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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

La conjura (2 page)

BOOK: La conjura
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Miriam, la viuda de mi primo, con quien había tratado de casarme, había contraído matrimonio seis meses atrás con un hombre llamado Griffin Melbury, que en el momento de mi juicio estaba preparándose para ser candidato de los tories en las elecciones que pronto se celebrarían en Westminster. Miriam Melbury, convertida ahora a la Iglesia anglicana y en esposa de un hombre que esperaba erigirse en un eminente político de la oposición, difícilmente hubiera podido asistir al juicio de un rufián judío con quien ya no la unía ningún parentesco. Arrodillarse a mis pies o cubrir mi rostro de besos y lágrimas no eran acciones a las que pudiera sentirse inclinada bajo ninguna circunstancia. Y desde luego, era impensable ahora que se había entregado a otro hombre.

Así pues, en aquel momento de crisis, mi pensamiento estaba más centrado en Miriam que en la posibilidad de una muerte inminente. La culpaba a ella, como si pudiera achacarle aquel absurdo juicio… Después de todo, de haberse casado conmigo quizá hubiera dejado de perseguir ladrones y no me hubiera puesto en la situación que llevó a aquel desastre. Me reprochaba no haberla pretendido con mayor entusiasmo… aunque, desde luego, tres propuestas de matrimonio encajarían con la definición de «entusiasmo» de cualquiera.

Así pues, mientras el abogado de la Corona trataba de convencer al jurado de que me condenara, yo pensaba en Miriam. Y, puesto que aun cuando mi pensamiento está lleno de anhelo y melancolía sigo siendo un hombre, también pensaba en la mujer del pelo de color panocha.

No debe sorprender que mi mente se volviera hacia otra mujer. En el medio año que había pasado desde que Miriam se casó, había buscado distracciones, no para olvidar, espero que el lector lo comprenda, sino con el propósito de hacer que la sensación de pérdida resultara más intensa… y lo hice sobre todo permitiéndome algunos vicios, principalmente las mujeres y la bebida. Lamenté no ser hombre dado al juego, pues la mayoría de los que conozco consideran que este vicio distrae tanto como los dos que yo ya practicaba, si no más. Pero en el pasado ya había pagado un alto precio por perder dinero en el juego, y no acababa de encontrarle el gusto a ver que dos ávidas manos se llevaban un montón de plata que me había pertenecido.

Bebida y mujeres; con esos vicios me distraía. Y no era necesario que fueran de excepcional calidad; no estaba de humor para mostrarme quisquilloso. Sin embargo, sentada en el borde de uno de los bancos, había una mujer que atraía mi atención tanto como era posible en aquellos momentos de oscuridad. Tenía el pelo de un amarillo claro y sus ojos eran del color del sol. No era hermosa, pero sí atractiva; su nariz puntiaguda y el mentón afilado le daban cierto aire de desparpajo. No era una gran dama; vestía como una mujer de clase media, correctamente, sin un determinado estilo ni concesiones a la moda. No, ella prefería que la naturaleza hiciera lo que su sastre no hacía, exhibía su deslumbrante pecho en un corpiño con un pronunciado escote. En resumen, nada hubiera podido impedir que me pareciera una delicia en una taberna o cervecería, si bien no había ninguna razón en particular para que me llamara la atención durante un juicio en el que me jugaba la vida.

Salvo que ella no me quitaba los ojos de encima. Ni por un momento.

Otros me miraban, por supuesto: mi tío y mi tía, que lo hacían con piedad y tal vez con reproche; mis amigos, con miedo; mis enemigos, con regocijo; los desconocidos, con una curiosidad despiadada… pero aquella mujer me observaba con una mirada desesperada y ávida. Cuando nuestros ojos se encontraron, no sonrió ni torció el gesto, se limitó a mirarme como si hubiéramos compartido la vida y no hubiera necesidad de decir nada. Cualquiera hubiera pensado que estábamos casados o comprometidos, pero, que yo recordara —y mi memoria no había perdido facultades en aquellos seis meses de beber a conciencia—, no la había visto en mi vida. El enigma de su mirada monopolizaba mi pensamiento mucho más que el enigma de cómo había llegado a un juicio por la muerte de un trabajador de los muelles del que no había oído hablar hasta dos días antes de mi arresto.

La lluvia helada había empezado a caer con más fuerza cuando el abogado de la acusación, un individuo algo mayor llamado Lionel Antsy, llamó a Jonathan Wild al estrado. En aquel año de 1722, aún existía la creencia popular de que este notable criminal era el único auténtico baluarte frente a los ejércitos de ladrones y bandidos que merodeaban por la ciudad. Él y yo habíamos sido rivales durante mucho tiempo en nuestros esfuerzos por atrapar ladrones, pues nuestros métodos no podían ser más distintos. Yo pensaba que si ayudaba a la buena gente a recuperar sus propiedades perdidas recibiría una bonita recompensa por mi trabajo. Evidentemente, no siempre me guiaba por principios tan loables. Siempre estaba dispuesto a seguir la pista a deudores esquivos, a utilizar las habilidades que había aprendido en el boxeo para dar una lección a algún bribón (si lo merecía), a intimidar, asustar y espantar a hombres que requirieran tales usos. Sin embargo, no hacía daño a quien no creía que lo mereciera, y hasta se sabe que dejé escapar a uno o dos deudores —disculpándome siempre con alguna mentira ante quien me pagaba— si me habían contado una historia creíble sobre una esposa que desfallecía de hambre o sobre criaturas enfermas.

En cambio, Wild era un granuja despiadado. Mandaba a sus ladrones a robar cosas que luego volvía a vender a sus propietarios y se hacía pasar por la única voz de Londres que se alzaba para defender a las víctimas. Reconozco que estos métodos eran mucho más provechosos que los míos. Difícilmente podía encontrarse en Londres a un ratero que se llenara los bolsillos sin que Wild tuviera su parte. Ningún asesino podía ocultar sus manos manchadas de sangre a Wild, incluso si el gran cazador de ladrones había ordenado el asesinato personalmente. Tenía barcos de contrabando que visitaban todos los puertos del reino y agentes en todas las naciones de Europa. Los agiotistas de Change Alley casi no se atrevían a comprar o vender sin su consentimiento. En resumen, era un hombre considerablemente peligroso, y no me tenía ningún aprecio.

En nuestros esfuerzos incompatibles, habíamos chocado en más de una ocasión, aunque estos encontronazos tendían más hacia lo frío que hacia lo caliente. Dábamos un rodeo, como perros, más deseosos de ladrar que de pelear. Sin embargo, no tenía ninguna duda de que Wild aprovecharía aquella oportunidad para destruirme. Dado que había hecho carrera perjurando, la única duda era si sería muy severo y con cuánto entusiasmo me denostaría.

El señor Antsy fue cojeando hasta el testigo, con la cabeza gacha para evitar que la lluvia helada cayera sobre su rostro. Andaría entre los cincuenta y los cien años de edad; estaba demacrado como la mismísima muerte, la piel le colgaba alrededor del rostro como una bota de vino vacía, y la cabeza se bamboleaba sobre la mole de su gabán. Su peluca, apelmazada por la lluvia, estaba torcida y en un estado tan lamentable que supuse que solo podía haberla comprado en los tugurios de Holborn, donde un hombre paga tres peniques por sacar a ciegas una peluca usada de una caja. Como esa mañana no se había molestado en afeitarse, y puede que tampoco la anterior, su cara estaba poblada de cerdas blancas que brotaban de la tierra rugosa de su cara.

—Bien, señor Wild —dijo con voz chillona y temblorosa—, habéis sido llamado a este estrado para testificar sobre el carácter del señor Weaver, porque en cierto modo se os considera un experto en asunto de crímenes… un estudioso de la filosofía del crimen, por así decirlo.

—En efecto, me gusta pensar que lo soy —dijo él, con un acento de campo tan marcado que el jurado se inclinó hacia delante, como si acercándose fueran a entenderle mejor. Wild, sobre quien la lluvia apenas se atrevía a caer, se mantenía muy derecho y sonreía casi con lástima al señor Antsy. ¿Cómo podía un viejo picapleitos como Antsy inspirar algo que no fuera desprecio en un hombre que solía enviar a sus propios ladrones a la horca para cobrar las cuarenta libras de recompensa que ofrecía el Estado?

—Se os considera el agente más eficaz de la ciudad en la captura de ladrones, ¿me equivoco?

—No —dijo Wild con un orgullo espontáneo. Se acercaba ya a la madurez, pero no por ello se lo veía menos atractivo y enérgico con su elegante traje y su peluca. Su rostro era engañosamente amable: ojos grandes, mejillas regordetas y una sonrisa cordial y paternalista que gustaba a la gente y hacía que confiara en él de forma instantánea—. Se me conoce como el Cazador General de Ladrones, y es un título que llevo con orgullo y honor. —Y es como tal que conocéis los distintos aspectos del mundo del crimen, ¿no es así?

—Exacto, señor Antsy. La mayoría de la gente sabe que, si pierde un artículo de cierta importancia o desea seguirle la pista a quien ha cometido el delito, por muy abyecto que sea, yo soy el hombre que buscan.

Nunca hay que desaprovechar la ocasión de hacerse publicidad, pensé yo. Wild tenía intención de hacer que me colgaran y de paso conseguir publicidad en la prensa.

—Entonces, ¿os consideráis un entendido en lo referente a los criminales de nuestra ciudad?

—Ya hace unos cuantos años que me dedico a esto —repuso Wild—. Hay pocos delitos que escapen a mi conocimiento.

Olvidó mencionar que tenía conocimiento de esos delitos porque, normalmente, eran él o sus secuaces quienes los preparaban.

—Habladnos, si os parece, de la relación del señor Weaver con la muerte de Walter Yate.

Wild calló un momento. Yo lo miré, furibundo, tratando de hacerle entender sin palabras que jamás me condenarían, y que si se enfrentaba a mí, no dejaría pasar el asunto. Sigue adelante, le dije con los ojos, e irás directamente hacia tu propia muerte. Wild cruzó su mirada con la mía apenas un instante y asintió imperceptiblemente, aunque no entendí qué podía querer decir con aquello. Entonces se volvió hacia Antsy.

—No puedo contaros gran cosa —dijo.

Antsy abrió la boca, pero entonces se dio cuenta de que aquella no era la respuesta que esperaba. Se oprimió el puente de la nariz entre el índice y el pulgar, como si tratara de sacar la respuesta de Wild de su carne, igual que se exprime el jugo de la manzana para hacer la sidra.

—¿Qué queréis decir, señor? —preguntó con una voz chillona más temblorosa de lo habitual.

Wild sonrió apenas.

—Solo que no tengo conocimiento de las circunstancias que rodean la muerte del señor Yate o de la supuesta implicación de Weaver… aparte de lo que he leído en los periódicos. Es mi objetivo descubrir lo que se esconde detrás de todos los crímenes terribles, pero no puedo saberlo todo. Aunque lo intento, tenéis mi palabra.

Por la flacidez que adquirieron sus facciones, todos los espectadores que había en el Tribunal Supremo supieron que Antsy esperaba algo muy distinto de Wild. Un discurso sobre el peligro que mi presencia suponía para Londres, tal vez. Un relato de mis crímenes pasados. Una lista de atrocidades en las que sospechaba de mi participación. Pero Wild tenía otro juego en mente… un juego que se me escapaba por completo.

Antsy levantó la vista y sonrió. Respiró tan hondo que su pecho casi alcanzó el tamaño del pecho de un hombre normal y rechinó los dientes formando una sonrisa mortífera.

—¿No consideráis a Weaver un hombre malvado, capaz de matar a cualquiera, incluso a un completo desconocido, sin ninguna causa? ¿Y, en consecuencia, capaz de matar a Walter Yate? ¿No es correcto decir que sabéis con certeza que él mató a Walter Yate?

—Al contrario —contestó Wild alegremente, como un maestro de anatomía a quien piden que hable sobre los misterios de la respiración—. Creo que Weaver es un hombre de honor. Él y yo no somos amigos; en realidad, con frecuencia nuestros intereses se oponen. Si se me permite decirlo, creo que es un miserable cazador de ladrones que hace al Estado y a quienes le pagan un flaco servicio. Pero que sea un miserable en su oficio no significa que sea más malvado de lo que sería un zapatero por hacer los zapatos muy estrechos. No tengo motivos para creer que Weaver sea más responsable de este crimen que cualquier otro. Por lo que a mí respecta, vos podríais ser tan culpable como él.

Antsy se volvió hacia el juez, Piers Rowley, que miraba a Wild tan perplejo como él.

—Señoría —se quejó Antsy—, este no es el testimonio que esperaba. El señor Wild debía hablar de los crímenes y la crueldad de Weaver.

El juez se volvió hacia el testigo. Al igual que Antsy, él también estaba en sus últimos años de vida, pero aquella cara grande y sus facciones rubicundas hacían pensar que llevaba la edad mucho más cómodamente que el abogado. Antsy parecía falto de alimento, en cambio el juez parecía recibir más de lo que le correspondía. Sus enormes mandíbulas estaban ensanchadas a causa de la carne asada y la cerveza, hinchadas como las de un niño gordo.

—Señor Wild —dijo Rowley al testigo—, proporcionaréis al señor Antsy el testimonio que desea.

Yo no esperaba aquella respuesta. No conocía muy bien a Rowley, pero le había observado en el pasado —cuando se me llamó para que testificara contra individuos que había ayudado a llevar ante la justicia— y siempre había visto en él tanta justicia y honradez como puede esperarse de un hombre de su profesión. Aceptaba sobornos con moderación, y solo para asegurar un fallo que ya había decidido sin necesidad de ningún incentivo económico. Hasta se tomaba su papel de protector del acusado en serio, así que sentí cierto alivio cuando supe que él presidiría el juicio. Ahora parecía que mi optimismo había sido prematuro.

—Perdón, señoría —replicó Wild—, pero no puedo contestar lo que él desea. He jurado decir la verdad, y lo haré.

Aquello era ridículo. Wild sentía tanto apego por los juramentos como un francés por las sábanas limpias. Y sin embargo, allí estaba, incurriendo en la ira del abogado de la acusación y del juez en lugar de decir pestes de mí. Wild, que pasaba mucho más tiempo en los juzgados que yo, conocía el temperamento de Rowley. Sin duda sabía que el juez era un hombre que se conducía con mayor gravedad de la que le correspondía y que no dejaría pasar a la ligera un insulto a su autoridad. Al defenderme como lo hizo, Wild se exponía a perjudicarse seriamente a sí mismo y a los de su oficio, pues en lo sucesivo se expondría a la hostilidad de Rowley en futuros juicios. Dado que el perjurio era una de sus más importantes fuentes de ingresos, tener a un juez por enemigo podía hacerle la vida muy difícil.

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