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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal (25 page)

BOOK: La conspiración del mal
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Mientras redactaba su informe semanal, tan elogioso como el precedente, pensaba en el último cerrojo. Ciertamente, podía falsificar la contabilidad y lanzar las sospechas sobre el ayudante, pero eso hubiera sido traicionar a Maat y destruir la carrera de un buen muchacho. Además, quejarse de él ante el maestro carnicero sería igualmente injusto.

Tan cerca del objetivo, Iker se sentía impotente. Un criminal se habría librado brutalmente del molesto obstáculo, pero el escriba no lo era. Simplemente quería liberar a Egipto de un asesino y un tirano. Sólo él debía encargarse de ello.

Mientras dibujaba jeroglíficos con mano segura, Iker buscaba una solución.

Tras haberse asegurado de que nadie le observaba, el aguador entró en casa del libanés en plena noche. El portero tenía orden de abrirle en cualquier momento.

Mientras un criado despertaba a su dueño, el inesperado huésped hizo honor a las golosinas dispuestas en las mesas bajas. Gracias a sus incesantes desplazamientos, él no tenía problema alguno de peso.

Envuelto en una amplia bata apareció un libanés adormilado.

—¿No podías esperar a mañana?

—No.

—Bueno, te escucho.

—Me he hecho amante de una de las lavanderas de palacio, una belleza con la cabeza llena de pájaros, que tiene una inestimable cualidad: habla mucho. Está tan orgullosa de su puesto que ni siquiera he tenido que hacerle preguntas. Desde esta noche conozco prácticamente todo el dispositivo de seguridad.

El libanés ya no tenía sueño.

El aguador nunca había presumido.

—Militares de edad, muy seguros de sí mismos y pretenciosos, sustituyen a los guardias formados por Sobek. Muy disciplinados, obedecen al pie de la letra a sus oficia les, que se suceden cada seis horas. A veces, el rey permanece solo en su despacho, donde cena mientras estudia algunos expedientes. No hay ningún policía apostado en sus aposentos. Pues bien, esta velada solitaria tendrá lugar pasado mañana.

—¡Buen trabajo! Pero de todos modos quedan los guardias.

—No, si los alejamos.

—¿De qué modo?

—Mi encantadora amante me ha dicho el nombre del teniente que estará mañana de servicio, a partir de prime ra hora de la noche. Tendremos que interceptarlo y sustituirlo por uno de nuestros hombres, que ordenará a los militares que abandonen el palacio para una intervención exterior. Entonces, el camino quedará libre.

El tuerto golpeó el suelo con el puño, reconociendo así su derrota. Normalmente, el sirio debería haber deja do de estrangularlo, pero, por el contrario, apretó con mayor fuerza y crueldad.

—Ya basta, ¡suéltalo! —aulló Jeta-de-través.

El sirio hizo oídos sordos, y su jefe se vio obligado a tirarle del pelo. Finalmente, aflojó la tenaza.

—¡El tuerto ha pedido gracia!

—No lo he visto. Y, además, era un ardid. Este tipo es un tarado. Finge renunciar y contraataca.

El tuerto permanecía tumbado, con el ojo bueno abierto de par en par.

—¡Vamos, levántate!

La orden de Jeta-de-través no surtió efecto.

—Parece que está muerto —afirmó el sirio.

—¡Seguro que lo has matado!

—No será una gran pérdida, combatía cada vez peor.

—Ve a lavarte y a vestirte —ordenó Jeta-de-través—. Tienes una misión.

La mirada del sirio brilló de excitación.

—¡Ya está, de verdad! ¿Y a quién debo matar?

—Al faraón de Egipto.

28

El maestro carnicero preparaba las ofrendas para el ritual matutino cuando conoció la mala noticia. El futuro novio tenía mucha fiebre y, por lo tanto, no podía ir a trabajar.

El artesano habló con Iker, ocupado en diluir tinta.

—Esta noche el rey está solo y yo debo encargarme de su cena —reveló—. ¿Aceptas hacer más horas de servicio y sustituir a mi ayudante, que acaba de ponerse enfermo?

El escriba contuvo una bocanada de entusiasmo.

—Temo no ser competente…

—¡Tranquilízate, no es complicado! Yo llevo el primer plato y tú el segundo.

—Nadie me conoce en palacio. El guardia no me dejará entrar.

—¡Me conocen a mí! Y, además, últimamente las medidas de seguridad se han aligerado de manera considerable. Pasarás sin problema alguno, créeme. ¿Acaso tienes miedo de ver al rey?

—Reconozco que…

—¡Nada de pánico! Llamaré a su puerta. Cuando él ordene «Adelante», con su voz que atraviesa los muros, entraremos en la estancia, con la cabeza gacha, y depositaremos los platos en una mesa baja, a la derecha del vestíbulo. El monarca estará absorto en su trabajo y nos marcharemos en seguida; como mucho, me preguntará si la carnicería funciona bien, y como advertirá el cambio de ayudante, te presentaré. Comprendo tu aprensión. Aun sentado, el rey parece un gigante. Tiene un modo de mirar que te deja mudo. Incluso cuando lo conoces, quedas impresionado. Bueno, basta de cháchara y pongámonos manos a la obra. Anota el número y la calidad de los pedazos destinados al templo. Luego, comeremos un bocado.

Mientras el maestro carnicero se alejaba, Iker derramó la tinta: le temblaban las manos. ¿Tendría, tan cerca de su objetivo, valor para cumplir su misión?

El estibador libio no estaba por la labor. Además, sus colegas lo trataban con frialdad. Dos de ellos, con los que descargaba los cereales de un mercante, detestaban su país. No se atrevía a preguntarles los motivos de su frialdad y aceptaba tomar unas cargas más pesadas que de ordinario, sin dejar de pensar en su hermano. ¿Realmente lo habían convencido para que cooperase? El extraño tipo que los manipulaba no estaba bromeando. Era imposible rechazar sus exigencias.

Un saco más, tan pesado que estuvo a punto de derrumbarse.

—¡Muchacho, deberíamos ser al menos dos para llevar eso!

—Cuando violaste a la niña, estabas solo, ¿no? —preguntó uno de los dos estibadores, mirando al libio con ojos coléricos.

—¿Qué estás diciendo?

—Lo sabemos todo, basura.

—Os equivocáis, yo no he agredido a nadie.

—Te digo que lo sabemos todo, los cabrones de tu especie no merecen un proceso, la sentencia se ejecutará en el acto.

El estibador arrojó al libio al agua. Al no saber nadar, el extranjero se debatió en vano. Pidió socorro y recibió un saco en la cabeza. Atontado, se hundió.

—Se ha hecho justicia —comentó su colega.

De lejos, Gergu había presenciado la escena. Convencidos de su historia de violación y convenientemente pagados para suprimir al monstruo, haciendo creer que había sido un accidente, los estibadores habían llevado a cabo la tarea con celo.

De acuerdo con las exigencias de Medes, Gergu no dejaba rastro alguno a sus espaldas.

Al terminar la reunión de la Casa del Rey, el Portador del sello Sehotep comunicó a Medes los elementos que le permitirían redactar los nuevos decretos. Mejoraban la situación de los artesanos y acababan con la rigidez administrativa que ponía trabas a los intercambios comerciales entre las provincias.

—Su majestad desea que las leyes sean difundidas rápidamente —advirtió Sehotep—. Dicho de otro modo, es más que urgente.

—Esta misma tarde le presentaré un proyecto al rey.

—No, esta tarde, no. El faraón cenará a solas para actualizar varios expedientes. En cambio, mañana por la mañana, tras el ritual del alba, será un momento excelente. No te limites a un simple proyecto, y olvida que la noche sirve, normalmente, para dormir.

—Ya he sido avisado de ello —afirmó Medes, sonriendo—, y no tengo, pues, razón alguna para quejarme.

—No ocupas el cargo más fácil, pero el rey aprecia tu trabajo.

—¿Acaso ser útil a tu país no es la más hermosa de las satisfacciones? Perdonadme, no tengo ni un instante que perder.

Medes regresó a casa y mandó a un servidor que buscara a Gergu en la inspección de los graneros, donde se pavoneaba ante sus subordinados. Abandonando sus demostraciones de autoridad, lanzó algunas frases llenas de sentimiento sobre la pereza de los funcionarios y se dirigió, presuroso, a la morada de su patrón.

—Hay que actuar esta noche —dijo Medes—. Sesostris estará solo en su despacho.

—¿Y los guardias?

—El relevo se efectuará en la primera hora de la noche. Durante unos minutos, el corredor que lleva a los aposentos privados del rey estará sin vigilancia. Que tu sirio se introduzca por el acceso reservado a la servidumbre y vaya directamente al grano.

—¿Y si se topa con un obstáculo inesperado?

—Que lo sortee. Muéstrale este plano del palacio y que lo grabe en su memoria. Luego, quémalo. ¿Está resuelto el caso de su hermano?

—Definitivamente.

—Avisa al muy bruto y dale tus instrucciones.

Realmente, a Gergu no le gustaba el barrio. Allí reinaba una atmósfera opresiva, muy distinta de la alegría habitual de Menfis. Un montón de humeantes basuras desprendía un hedor pestilente. Algunos perros vagabundos buscaban cualquier clase de alimento. Los ladrillos yacían por el suelo, esparcidos, como si el edificio al que estaban destinados no tuviera posibilidad alguna de ver la luz.

Incluso bajo el sol, el refugio del Cicatrices era siniestro.

—Sal de ahí —exigió Gergu.

La puerta permaneció cerrada. Se acercó, inquieto.

—¡Sal inmediatamente!

A pocos pasos de Gergu, las ratas se hicieron amenazadoras. Cuando les arrojaba algunos restos de ladrillo, dos manos ciñeron su cuello y lo levantaron del suelo.

—¡Tengo ganas de estrangularte! —rugió el Cicatrices.

—Basta —consiguió articular Gergu—, ¡te traigo tu primera prima!

El estibador dejó al egipcio en el suelo.

—Si mientes, te hago picadillo.

Gergu se palpó el cuello. ¡Aquel imbécil había estado a punto de rompérselo!

—Bueno, ¿y esa prima?

El inspector principal de los graneros se felicitó por su prudencia. Previendo la reacción de aquel retrasado mental, había tomado una pequeña bolsa de cuero que contenía un magnífico lapislázuli.

—Esta piedra es muy cara. Y es sólo una pequeña parte de la prima total… Siempre que actúes esta misma noche.

El sirio palpó el tesoro.

—Nunca había visto nada semejante… ¿Esta noche, dices?

—Te mostraré un plano del palacio real y te explicaré cómo entrar en él. Si lo consigues, vivirás una existencia de ensueño. He aquí la corta espada que vas a utilizar.

El teniente encargado de mandar las fuerzas de seguridad de palacio durante las próximas seis horas aplicaba su propio método, y no el de Sobek, demasiado pesado a su modo de ver. Mandaba a un suboficial para que avisara a los guardias de la hora del relevo, y todos salían de palacio, uno a uno, en orden inverso al de su llegada. Así, el teniente podía identificarlos y contarlos. Luego, colocaba en su lugar a sus propios hombres.

El soldado que custodiaba la puerta reservada a la servidumbre se sintió satisfecho al abandonar su puesto. Con la espalda dolorida, no se tenía ya en pie.

Apenas hubo desaparecido cuando el Cicatrices se introdujo en palacio, dispuesto a acabar con quien se cruzara en su camino.

El más sorprendido fue el sirio.

Como buen comando formado por Jeta-de-través, observaba los parajes desde hacía más de una hora y aguardaba la maniobra de distracción, organizada por un falso militar, para penetrar a su vez en el lugar.

Era evidente que aquel mocetón no formaba parte del dispositivo. ¿Quién era y qué quería? Con su corta espada y su cabeza de bruto, nada tenía de atractivo.

El sirio comprendió: ¡un policía como cobertura!

¿Y si había otros ocultos en el interior? El único medio de saberlo era eliminar a ése y, luego, asegurarse personalmente.

De pronto, brotaron unas órdenes seguidas por unos ruidos de carrera. ¡La distracción prevista!

Acababan de informar al capitán de un intento de efracción contra los despachos del visir. Todos los soldados tenían que intervenir urgentemente.

Nadie.

El Cicatrices avanzaba lentamente por los pasadizos, recordando el plano que había memorizado. Aquel trabajo le resultaba tan fácil que sonrió.

En aquel momento, una larga hoja lo degolló con tan ta violencia como precisión.

En un último respingo, el estibador azotó el aire con su espada, esperando tocar a su agresor. Pero el sirio se había apartado y, satisfecho, veía morir a quien consideraba un policía.

El comando prosiguió su camino.

Ni guardias ni soldados. Como habían anunciado, el palacio estaba vacío durante un corto período.

Finalmente, el despacho de Sesostris.

Dentro de poco tiempo, el faraón habría dejado de vivir. El sirio alardearía de su hazaña hasta el fin de sus días.

Cuando se disponía a empujar la puerta, una cabeza dura como la piedra le golpeó el vientre. Perdiendo el resuello, el asesino cayó de espaldas. Su adversario le rompió la muñeca derecha de una patada, y lo obligó así a soltar el arma.

Horas y horas de entrenamiento habían enseñado al sirio a reaccionar en las peores situaciones. A pesar de la herida y del sufrimiento se puso en pie y, con el puño izquierdo, golpeó el costado del hombre que intentaba derribarlo.

Aprovechó la ventaja y se lanzó a su vez de cabeza. Previendo el ataque, el otro fue más rápido, y lo esquivó al tiempo que agarraba al sirio del cuello. Si el comando no hubiera estado disminuido, se habría liberado fácilmente de la presa, pero estaba en muy malas condiciones para vencer en el combate, al que puso fin el siniestro crujido de sus vértebras cervicales, que se rompieron en seco.

Suspirando de alivio, el vencedor tiró del cadáver hasta un reducto donde se acumulaba la ropa sucia.

Ante el acceso principal del palacio, la agitación iba apaciguándose. Aunque el relevo de la guardia hubiera sido perturbado por una falsa alarma, el teniente no había perdido en ningún momento el control de la situación.

—¿Podemos entrar? —preguntó el maestro carnicero, acompañado por Iker—. A su majestad no le gustaría una comida fría.

—Id —ordenó el oficial, que no quería ganarse, por exceso de celo, las reprimendas del monarca.

Ciertamente, los guardias no se habían colocado aún en el pasillo que conducía a los aposentos reales, pero todo el mundo conocía al artesano.

El corazón de Iker palpitaba enloquecido, y nada vio del palacio donde con tanta facilidad acababa de entrar. Su mirada se concentraba en la espalda de su guía. Caminaba con rápidos pasos y lo llevaba a su objetivo, que durante mucho tiempo había considerado inaccesible. La perseverancia y la suerte habían acabado derribando todos los obstáculos.

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