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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

La ciudad sagrada (9 page)

BOOK: La ciudad sagrada
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Con aire pensativo Nora guardó silencio unos instantes y luego negó con la cabeza.

—¿Para qué las utilizaban?

—Bueno, en realidad no eran carreteras ni rutas ni nada así.

Holroyd quitó la pierna de encima de la mesa y se incorporó en su asiento.

—¿Qué dices? ¿Quieres explicarme eso?

—Siguen siendo un gran misterio arqueológico. Los anasazi no conocían la invención de la rueda ni tenían bestias de carga, de modo que las carreteras no les servían para nada. ¿Para qué se tomaron la molestia de construirlas? Eso es algo que siempre ha desconcertado a los arqueólogos.

—Sigue —la instó Holroyd.

—Cada vez que los arqueólogos no entienden algo, suelen escurrir el bulto relacionándolo todo con propósitos religiosos, eso es lo que dicen de las rutas anasazi. Creen que pudieron ser caminos espirituales en lugar de carreteras por las cuales viajasen seres humanos, caminos para guiar a los espíritus de los muertos de vuelta a las tinieblas.

—¿Qué aspecto tienen esos caminos? —Holroyd bebió un trago de cerveza.

—No tienen nada de particular —respondió Nora—. De hecho, es casi imposible verlos desde el suelo.

Holroyd la miró con gesto expectante.

—¿Cómo los construyeron?

Las carreteras medían exactamente nueve metros de ancho y estaban recubiertas de adobe. Al parecer, en el Gran Camino del Norte rompieron deliberadamente vasijas sobre la superficie para consagrarlo. En diversos puntos los caminos estaban plagados de una especie de hornacinas llamadas «herraduras», pero no tenemos idea de…

—Espera un momento —la interrumpió Holroyd—. Has dicho que estaban asfaltados con adobe. ¿Qué es el adobe exactamente?

—Básicamente, barro.

—¿Traído de otros lugares?

—No, por regla general solía ser la tierra de los alrededores mezclada con agua, moldeada y solidificada.

—Vaya qué lástima. —De repente la voz de Holroyd perdió todo su entusiasmo.

—Y no hay mucho más que decir. Cuando abandonaron definitivamente el Gran Camino del Norte hacia el año 1250, todo indica que lo clausuraron mediante una ceremonia ritual. Los anazazi amontonaron pilas de maleza en el camino y les prendieron fuego. También quemaron las hornacinas de la carretera y varias estructuras de gran tamaño, de entre las cuales desenterré una hace varios años, llamada el Chacal Calcinado. Al parecer, se trataba de una especie de faro o artefacto para emitir señales. Sabe Dios para qué lo utilizaban…

Holroyd se inclinó hacia la pantalla e inquirió:

—¿Dices que quemaron maleza en ese camino?

—Bueno, que se sepa, en el Gran Camino del Norte. Nadie ha estudiado en profundidad las demás carreteras.

—¿Cuántos arbustos quemaron?

—Muchos —contestó Nora—. Encontramos fragmentos enormes de carbón vegetal.

Holroyd dejó la cerveza encima de la mesa con un golpe seco, hizo girar su silla y empezó a aporrear las teclas de nuevo.

—El carbón deja una estela muy característica en el radar, hasta las cantidades más ínfimas lo absorben. Su reflejo es casi inexistente. —La imagen de la pantalla empezó a transformarse—. Así que lo que vamos a buscar —murmuró— es justo lo contrario de lo que he estado buscando hasta ahora. En lugar de localizar un reflejo en particular, vamos a buscar una sombra. Un agujero lineal en los datos. —Pulsó una tecla final.

Nora observó el monitor mientras la imagen desaparecía. Luego, cuando una nueva imagen empezó a inundar la pantalla con exasperante lentitud, vio perfilarse en el paisaje una larga línea negra, débil y sinuosa, rota por numerosas partes pero inconfundible pese a todo.

—Ahí la tienes —dijo Holroyd con parsimonia, echándose hacia atrás en la silla y mirando a Nora con la cara radiante por el triunfo.

—¿Ésa es mi ruta a Quivira? —le preguntó Nora con voz trémula.

—No. Esa es nuestra ruta a Quivira: de los dos, no lo olvides.

8

N
ora trató de abrirse paso entre el tráfico de primera hora de la tarde, luchando por impedir que el asfalto de la autopista que se extendía ante ella se desdibujase en borrosas imágenes paralelas. Estaba completamente exhausta, más que en cualquier otro momento de su vida desde las maratonianas sesiones de estudio en la facultad. A pesar de que Holroyd le había ofrecido su apartamento para que pasara allí la noche, ella había optado por conducir de un tirón hasta Santa Fe y el instituto. Había llegado poco después de las diez de la mañana y el día le había resultado muy largo mientras, agotada y distraída, trataba de acabar con los asuntos pendientes del final de trimestre. Una y otra vez, su cabeza regresaba a Quivira y a cuál iba a ser su siguiente paso. Presentía que era inútil tratar de hablar con Blakewood de nuevo, pese a aquel sorprendente descubrimiento, puesto que no había demasiadas probabilidades de que el presidente del instituto cambiase de opinión. Se había cruzado con él en un pasillo poco después de mediodía y la había saludado con aire decididamente glacial.

Aminoró la velocidad y redujo la marcha al entrar en Verde Estates, la urbanización donde vivía. La tarde había terminado con una nota inesperada: una llamada del despacho de Ernest Goddard en que solicitaba reunirse con ella a la mañana siguiente. Nora nunca había llegado a hablar personalmente con el presidente del consejo de administración del instituto y no se le ocurría ninguna razón —o al menos ninguna buena, desde luego— que explicase por qué querría verla. Se había ausentado del instituto durante dos días sin previo aviso y no había realizado ningún progreso con la cerámica de Río Puerco. Tal vez Blakewood le había hablado de la problemática profesora adjunta y el presidente estaba molesto con respecto a su rendimiento.

Nora encendió las luces del coche al avanzar por la sinuosa carretera. Puede que Verde Estates fuese una urbanización, pero era antigua y carecía de las ridículas pretensiones estilo Santa Fe de las nuevas agrupaciones de casas unifamiliares. Había pasado el tiempo suficiente para que creciesen numerosas clases de árboles frutales y abetos que atenuaban las afiladas aristas de los edificios. Una apacible calidez empezó a envolver sus cansados miembros mientras realizaba maniobras para aparcar el vehículo. Se tomaría media hora para relajarse y luego se prepararía una cena ligera, se ducharía y se metería en la cama. Uno de sus métodos de relajación favoritos consistía en cuidar de las lengüetas de su oboe. A la mayoría de la gente la fabricación de lengüetas
se
le antojaba una tarea insoportablemente tediosa, pero a ella le encantaba y disfrutaba muchísimo con el reto.

Después de retirar la llave del contacto, cogió el portafolios y las bolsas y echó a andar a través del asfalto hacia su puerta. Ya estaba preparando mentalmente las herramientas que iba a necesitar: una lupa de joyero, un trozo de caña de buena calidad, hilo de seda y láminas de escamas de pescado para tapar las filtraciones, el señor Roehm, su profesor de oboe de la época del instituto, afirmaba que hacer lengüetas dobles era como preparar moscas artificiales para la pesca con caña: un arte y una ciencia en los que había mil cosas que podían salir mal y en los que nunca se realizaban los ajustes necesarios.

Nora abrió la puerta principal y entró en el interior de la casa. Tras dejar sus cosas en el suelo, se apoyó contra la puerta y cerró los ojos con gesto cansino, demasiado agotada para encender las luces. Oyó el zumbido sordo del frigorífico y a un perro emitiendo ladridos histéricos a lo lejos. El lugar despedía un olor que no le resultaba familiar. Qué raro, pensó. Es curioso lo extrañas que pueden volverse las cosas en apenas un par de días.

Faltaba algo, el golpeteo familiar de las uñas sobre el suelo de linóleo y el cariñoso hocico que le acariciaba los tobillos cada vez que entraba por la puerta. Tras respirar hondo, se apartó de la entrada y apretó el interruptor de la luz. No veía a
Thurber,
su basset de diez años, por ninguna parte.


Thurber
—lo llamó. Se le ocurrió salir a la calle a buscarlo, pero cambió de idea enseguida, pues
Thurber
era el animal más domestico del mundo, para quien el aire libre era algo que había que evitar a toda costa—.
Thurber,
volvió a llamarlo. Al dejar el bolso en la mesa del comedor, se fijó en una nota que había encima de ella: «Nora: llámame, por favor. Skip.» Después de leerla, esbozó una sonrisa irónica. Seguro que necesita dinero, se dijo. Skip no solía emplear las palabras «por favor» en una frase. Aquello explicaba la ausencia de
Thurber.
Le había pedido a Skip que diese de comer al perro mientras ella se encontraba en California, y estaba segura de que se lo había llevado a su piso para ahorrarse tiempo.

De camino a su habitación, empezó a quitarse los zapatos, pero se detuvo cuando vio un montón de polvo desparramado por el suelo. Esta casa está hecha un asco, tengo que limpiarla, pensó mientras se dirigía a las escaleras.

Una vez en el cuarto de baño, se quitó la blusa, se lavó la cara y las manos, se humedeció el pelo y luego se puso la sudadera especial para hacer lengüetas —su favorita—, un harapo viejo de la Universidad de Nevada en Las Vegas. Al entrar en el dormitorio se detuvo un momento para echar un vistazo alrededor. Le habían bastado unos minutos para juzgar el apartamento de Holroyd, un tanto excéntrico por la ausencia de muebles y su falta de personalidad; sin embargo, su propia casa no era tan diferente de la del científico. Lo cierto es que nunca había tenido demasiado tiempo para pensar en la decoración. Si los muebles eran los espejos del alma, ¿que decían de ella aquellas habitaciones desordenadas? Sin duda que se trataba de una mujer que estaba demasiado ocupada arrastrándose por ruinas como para arreglar y adecentar su propia casa. Casi todo cuanto tenía había pertenecido a sus padres; Skip se había negado a quedarse con nada excepto la colección de libros de su padre y su vieja pistola.

Sonriendo y meneando la cabeza, extendió el brazo con gesto mecánico en busca del cepillo que había encima del tocador.

No estaba en su sitio.

Se quedó inmóvil, con la mano extendida y el gesto perplejo. Siempre dejaba el cepillo en el mismo lugar, pues la arqueóloga que había en su interior insistía en guardar sus posesiones
in situ.
La melena húmeda empezó a provocarle escalofríos en la nuca mientras repasaba mentalmente los movimientos que había realizado tres mañanas antes. Se había lavado el pelo como de costumbre, se había vestido como de costumbre, se había peinado como de costumbre… y había dejado el cepillo en su sitio como de costumbre.

Sin embargo, ahora no estaba allí. Nora observó el extraño e inexplicable hueco entre el peine y la caja de pañuelos de papel. ¡Skip se va a enterar!, se dijo, con una mezcla de alivio e irritación. El cuarto de baño de su hermano era una masa sólida de moho y le gustaba ducharse en el de ella cada vez que iba a su casa cuando Nora estaba fuera de la ciudad. Seguramente lo había dejado en cualquier parte y…

De pronto desechó la idea e inspiró hondo. Algo en su interior le decía que aquello no había tenido nada que ver con Skip. El olor extraño, el polvo en el pasillo, la sensación de que estaba ocurriendo algo raro… Empezó a recorrer la estancia en busca de cualquier otra cosa que también pudiese haber desaparecido, pero todo lo demás parecía seguir en su sitio.

Entonces oyó el débil sonido de unos arañazos en la puerta procedentes del exterior. Se asomó para echar un vistazo, pero las ventanas oscuras sólo reflejaban el interior. Apagó las luces de un rápido manotazo. Fuera hacía una noche despejada, sin luna, y las estrellas del desierto se esparcían como diamantes por la oscuridad aterciopelada que se extendía más allá de su ventana. Volvió a oír los arañazos, esta vez con mayor intensidad.

Aliviada, cayó en la cuenta de que debía de ser
Thurber,
que estaba esperando para entrar por la puerta trasera. Por si fuera poco, Skip se las había apañado para dejar al perro fuera. Meneando la cabeza con resignación, Nora bajó por las escaleras y atravesó la cocina. Giró el pestillo de la puerta, la abrió de par en par y se arrodilló, anticipándose a las caricias con el hocico del animal.

Pero
Thurber
no apareció. Un nuevo cúmulo de polvo se arremolinó sobre el escalón de cemento y brilló intensamente cuando los faros de un coche se aproximaron por el callejón trasero y lo iluminaron. El haz de luz de los faros barrió el césped, recorrió una hilera de pinos y resaltó la silueta de una figura gigantesca, peluda y negra, que estaba dando saltos para ir a refugiarse bajo el manto de la oscuridad. Al observar aquel movimiento, Nora recordó haberlo presenciado antes… apenas unas noches atrás, cuando la misma forma había corrido junto a su camioneta a una velocidad pavorosamente anormal.

Horrorizada, volvió a meterse en la cocina, con la cara ardiente y jadeando. Por fin el momento de parálisis pasó. Embargada por una súbita furia, agarró una pesada linterna que había encima del mármol de la cocina y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo en el umbral, cuando la linterna no reveló nada más que la quietud de la noche desértica.

—¡Dejadme en paz de una puta vez! —gritó en la oscuridad. No había ninguna figura negra, ni huellas en la tierra húmeda junto a la puerta, sino sólo el susurro perdido del viento, los enloquecidos ladridos lejanos de un perro y el castañeo de la linterna en su mano temblorosa.

9

N
ora se detuvo frente a una puerta de roble que estaba cerrada y exhibía un cartel que rezaba: «Presidente del Consejo de Administración, Instituto Arqueológico de Santa Fe.» Aferrándose con más fuerza al portafolios que ahora la acompañaba a todas partes, miró con cautela a ambos lados del pasillo. No estaba segura de si los nervios que sentía tenían que ver con lo sucedido la noche anterior o con la inminente reunión con el presidente del consejo. ¿Cabía acaso la posibilidad de que le hubiesen llegado rumores de sus tejemanejes en el laboratorio? No, era imposible, pero quizá aquella conversación supusiese su despido de todas formas. ¿Por qué otra razón iba a querer Ernest Goddard entrevistarse con ella? Le dolía la cabeza por la falta de sueño.

Lo único que sabía acerca del presidente era cuanto había leído sobre su persona, además de haber visto ocasionalmente su fotografía en los periódicos y haberle visto pasar por el campus, con su porte distinguido, en ocasiones más raras todavía. Puede que el doctor Blakewood hubiese sido el impulsor y el capataz del proyecto del instituto, pero Nora sabía que Goddard ostentaba el verdadero poder fáctico y era quien manejaba el dinero detrás del trono de Blakewood. Además, a diferencia de éste, poseía un don casi sobrenatural para relacionarse con la prensa, y conseguía que colocaran el ocasional artículo elogioso y brillante justo en los medios adecuados. Habían llegado hasta los oídos de Nora numerosas historias sobre la ingente riqueza de aquel hombre, desde que había heredado una fortuna procedente de los pozos de petróleo hasta que había descubierto un submarino cargado de oro nazi… ninguna de las cuales parecía demasiado verosímil.

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