx
usa rayos-X y perros, para detectar los embarques de drogas en las sacas de correo. —No funciona muy bien.

A los traficantes de drogas les encantaron los teléfonos móviles. Hay métodos muy simples para fingir una identidad en los teléfonos móviles, haciendo que la localización de la llamada sea móvil, libre de cargos, y efectivamente imposible de ubicar. Ahora, las empresas de telefonía móvil, rutinariamente son víctimas, de enormes facturas de llamadas a Colombia y Pakistán.

La fragmentación de las compañías telefónicas impuesta por el juez Greene, vuelve loca a la policía. Cuatro mil compañías de telecomunicaciones. El fraude sube como un cohete. Todas las tentaciones del mundo al alcance, con un teléfono móvil y un número de tarjeta de crédito. Delincuentes indetectables. Una galaxia de nuevas cosas lindas, para pudrirlas.

Si hay una cosa, que a Thackeray le gustaría tener, sería un pasaje legal a través del fragmentado y nuevo campo de minas. Sería, una nueva forma de orden de registro electrónica, una
carta electrónica de marca
emitida por un juez. Podría crearse una nueva categoría de
emergencia electrónica
. Como una intervención de la línea telefónica, su uso sería raro, pero atravesaría los estados e impondría la cooperación veloz de todos los implicados. Teléfono móvil, teléfono fijo, láser, red de ordenadores, PBX, ATT, Baby Bells, servicios de larga distancia, radio en paquetes. Este documento sería una poderosa orden, que atravesaría cuatro mil secretos empresariales y la llevaría directamente hasta la fuente de las llamadas, la fuente de amenazas por correo electrónico, de virus, de amenazas de bomba y de secuestro.

—De ahora en adelante, —dice,
el bebé Lindberg morirá siempre
. Algo que dejaría la red quieta, aunque sólo fuera por un momento. Algo que la haría alcanzar una velocidad fantástica. Un par de botas de siete leguas. —Eso es, lo que realmente necesita.

—Esos tipos están moviéndose a velocidad de nanosegundos y yo viajo en pony. Y entonces, también, llega por ahí el aspecto internacional. El crimen electrónico nunca ha sido fácil de localizar, de hacerlo entrar a una jurisdicción física. Y los
phreaks
y los
hackers
odian las fronteras, se las saltan cuantas veces pueden. Los ingleses, los holandeses, los australianos y los alemanes, sobre todo el omnipresente
Chaos Computer Club
. Todos lo aprendieron en EE.UU. Es una industria de la travesura, en crecimiento.

Las redes multinacionales son globales, pero los gobiernos y la policía simplemente no lo son. Ninguna ley lo es tampoco. Ni los marcos legales para proteger al ciudadano. Un idioma sí es global: el inglés. Los
phone phreaks
hablan inglés; es su lengua nativa aún cuando son alemanes. El inglés es originario de Inglaterra, pero ahora es el idioma de la red; por analogía con el portugués y el holandés lo podríamos llamar el
CNNés
.

Los asiáticos no están mucho en el
phone-phreaking
. Son los amos mundiales de la piratería del
software
, organizada. Los franceses tampoco están en el
phone-phreaking
. Los franceses están en el espionaje industrial informatizado.

En los viejos días del virtuoso reino de los
hackers
del MIT, los sistemas que se
caían
no causaban daño a nadie —Bueno, no daños permanentes—. Ahora los jugadores son más venales. Ahora las consecuencias son peores. Los
hackers
empezarán pronto a matar personas. Ya hay métodos de envío masivo de llamadas hacia los teléfonos de emergencia, molestando a la policía, y posiblemente, causando la muerte de alguna persona, que está inentando llamar con una verdadera emergencia.
Hackers
en los ordenadores de las compañías de ferrocarriles, o en los ordenadores del control de tráfico aéreo, matarán a alguien algún día. Quizá a muchas personas. —Gail Thackeray lo asume.

Y los virus son cada vez peores. El virus
Scud
es el último que salió. Borra discos duros.

Según Thackeray, la idea de que los
phone phreaks
son unos
Robin Hood
, es un engaño. No merecen esa reputación. Básicamente, viven del más débil. Ahora ATT se protege con la temible ANI (Identificación del Número Automático) una capacidad para rastrear la llamada. Cuando ATT incrementó la seguridad general, los
phreaks
se dirigieron hacia las Baby Bells. Las Baby Bells los echaron fuera entre 1989 y 1990, así los
phreakers
se cambiaron a empresas de la larga distancia, más pequeñas. Hoy, se mueven en PBX (Private Branch Exchange) de dueños locales y sistemas de correo de voz, que están llenos de agujeros de seguridad, muy fáciles de invadir. Estas víctimas no son el rico Sheriff de Nottingham o el malo Rey John, sino pequeños grupos de personas inocentes, para quienes es muy difícil protegerse y quienes realmente sufren estas depredaciones. Los
phone phreaks
viven del más débil. Lo hacen por poder. Si fuese legal no lo harían. No quieren dar servicio, ni conocimiento, buscan la emoción de un
viaje de poder
. Hay suficiente conocimiento o servicio alrededor, si estás dispuesto a pagar. Los
phone phreaks
no pagan, roban. Se sienten poderosos, porque hacen algo ilegal que satisface su vanidad.

Saludo a Gail Thackeray con un apretón de manos en la puerta del edificio de su oficina —un gran edificio de estilo internacional situado en el centro de la ciudad. La oficina del jefe de policía tiene alquilado parte de él. Tengo la vaga impresión de que mucha parte del edificio está vacío —quiebra de bienes raíces.

En una tienda de ropa de Phoenix, en un centro comercial del centro de la ciudad, encuentro al «Diablo del Sol» en persona. Es la mascota de la Universidad del Estado de Arizona, cuyo estadio de fútbol, «Diablo del Sol», está cerca del cuartel general del Servicio Secreto —de ahí el nombre de la «
Operación Diablo del Sol
». El «Diablo del Sol» se llama
Chispita
, es castaño con amarillo luminoso, los colores de la universidad.
Chispita
lleva una horca amarilla de tres puntas. Tiene un bigote pequeño, orejas puntiagudas, una cola armada de púas, y salta hacia delante pinchando el aire con la horca, con una expresión de alegría diabólica.

Phoenix era el hogar de la «
Operación Diablo del Sol
». La
Legion of Doom
tuvo una BBS
hacker
llamada «Proyecto Fénix». Un
hacker
australiano llamado
Phoenix
, una vez realizó un ataque por Internet a Cliff Stoll, y se jactó y alardeó de ello en el ‘New York Times’. Esta coincidencia entre ambos es extraña y sin sentido.

La oficina principal del Fiscal General de Arizona, donde Gail Thackeray trabajaba antes, está en la Avenida Washington 1275. Muchas de las calles céntricas de Phoenix se llaman como prominentes Presidentes americanos: Washington, Jefferson, Madison...

Después de oscurecer, los empleados van a sus casas de los suburbios. Las calles Washington, Jefferson y Madison —lo que sería el corazón de Phoenix, si esta ciudad del interior, nacida de la industria automóvil, tuviera corazón— se convierte en un lugar abandonado, en ruinas, frecuentado por transeúntes y los
sin techo
.

Se dibujan las aceras a lo largo de la calle Washington, en compañía de naranjos. La fruta madura cae y queda esparcida como bolas de criquet en las aceras y cunetas. Nadie parece comerlos. —Pruebo uno fresco. Sabe insoportablemente amargo.

La oficina del Fiscal General, construida en 1981 durante la Administración de Babbitt, es un edificio largo y bajo, de dos pisos, hecho de cemento blanco y enormes paredes de vidrio. Detrás de cada pared de vidrio hay una oficina de un fiscal, bastante abierta y visible a quien pase por allí.

Al otro lado de la calle, hay un edificio del gobierno, que tiene un austero cartel que pone simplemente «SEGURIDAD ECONOMICA», algo de lo que no hubo mucho en el Sudoeste de los EE.UU. últimamente.

Las oficinas son aproximadamente de cuatro metros cuadrados. Tienen grandes estanterías de madera llenas de libros de leyes con lomo rojo, monitores de ordenador Wang, teléfonos, notas Post-it por todos lados. También hay diplomas de abogado enmarcados, y un exceso general de arte de paisaje occidental, horrible —las fotos de Ansel Adams son muy populares, quizás para compensar el aspecto triste del estacionamiento—, dos áreas de asfalto negro rayado, ajardinados con rasgos de arena gruesa y algunos barriles de cactus enfermizos.

Ha oscurecido. Gail Thackeray me ha dicho que las personas que trabajan aquí, hasta tarde, tienen miedo a ser de asaltadas en el estacionamiento. Parece cruelmente irónico, que una mujer capaz de perseguir a ladrones electrónicos por el laberinto interestatal del
ciberespacio
, deba temer un ataque por un delincuente
sin techo
, en el estacionamiento de su propio lugar de trabajo. Quizás esto no sea pura coincidencia. Quizás estos dos mundos, —a primera vista tan dispares— de alguna forma se generan el uno al otro. El pobre y privado de derechos, reina en las calles, mientras, el rico, seguro en su habitación y equipado con ordenador, charla por módem. Con bastante frecuencia, estos marginales rompen alguna de estas ventanas y entran a las oficinas de los fiscales, si ven algo que precisan o que desean lo suficiente.

Cruzo el estacionamiento a la calle de atrás de la oficina del Fiscal General. Un par de vagabundos se están acostando sobre una
sábana
de cartón aplastado, en un nicho a lo largo de la acera. Un vagabundo lleva puesta una reluciente camiseta que dice «
California
», diseñada con el tipo de letra cursiva de la Coca-Cola. Su nariz y mejillas parecen irritadas e hinchadas, brillan con algo que parece vaselina. El otro vagabundo, tiene una camisa larga con mangas y cabellos ásperos, lacios, de color castaño, separados en el medio. Ambos llevan pantalones vaqueros usados con una capa de mugre. Ambos están borrachos.

—¿Ustedes están mucho por aquí?, —les pregunto.

Me miran confusos. Llevo pantalones vaqueros negros, una chaqueta rayada de traje negro y una corbata de seda negra. Tengo zapatos extraños y un corte de cabello cómico.

—Es la primera vez que venimos por aquí, —dice poco convincente el vagabundo de la nariz roja.

—Hay mucho cartón apilado aquí. Más de lo que dos personas podrían usar.

—Usualmente nos quedamos en lo de Vinnie, calle abajo, —dice el vagabundo castaño, echando una bocanada de Marlboro con un aire meditativo, mientras se extiende sobre una mochila de nylon azul.

—Le señalo «El San Vicente».

—¿Sabe quién trabaja en ese edificio de allí?, —pregunto—. El vagabundo castaño se encoge de hombros.

—Algún tipo de abogado, —dice.

Con un ¡cuídate! mutuo, nos despedimos. —Les doy cinco dólares.

Una manzana calle abajo, encuentro un trabajador fuerte que está tirando de algún tipo de vagoneta industrial; tiene algo que parece ser un tanque de propano en él. Hacemos contacto visual. Nos saludamos inclinando la cabezada. Nos cruzamos.

—¡Eh! ¡Disculpe señor!, —dice.

—¿Sí? —digo, deteniéndome y volviéndome.

—¿No vio a un hombre negro de 1,90 vagando por aquí?, —dice el tipo rápidamente— tenía cicatrices en ambas mejillas, así, —gesticula— usa una gorra negra de béisbol hacia atrás.

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