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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal (18 page)

BOOK: La conspiración del mal
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—No acudiré a esa cita.

—Haríais mal faltando.

—¿Es eso una amenaza?

—Ése no es mi estilo, ¡vamos! Simplemente creo que ese encuentro podrá seros muy beneficioso.

Medes estaba furioso. ¿Cómo se atrevía a manipularlo ese maldito ladrón?

—Si no dejas de espiarme inmediatamente, romperé nuestra colaboración.

—¿Y no sería eso un grave error, cuando tanto promete?

—¿Qué sabes tú sobre Abydos?

—¿Yo? Nada en absoluto.

—Pero tu patrón, en cambio…

—Sólo me ha pedido que os propusiera esa entrevista.

El libanés parecía sincero. ¿Y si el misterioso superior era otro sacerdote de Abydos que intentaba despedir a Bega?

—No tengo interés alguno en tenderos una trampa —añadió su anfitrión—, y mi patrón menos aún.

—Debo pensarlo.

No seguir dominando el juego horrorizaba a Medes. Pero, a veces, era preciso fingir que se perdía para ganar más a la siguiente jugada.

Todos los sacerdotes permanentes de Abydos cumplían con sus funciones en cuanto salía el sol. Quien velaba por la integridad del gran cuerpo de Osiris se aseguraba del perfecto estado de los sellos en la puerta de su tumba. Aquel cuya acción permanecía secreta porque veía los misterios lo ayudaba antes de colaborar con el que vertía la libación de agua fresca en las mesas de ofrenda. Al celebrar a los antepasados, el servidor del
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reanudaba el vínculo con los seres de luz, protectores de Abydos. Y las siete intérpretes musicales de la diosa Hator hechizaban el alma divina.

Sin crítica alguna que formular, el Calvo los invitó al templo de millones de años de Sesostris, ya terminado. Se puso a la cabeza de la procesión y cruzó el umbral abierto en el centro de la pared norte de la muralla. De allí salía una calzada que llevaba al templo, vasto cuadrilátero rodeado por un patio flanqueado por un pórtico de catorce columnas al que daban las puertas de servicio que facilitaban la comunicación con los almacenes de ofrendas y de objetos rituales. Más allá comenzaba la sala de columnas.

Tomando agua de las albercas, el Calvo purificó uno a uno a los oficiantes. Luego, pasaron ante las estatuas del faraón y de la gran esposa real que, en la serenidad del santuario, celebraban eternamente el misterio de las bodas sacras.

En el techo del templo cubierto brillaban unas estrellas de oro. En los muros, el rey comulgaba con las divinidades, especialmente Osiris.

En nombre del monarca, el Calvo ofreció Maat a lo invisible.

—Este edificio ha sido construido por Osiris a semejanza del paraje de luz —declaró—. Sus pilares son los soportes del cosmos, los símbolos sagrados reposan en su justo lugar, el perfume del más allá está presente. Que las damas de la acacia canten y toquen música para el árbol de vida.

Las voces se entrelazaron en una lenta melodía que, mientras duró la obra, hizo reinar la armonía que Abydos conocía antes de la enfermedad de la acacia.

Luego fue preciso volver a la realidad.

—Sólo han reverdecido dos ramas —recordó el Calvo—. La pirámide de Dachur tal vez impida cualquier nueva degradación, pero quiero poner de manifiesto la absoluta necesidad de que cumplamos rigurosamente con nuestras tareas. En las actuales circunstancias no se tolerará falta alguna.

A la joven sacerdotisa y a Bega les tocaba servir los altares y distribuir las ofrendas entre los sacerdotes temporales. Una vez las divinidades hubieran degustado su aspecto inmaterial podrían alimentar los cuerpos.

—¿Fue bien vuestra misión en Menfis? —preguntó Bega.

—Transmití al faraón el mensaje de nuestro superior.

—¿Os gustó la capital?

—Es una gran ciudad, muy animada, y con soberbios templos, pero no me gustaría vivir allí. Prefiero la calma de Abydos.

—En la corte real hormiguean las intrigas y las ambiciones. Aquí, el reino encuentra su verdadero equilibrio. Preservar Abydos es el deber esencial del faraón, y estoy convencido de que la construcción de esa pirámide será una etapa decisiva.

—Todos lo deseamos, Bega.

Acabado su servicio, la muchacha permaneció largo rato en el interior del templo. De cada bajorrelieve, de cada pintura, de cada símbolo emanaba una energía que luchaba contra
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, la ineluctable tendencia a la destrucción y el caos. Al crear aquella morada sacra, Sesostris contribuía a implantar el cielo en la tierra. La sacerdotisa sentía una necesidad vital de ese universo, donde lo abstracto se hacía perceptible, donde las leyes divinas iluminaban los sentidos.

Se detuvo junto al portal del recinto.

A sus pies, un enorme escarabajo de brillante caparazón moldeaba una esfera con estiércol de vaca que había amasado girando sobre sí misma. Realizada su obra, el maestro alfarero la hizo rodar con las patas posteriores, reculando de este a oeste. Luego, hundió la esfera en la blanda tierra.

—Para conocer el final de este trabajo —dijo una voz grave y potente— tendrás que esperar veintiocho días.

La sacerdotisa levantó los ojos y descubrió al faraón.

—Abydos es la ciudad del escarabajo divino —precisó Sesostris—. Al cabo de una luna, el viejo Osiris contenido en la esfera se habrá enfrentado con la prueba de la muerte. Si la rectitud se ha respetado, la luz brotará de la tierra y resucitará. Se levantará un nuevo sol, la vida se extenderá por todos los espacios. ¿Cuántos seres pueden presentir semejante misterio al observar este insecto, que el profano aplasta tan fácilmente con su pie? Aún te serán necesarias largas horas de trabajo y de búsqueda para percibir este mensaje. ¿Estás decidida a cruzar una nueva puerta?

—Es mi más caro deseo, majestad.

—¿Eres consciente del peligro?

—He descubierto ya tantas riquezas que bastarían para colmar toda una existencia, pero renunciar a correr un riesgo sería una cobardía imperdonable.

—Sígueme, entonces.

Sesostris tomó la rampa enlosada, de setecientos metros de largo, que conducía de su templo a su extraña morada de eternidad, que acababa de terminarse también. En el lindero del desierto, no lejos de la necrópolis de los faraones de la primera dinastía, estaba protegida por un recinto y un templo de recepción.

—Vamos a penetrar en la matriz estelar —advirtió el faraón—. Osiris, el creador de los ritos y de la regla de los templos, se regenera aquí permanentemente. Sin embargo, una gran desgracia lo afecta. El universo sufre el crimen y la muerte, la noche se oscurece, el día desaparece, nuestro mundo vacila. ¿Quieres vivir esta prueba, te cueste lo que te cueste?

La joven sacerdotisa asintió con la cabeza.

—Te he avisado: el camino es peligroso, espesas las tinieblas, el corazón débil no lo resiste. ¿Persistes?

—Sí, majestad.

En el patio había dos pozos: uno vertical, el otro en pendiente relativamente suave que permitía llegar a un corredor que desembocaba en una sala de paredes revestidas de cal y techo que imitaba los troncos de madera con notable precisión. En apariencia, la tumba se detenía allí. Pero el monarca tomó por un tramo donde reinaban la cuarcita, el gres y el granito. Impregnándose del particular fuego oculto en el corazón de aquellas piedras, la joven sacerdotisa vivió las etapas de la obra alquímica.

En el techo faltaban algunos bloques, y a través de aquella abertura, destinada a ser tapada, el faraón y la sacerdotisa penetraron en una habitación muy estrecha, de seis metros de alto.

—Cambiamos de nivel y de mundo —explicó el soberano—. Lo que parecía cerrado y concluido no lo estaba. Pasando por arriba, por el espíritu sin límites, abrimos la puerta de la luz oculta.

Utilizaron una cuerda para llegar a un corredor horizontal que desembocaba en una sala semejante a la que acababan de abandonar. Bajaron por la pared con la ayuda de otra cuerda y llegaron de nuevo al suelo.

La mirada de la muchacha había cambiado. Ahora veía la claridad en el corazón de la piedra.

—Hemos regresado al mismo nivel —indicó el soberano—, pero es distinto. Al cruzar la puerta de la matriz estelar contemplas el otro lado de la vida. Aquí finalizan las percepciones humanas. Por eso, el bloque de granito de cuarenta toneladas que estás contemplando quedará oculto bajo un revestimiento de cal y acompañado por otro bloque. Si quisiera protegerte, no seguiríamos adelante, pero ¿acaso no te advertí de que te aguardaban terribles pruebas? Aún puedes modificar tu destino, siempre que no superes este límite.

—Deseo conocer lo invisible.

—El precio que hay que pagar es muy alto, el esfuerzo que debe hacerse es casi sobrehumano.

—¿No es ésta la regla? Que vuestra majestad siga guiándome.

Recorrieron un pasillo de unos veinte metros de largo. Cuando se cerrara la tumba, lo obstruirían unos bloques de granito.

Y llegó entonces el descubrimiento de la cámara de resurrección, revestida de cuarcita.

En una pequeña estancia donde reinaba una dulce claridad había un sarcófago de granito y un cofre para canopes.

—El sarcófago es la barca de Osiris —reveló Sesostris—. Su tapa la ocultará a los ojos de los humanos y los genios destructores, y navegará en paz por los paraísos. En correspondencia con los cuatro hijos de Horus que se encargan de proseguir la obra de su padre Osiris, los cuatro canopes se ocultarán en los muros de esta cámara. Osiris, descendiente de Ra, moldeó la luz que sale de su madre Cielo. De su cuerpo nació la creación. Reside, pues, en todas las provincias y en todos los santuarios. Le complace amarla, pues protege a los justos de voz y a los resucitados. Puesto que deseas conocerlo, sube a su barca.

La sacerdotisa vaciló.

Lo que el rey le proponía era inconcebible. ¿Cómo emprender, en vida, semejante viaje?

Pero nada la haría retroceder.

Así pues, apoyándose en el brazo del monarca, pasó la pierna por encima de la pared del sarcófago y se tendió en el interior, con los ojos hacia el cielo de piedra.

—Ve, viaja y conoce —ordenó la voz grave de Sesostris, cuyas resonancias parecieron extinguirse para siempre—. Entonces, conocerás el mayor secreto de Egipto: el ser iniciado en los misterios de Osiris puede regresar de la muerte.

20

Tras haber tomado por la boca de Peker, un canal excavado hacia la tumba de Osiris y flanqueado por trescientas sesenta y cinco mesas de ofrenda, los miembros del «Círculo de oro» de Abydos se reunieron lejos de los ojos y los oídos, bajo la protección de Sobek, cuyos guardias vigilaban los alrededores.

La pareja real presidía el «Círculo de oro». Estaban presentes el Calvo, el Portador del sello real Sehotep, el gran tesorero Senankh y el general Nesmontu.

—Por desgracia, dos de los nuestros están ausentes —deploró el monarca—. El general Sepi prosigue su metódica exploración de las minas de oro, sin resultado de momento. Por lo que se refiere a nuestro otro hermano en espíritu, prosigue la delicada misión que le confié, y nadie sospecha su auténtica condición.

—Majestad, propongo que recibamos a Khnum-Hotep —dijo Senankh—. Trabaja de modo notable y consolida cada vez más la unidad que vos restaurasteis. El visir vive según Maat y lo aplica en cada una de las iniciativas que os somete con lealtad. Iniciándolo en los misterios del «Círculo de oro» ampliaremos más aún su visión.

—¿Alguien se opone? —preguntó el faraón.

Sólo el silencio respondió.

—Puesto que nadie está en contra de esta proposición, Khnum-Hotep estará muy pronto entre nosotros. Ahora tenemos que hacer balance sin complacencia.

—La plantación de cuatro acacias en los puntos cardinales procura buena energía al árbol de vida —señaló la reina—. Se encuentra así en el centro de un campo de fuerzas que no pueden cruzar miasmas ni enfermedades. Pero es sólo un sistema defensivo.

—La puerta del cielo se cierra —recordó el Calvo con gravedad—. La barca de Osiris no circula ya normalmente por lo invisible y, poco a poco, se degrada.

—La construcción de la pirámide de Dachur nos ayudará a luchar —afirmó Senankh—. Las obras funcionan, las condiciones de trabajo de los artesanos son excelentes. Djehuty se consagra a la obra sin descanso, para que no se pierda ni un instante.

—Queda la pregunta principal, que sigue sin respuesta —recordó el rey—: ¿quién lanzó un maleficio sobre el árbol de vida?

—La situación se estabiliza en la región sirio-palestina —estimó el general Nesmontu—, y nuestros servicios de información interrogan a muchos sospechosos, incluidos los hechiceros de aldea. Sólo menudencias, de momento. Sin embargo, tengo la sensación de que el ataque brotó de allí.

—Suponiendo que el culpable sea un dignatario de la corte de Menfis —insinuó Sehotep—, mis investigaciones en ese campo no han tenido resultados. No me pierdo ninguna recepción, con la esperanza de que alguna fanfarronada me ponga sobre la pista.

—Examinar al personal administrativo tampoco ha sido eficaz —deploró Senankh.

—No tengo acusación alguna que hacer contra los sacerdotes y las sacerdotisas de Abydos —añadió el Calvo—. Cumplen sus funciones con la máxima seriedad.

Sesostris no podía excluir la siniestra hipótesis de que el mal procediese del territorio sagrado de Osiris. Pero la joven sacerdotisa, encargada de descubrir el menor indicio, permanecía muda.

—Nos las vemos con un temible adversario —advirtió el rey—. Inteligente, astuto, dotado de peligrosos poderes, dirige un equipo de perfecta discreción. Los servicios del visir y los policías de Sobek tampoco han conseguido penetrar la niebla.

—¡Espantoso! —juzgó Senankh—. Ese monstruo está tejiendo una tela cuyos hilos no descubrimos. ¿No será demasiado tarde cuando los veamos?

—¿Acaso no es demasiado tarde ya? —se inquietó el Calvo.

—Ciertamente, no —objetó Sesostris—. Por poco que sea, nuestras acciones rituales han puesto trabas a las suyas, la acacia de Osiris sigue viva, y producimos la energía necesaria para impedir su desaparición.

—El enemigo lo sabe —afirmó Sehotep—. ¿No intentará una nueva ofensiva para romper nuestras últimas defensas?

—Las obras de la pirámide serán protegidas con el mayor cuidado —aseguró el rey—, y se reforzarán las medidas de seguridad en torno a Abydos.

—No estaremos eternamente a la defensiva —profetizó la reina—. Forjar armas capaces de combatir a semejante enemigo requiere tiempo, pero el «Círculo de oro» nunca se abandonará a la desesperación. Puesto que está en condiciones de salvar la fuente espiritual de nuestro país, sólo este pensamiento debe dominarlo.

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